En las últimas semanas se ha registrado una importante movilización conservadora, con mucho dinamismo en las redes y en las calles y un discurso muy fuerte contra el gobierno de Alberto Fernández, al que se llega a acusar, entre otras cosas, de amenazar los valores republicanos. ¿Hay una radicalización de la derecha argentina?
—No diría que hay necesariamente una radicalización. Desde 2012 en adelante las protestas contra el kirchnerismo fueron muy comunes, con varios cacerolazos masivos. Se trata de una característica, por un lado, estructural de la política argentina y, por otro, estructural en el núcleo de Cambiemos, cuya identidad más sentida es el antikirchnerismo y el antiperonismo. Lo novedoso es que ese sector, identificado con las clases más pudientes del país, no tenía en su repertorio práctico habitual un uso extensivo de la protesta en el espacio público como ahora.
—¿Por qué ahora esta apuesta extensiva a la protesta callejera?
—A los sectores más duros que apoyan al macrismo les está costando asimilar dos elementos. Primero, la derrota de 2019. Hay una frustración muy grande. Recordemos que [Mauricio] Macri estuvo construyendo su llegada a la presidencia desde 2003. Son 12 años de trabajo: armar un partido, ganar la ciudad de Buenos Aires, gobernar, construir una alianza con la Unión Cívica Radical [UCR], ganar las presidenciales. Para sus seguidores, esto representó una enorme esperanza. El macrismo reagrupó al antiperonismo clásico, que después de la implosión de la UCR, en 2001, se quedó sin partido. Cuando ganó, su aspiración era demostrar que el peronismo era una patología, un modo totalmente equivocado de ver la política, y que se iba a inaugurar una nueva era en Argentina. Este sueño se vio frustrado en tan sólo cuatro años. No sólo eso, sino que volvió a ganar un peronismo que llevaba en la boleta a Cristina Fernández de Kirchner, que para ese sector es anatema. Todo esto es visto por algunas personas no sólo como una derrota electoral –algo que tarde temprano les sucede a todos en una democracia–, sino como una transgresión inaceptable del orden de las cosas. Por otro lado, hay una apuesta a generarle al gobierno un ruido permanente. En Argentina la mayoría de los medios son abiertamente opositores, lo que le dificulta al oficialismo presentar su agenda y tener una actitud proactiva en los debates. Por último –y acá sí se puede pensar que hay un factor de radicalización–, hay un conjunto de actores –no todos en el macrismo, pero sí algunos que se identifican con él– que miran a la región con esperanza. Es decir, si Lenín Moreno rompió con [Rafael] Correa y hoy le impide participar en las elecciones, si se forzaron los juicios políticos contra Dilma Rousseff y Fernando Lugo, si se logró sacar del poder a Evo Morales, hay lugar para tener esperanza en que una crisis de gobernabilidad fuerce la salida de Alberto Fernández. No mañana, pero si se agudizara la situación actual, si no mejorara la economía…
—¿Cómo está afectando ese clima regional a las bases sociales del macrismo?
—Hay un poco de todo. Es un fenómeno de la región y del mundo. Estamos en un momento en el que, en lo cultural, pareciera que es mucho más hegemónica la derecha, aun en aquellos países donde gobierna la izquierda o la centroizquierda. Esos gobiernos están a la defensiva, y la discusión, la agenda, el espíritu de época parece ponerlo la derecha. En el caso específico de Latinoamérica, hay un proceso que me preocupa: la desafección de las elites con la democracia. Desde la década del 80 la inmensa mayoría de los sectores sociales pasó a opinar que la democracia era la mejor forma de gobierno. Hoy, si analizás las encuestas de nuestros países, ves un aumento de la gente que dice lo contrario, y esa desafección con la democracia es más pronunciada en las clases más ricas. Esto es preocupante. Cuando las elites latinoamericanas se desencantan de la democracia, dada la desproporcionada cantidad de recursos que tienen, se producen problemas. Hoy en la región hay tres expresidentes democráticos –de partidos mayoritarios– proscritos. Hacía muchas décadas que no se daba esta situación. En Argentina y Uruguay tenemos mucha más estabilidad, pero ciertos consensos democráticos parecen estar en proceso de erosionarse.
—Hay una interna interesante en el macrismo: por un lado, aparece el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, con un tono más dialogante con el gobierno nacional; por otro, la exministra de Seguridad Patricia Bullrich y el propio Macri, que estos días publicó una carta en La Nación con un tono bastante llamativo para alguien que se autodefine como liberal.
—Cambiemos tiene un problema muy claro: su dirigente con mejor imagen es, por lejos, Rodríguez Larreta. Tiene territorio, recursos, buena imagen, más del 70 por ciento de aprobación y, desde todo punto de vista, es el mejor posicionado para ser el próximo candidato a la presidencia por ese sector. Además, no tiene posibilidad de otro mandato en la ciudad: tiene que salir para arriba. Sin embargo, Juntos por el Cambio –o Cambiemos o PRO [Propuesta Republicana], como se le quiera llamar– es un espacio creado a la medida de Macri. Y está bastante claro que él entiende que ese es su partido. Todavía tiene sus activos: es la primera persona que le ganó al peronismo sin ser radical y parte de la clase empresarial sigue apostando por él. Pero tiene un problema: de todos los dirigente políticos nacionales, hoy es el que tiene la peor imagen en las encuestas. En tanto y en cuanto Cambiemos no es una fuerza que haya existido como partido separado de Macri, no tiene procedimientos para resolver este conflicto con Rodriguez Larreta. Pienso que va a depender de si Macri decide correrse de su lugar, como en su momento hizo Cristina Fernández de Kirchner con la candidatura de Alberto Fernández. Lo cierto es que los últimos signos que ha dado Macri, como la carta que publicó en La Nación esta semana, no dan la sensación de que se vaya a correr.
—Esta disputa entre Macri y Rodríguez Larreta, ¿es sólo de liderazgos o también ideológica?
—Macri y Bullrich apuestan a erosionar al gobierno lo más rápido posible y, si se puede, a que se produzca algún tipo de crisis de gobernabilidad. En Argentina conocemos este tipo de crisis: la del 89, la de 2001. Sabemos que puede ocurrir. Rodríguez Larreta tiene un estilo más moderado. En estos cinco años al frente de la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, ha elegido no escenificar grandes conflictos. Pero también es cierto que su colaboración con el gobierno nacional se da en el contexto de la pandemia. No esperaría que esto continuara en el futuro. Tanto los votantes de Cambiemos como sus dirigentes quieren que se pelee con el kirchnerismo. Todo lo otro pasa a segundo plano: la gestión, los programas de gobierno… Algo así podría fortalecerlo si quisiera construir una relación personal con los votantes de Cambiemos. Y no sólo con ellos, sino también con los stakeholders de la coalición: los grupos empresariales. Creo que el Larreta moderado funciona hoy, pero, a medida que nos acerquemos a 2023, esa moderación irá disminuyendo.
—Las movilizaciones de la derecha coincidieron la semana pasada con un motín policial impulsado por la Policía de la provincia de Buenos Aires. ¿Qué rol jugó este motín en la dinámica política argentina?
—Las Policías hoy por hoy son uno de los principales factores de inestabilidad en toda Latinoamérica, como hace 40 años lo eran las Fuerzas Armadas. Las Policías son muy grandes, han crecido mucho, están socializadas en la violencia. La Bonaerense tiene más efectivos que el Ejército y es la fuerza con armas más grande del país. Estas Policías son muy grandes, pero, al mismo tiempo, están mal pagadas y no están prestigiadas ni legitimadas. Son una parte central del Estado, pero este reniega un poco de ellas, entonces hay conflictos. Hay cosas preocupantes del episodio de la semana pasada, especialmente la decisión de llevar este reclamo a la Quinta de Olivos –la residencia del presidente–, cuando, en realidad, el jefe de la Policía de Buenos Aires es el gobernador de la provincia. Es la primera vez desde 1990 que una fuerza armada lleva una protesta a donde está el presidente, con la diferencia de que aquella vez los militares sublevados no llegaron siquiera a la Casa Rosada. Segundo, es interesante ver que la política antes se centraba en la Plaza de Mayo, en la Plaza del Congreso. Ahora hay una tendencia en la derecha de la región –y también en la española– de ir a protestar a las casas particulares de las figuras políticas. Este es un umbral que no se había cruzado previamente. Tercero, Macri, como líder de la oposición, nunca condenó esta protesta armada. Hay que tener en cuenta que en los discursos policiales se mezclaba la reivindicación salarial con temas políticos, con insatisfacciones con el gobierno. Este episodio terminó sin representar un riesgo para la democracia argentina, pero sería muy preocupante que se repitiera o que las Policías intentaran configurarse como actores políticos a nivel nacional.
—Parte de la izquierda y del progresismo le cuestionó al gobierno la forma en que resolvió la crisis: le dio a la Policía lo que pedía en pleno amotinamiento. ¿No sienta esto un precedente un poco peligroso?
—Puede ser. Habría sido preferible una reacción más decidida con respecto a los policías que se manifestaron en la Quinta de Olivos. Recordemos que el peligro de las amenazas militares a la democracia argentina se terminó en 1990, cuando Carlos Menem resolvió reprimir militarmente la última asonada carapintada. Es importante que el sistema político en su conjunto dé una señal muy fuerte de que cualquier persona que, usando armamento, presione a una autoridad civil será castigada. También es cierto que se trata de policías muy mal pagados y que con la pandemia se terminó parte de los ingresos adicionales con los que complementaban su salario. No está mal que se hagan las mejoras que decidió el gobierno, pero sería interesante saber cuáles son las medidas que se van a tomar contra las personas que se movilizaron. El gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, dijo que no iba a haber represalias. Tal vez debería haberlas.
-¿La permanencia de figuras como Sergio Berni en el gabinete provincial y la forma en que se resolvió la crisis policial son intentos del gobierno por atajar la sensibilidad de derecha que se manifiesta en la calle?
-Es probable. También es cierto que ni este gobierno ni los del kirchnerismo llevaron adelante políticas de seguridad que fueran muy de izquierda. Puede que haya un intento estratégico de captar ese voto más de derecha tradicional peronista, pero también tiene que ver con aspectos ideológicos a la hora de manejar el tema de la seguridad.
Este gobierno está convencido de que tiene que ofrecer una serie de lineamientos basados en el orden social. Esto lo vimos en los casos recientes de tomas de tierras o en la intervención del gobierno en el conflicto mapuche en el lago Mascardi. Allí el gobierno ha dicho «está bien, somos un gobierno de centroizquierda, pero estos son nuestros límites», algo que incluso ha provocado protestas dentro de la coalición oficialista. Será interesante seguir con atención cómo evoluciona este tema en los próximos meses.