El ropaje del vértigo - Semanario Brecha
Sobre El monte de las furias, última novela de Fernanda Trías

El ropaje del vértigo

La destrucción del mundo y el desamparo de sus criaturas son temas que se cruzan, en El monte de las furias, con mitos de origen y preocupaciones ecológicas. Enfrentada a sus fantasmas personales, la protagonista, irresistible en su complejidad, acepta la misión de cuidar una montaña, se reconstruye en relación con el paisaje y entierra los cadáveres abandonados en el bosque. Más que nunca, la escritura de Fernanda Trías deslumbra y estremece.

/ Editorial Tránsito

La autora no le asigna nombre a su protagonista, pero por la sorprendente función que desempeña –cuidar la inmensidad de una montaña– se alude a ella como «la montañera» o, más puramente, «la mujer». Su misión, excepcional y paradójica, se basa en «repetir un gesto» y «hacerlo sin esperar nada», así lo anota en los cuadernos donde registra el trajín de cada día, donde además rememora su infancia y la crueldad de una madre vulnerable que le prohíbe ir a la escuela: retazos de una historia que suma desconsuelos y la empuja a una existencia solitaria en la montaña.

El personaje es construido al borde del abismo, el flujo de su conciencia invade el texto y decide propósitos y representaciones, una cadena de misterios que estalla en imágenes y hay que absorber con todos los sentidos. Para encontrarse a sí misma, la mujer se rehace en el acto de escribir y, de este modo, la fuerza creadora de la palabra atrapa doblemente: por el universo singular que describe con aparente sencillez y por la belleza literaria que revela su manera de ver las cosas. El escenario y los acontecimientos son percibidos por el ir y venir de esa mirada que concierta con originalidad lo mítico y lo real. De indeciso deslinde, el paisaje es veraz y es metáfora. Desde la primera línea, Trías busca un estilo que llame la atención sobre la escritura, una prosa extremada en su potencia lírica, que convierta el acto de leer en experiencia estética.

Una tensión apasionante entre la literatura y el yo se pone a circular: «Escribo porque sí, no porque haya pasado algo en mi vida, sino por lo contrario, porque nada ha pasado y lo único que pasa es esto: mi lucha con las palabras, mis propios pensamientos». Sabe que el lenguaje es insuficiente para nombrar y comprender, pero desvía su mirada, reencuentra los parentescos huidizos de las cosas y se expresa con sensibilidad poética: «Para mí cuidar las palabras consiste en saber todo lo que una palabra trae colgando, como esos anzuelos que arrastran basura». Ante la lucha con el lenguaje se pregunta si es posible comunicar de otra manera, un albur que tensiona las categorías de identidad al suponer cierta forma de intimidad con algo que no es humano, como la montaña. Poco a poco, en los tramos del espacio ficcional más jugado a la extrañeza y a la imaginación como arrebato de libertad, la protagonista de piedra de la novela y su guardiana parecen comunicarse entre sí. Las instancias narrativas que refieren a esa otredad inscriben el punto de vista de la montaña en tercera persona: ella «quiere entender a los hombres» que en aras del extractivismo la despedazan con sus máquinas. En distintas entrevistas, Trías ha expresado que desde que reside en Bogotá –diez años ya– el imaginario colombiano fue permeando sus intereses y preocupaciones; que El monte de las furias lo fue escribiendo durante el encierro de la pandemia, contemplando la montaña desde su ventana.

Sin lugar

Hay otros sucesos en los que las palabras no entienden lo que pasa; el principal, cuando empiezan a aparecer cadáveres entre el follaje arisco y la niebla encubridora. La mujer extiende los cuidados que dedica a la naturaleza a esos cuerpos sin identificar sobre los que escribe y a los que fotografía con la esperanza de preservarlos del olvido. En Mugre rosa, los cuerpos eran desollados por efectos de la pandemia. El tema de la memoria cobra vida en la literatura de Trías, aflige e interpela. «La montaña es un lugar peligroso», dijo el hombre que la mujer amó, pero ella, habituada a poner el cuerpo a las violencias de la naturaleza y de los hombres que la condenan por «salvaje» y por «loca», piensa que «la montaña es el lugar de los que no tienen lugar».

Entregada a las incidencias de la escritura, narra con un sentido de aventura verbal: «La montaña no viaja. […] Igual yo. Yo no viajo sino mediante estos pedacitos de mí que son los pensamientos». Aunque de vez en cuando se desplaza hasta la caseta que en otro punto de la montaña ocupa el «Celador», a él debe comunicarle cualquier irregularidad. El vínculo subsiste con pausas y aturdimientos, es torpe y es rudo, pero evita el aislamiento radical: «No pasó nada más que ese roce […]. Cuando subí a casa […] me pareció que había dejado una pierna en la caseta del Celador, que mi rodilla izquierda seguía allá, en contacto con la de él, unida a la de él en su intermitencia».

Las referencias al mundo exterior se pintan con los colores del estado de ánimo que afecta de manera emocional a la mujer. Como en La azotea, como en Mugre rosa, en El monte de las furias la autora proyecta los espacios como zonas de introspección en los que prosperan lo no dicho y la ambigüedad. La exuberancia de la montaña se vuelve claustrofóbica, en su inmensidad la mujer se siente tan confinada como en su mundo interior.

Ecología y maternidades

A la estela dejada por el universo urbano e inquietante de Mugre rosa recurre la autora para trazar la cartografía de El monte de las furias, un mundo con su propio espacio y su propio tiempo. En Mugre rosa coincidían la catástrofe ambiental y la tragedia personal de la protagonista; en El monte de las furias se advierte un interés por los motivos rurales, una preocupación ecológica que echa raíces en el vínculo de la mujer con la naturaleza y cuestiona los modos de interacción entre el ser humano y el territorio que habita. Si la montaña se describe en el orden velado de los significados ancestrales y simbólicos, las contradicciones de una cultura capitalista y global, que hiere la frágil condición de los que quedan al margen, está latente en el desarrollo de la trama. Los estudios ecocríticos, que profundizan la importancia del ambiente en la construcción identitaria del individuo, plantean la necesidad de la toma de conciencia ambiental desde una interdisciplinariedad que incluye la literatura.

El tema de la maternidad, sostenido por la autora en Mugre rosa, es tratado en El monte de las furias a partir de una tríada femenina integrada por tres generaciones: la protagonista, que no tiene hijos, la abuela, que la incentivó a aprender, y la madre, con quien mantuvo una relación tortuosa de rechazo y de búsqueda, pero a quien cuidó hasta que la abuela murió: «De chica te enseñan que hay que amar a la madre porque te dio la vida, pero vos no pediste nacer […]. ¿Cómo explicarlo? Es como cuando hay un agujerito en una tela y vos metés el dedo una y otra vez para agrandarlo, para desgarrar despacio, y vos querés parar pero no podés, no es tu voluntad, es el dedo, la atracción del agujero que te empuja. Así mismo, la vida. Porque darte, la vida no te da nada, pero una se obstina en seguir viviendo». Como si quisiera desaparecer en lo que nombra. 

El monte de las furias, de Fernanda Trías. Penguin Random House, Montevideo, 2025. 239 págs.

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