Con su primera novela, Las chicas (2016), Emma Cline se inscribió en esa corriente alternativa dedicada a cartografiar la adolescencia que fundara J. D. Salinger con El guardián entre el centeno (1951) y que desde entonces han abonado, entre otros, Jeffrey Eugenides, con Las vírgenes suicidas (1993); Alessandro Baricco, con Emaús (1999); Mark Haddon, con El curioso incidente del perro a medianoche (2004), y Camille Bordas, con Cómo comportarse en la multitud (2017). En todos esos textos hay adolescentes más o menos inadaptados colisionando contra el mundo adulto. Hay un espacio –a veces una simple grieta, otras veces un abismo insondable– entre ellos y el mundo. Y es desde ese punto de vista tan particular que nos hacen ver las cosas; es ahí, en ese vacío, donde se desarrollan estas ficciones, como notas discordantes.
«Siempre hay una discrepancia entre lo que la gente realmente siente y lo que se supone que debe sentir. Y aprender eso, como escritor, es una lección importante. Porque es nuestra verdad, es la verdad de los seres humanos. No sentimos todo el tiempo lo que se espera que sintamos.» Lo dice Richard Ford en una entrevista reciente1 y Cline, exalumna del autor de Rock Springs, lo aplica al pie de la letra en su primera novela. Cline tiene la ocurrencia de insertar a Evie, su protagonista-adolescente-extraviada, nada menos que en el rancho de la familia Manson, en el verano de 1969, justo antes de los tristemente célebres asesinatos perpetrados por dicho clan. Esta operación –introducir a un personaje de ficción entre personajes inspirados en gente real– le permite abordar los hechos históricos desde la clave de la ficción. Ni novela histórica ni ficción pura: Las chicas es un híbrido que utiliza el esqueleto de unos hechos verídicos para sumergirse en la ficción intimista. Lo que le importa a Cline no es la crónica de la familia Manson, tantas veces contada por la prensa y la docuficción, sino, más bien, lo que pasa en el interior de la protagonista, el desconcierto adolescente manifestándose en un entorno hostil, las sutilezas de su mirada y su personalidad.
Cline trabaja hábilmente la tensión entre el interior de sus ficciones y el exterior conocido por el lector en la vida real. Es muy efectiva a la hora de sugerir una idea sin mencionarla directamente. Lo principal en su literatura está en la alusión, en lo no dicho, en construir un silencio ruidoso. En Las chicas, la figura de Charles Manson, que cabría pensar como central, aparece solapada bajo el sosías de un tal Russell. Es Charles Manson, pero, a la vez, no es Charles Manson. En Harvey, su nueva nouvelle, ejecuta una pirueta similar: el protagonista es un tal Harvey, un productor de cine a la espera de un importante juicio. Para la mayoría de los lectores no es otro que el productor de cine Harvey Weinstein, célebre por haber apadrinado películas como Shakespeare in Love, de John Madden, Good Will Hunting, de Gus Van Sant, y toda la filmografía de Quentin Tarantino, y tristemente célebre por haber abusado sexualmente de varias mujeres de la industria cinematográfica durante décadas, hecho por el que recientemente fue condenado a cumplir 23 años de cárcel. Pero, otra vez, Cline cuenta lo justo y necesario para dejar las cosas en equilibrio entre la realidad y la ficción. Harvey es Harvey. A secas. Hay rastros –referencias al cine, detalles sobre el juicio– que pueden llevar al lector a rellenar el espacio vacío con un Weinstein después del nombre. Pero, al mismo tiempo, la novela también funciona como un estudio de personaje sin ligadura con el mundo real y Harvey es Harvey, un tipo solitario con delirios de grandeza.
Así como la prensa descuartizó el caso Manson hasta dejar cada detalle al descubierto, lo mismo ha pasado durante los últimos tres años y medio con el caso Weinstein. Ya se sabe todo lo que se podía saber sobre él. A priori, no queda nada más para contar. Sin embargo, Cline consigue lo imposible. Si el periodismo aportó la investigación y el movimiento #MeToo dio visibilidad a las víctimas, la ficción, a cargo de Cline, explora el punto de vista del propio Harvey (Weinstein) durante las 24 horas previas al juicio que le cambió la vida. En Harvey vemos el mundo a través de los ojos del victimario. Y, según parece sugerirnos Cline, nadie es un monstruo durante las 24 horas del día. Harvey es padre y abuelo; es un hombre completamente aislado que no ve personas, sino medios para alcanzar fines; es un tipo que lo tiene todo –mayordomo, ascensor en su casa, médicos que firman confidencialidad, equipo de abogados de renombre–, pero que flota durante 24 horas en la mismísima nada, en una desesperación silenciosa, rellenando el vacío con barritas de chocolate, series de televisión, chats irrelevantes, terapias intravenosas de lujo y ensoñaciones de un futuro posjuicio, en el que el respeto vuelve a su vida.
Harvey, una novela breve que transcurre en una locación, con un solo personaje y en un solo día, tal vez no tenga el alcance de Las chicas. Seguramente pase como una obra menor, pero logra echar por tierra la tesis de la monstruosidad, esa que sugiere que los Weinstein y los Manson del mundo son representaciones malignas de generación espontánea. Harvey nos presenta a un ser humano tan contradictorio y frágil como cualquier otro.
MADE IN HOLLYWOOD
Weinstein es un auténtico producto made in Hollywood. En Hollywood brilló y en Hollywood se incendió. Hollywood fue la cuna en la que se convirtió en alguien con muchísimo poder. Hollywood fue, también, su coto de caza. Y, por último, Hollywood ha sido, durante los últimos años, el verdugo que le propinó un castigo ejemplarizante. Nada de esto es nuevo. Hollywood suele presentar a los Weinstein de turno –a veces también llamados Kevin Spacey– como monstruos surgidos de nadie sabe bien dónde, anomalías de un sistema pretendidamente impoluto. Los señala con el dedo y los borra de todos los carteles en los que antes ocuparon un lugar estelar, cuando, en realidad, los tipos como Weinstein son el producto de un sistema del que Hollywood es el más fiel reproductor, un sistema completamente putrefacto que hoy les da fama, respeto y millones de dólares, y mañana no dudará en derribarlos con las mismas herramientas con las que ayer los elevó. No hay que olvidarlo: Weinstein no llegó a la cima del mundo del entrenamiento por sí solo: lo hizo a través de una enorme red de complicidades. Es, además de un abusador, un chivo expiatorio.
Hollywood está lleno de Harvey Weinsteins. En el texto de la solapa de Harvey se lee que el «reputado productor Scott Rudin» planea adaptar Las chicas a la gran pantalla. No hay que hacer una gran investigación para descubrir que Rudin es otro de los monstruos respetables de saco y corbata que desfilan por los pasillos de las más grandes firmas de Hollywood. Otro Harvey. Otro productor con créditos como The Truman Show, La red social, Sin lugar para los débiles y las últimas películas de Wes Anderson. Un tipo que acumula una veintena de premios entre Oscar, Grammy, Emmy y Tony, y que también tiene un repugnante historial de abuso laboral que se extiende por décadas. En breve, Rudin pasará a ocupar un lugar visible en el pabellón de los monstruos junto con Weinstein y Spacey para que otros tantos sigan haciendo lo mismo con cara de qué-feo-yo-no-sabía-nada.
En 2012, cuando recibió el Globo de Oro, Meryl Streep dio gracias a «Dios, Harvey Weinstein». Menos mal que alguien mucho más inteligente, mucho tiempo antes, nos avisó que Dios ha muerto.
1. Entrevista concedida al programa Libroteca durante su visita a Buenos Aires en el marco del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires 2018.