La historia de Vladimir Roslik, el médico de San Javier asesinado en el cuartel de Fray Bentos en abril de 1984, cuando ya rodaban los últimos meses de la dictadura militar, ha sido evocada innumerables veces en los 33 años transcurridos desde entonces. Este documental dirigido por Julián Goyoaga (véase entrevista en el número anterior de Brecha) vuelve sobre Roslik, su vida y su muerte, pero su foco esencial es lo que pasó después, lo que sigue pasando ahora, y los lazos de ese después y ese ahora con el crimen de 1984. El protagonismo corresponde aquí a María Cristina Zavalkin (Mary), la viuda de Roslik, y a su lado, en un tratamiento temporal que sucede ante los ojos del espectador, a Valery, que sólo tenía cuatro meses cuando mataron a su padre y empieza a recibir la “mochila” que cargó su madre durante todos estos años.
La película va a San Javier, muestra sus calles, su placita de juegos (bautizada en honor a Roslik), entra al centro cultural Máximo Gorki, donde los chicos siguen aprendiendo danzas rusas, al hogar de ancianos Valodia (apodo familiar de Vladimir), a la fundación Roslik; sigue a Mary en sus andanzas por el pueblo, en sus actividades de siempre y en otras, excepcionales, cuando se postuló para el cargo de alcaldesa. Los sucesos del pasado, además de material de archivo y entrevistas a periodistas –por un lado Roy Berocay y Roger Rodríguez, por otro Manuel Flores Silva, Juan Miguel Petit y Alejandro Bluth, periodistas en el semanario Jaque, que jugó un papel relevante en el esclarecimiento del “caso Roslik”–, son reconstruidos mediante tramos de animación, a cargo de Alfredo Sodergit, un recurso que trae la sorpresa y la oscuridad de aquellos sucesos a la vez con gran intensidad y con el distanciamiento que instala la animación; como un cuento, un cuento terrible. Hablan algunos que vivieron de cerca los hechos que culminaron en la muerte de Roslik, entre ellos dos hombres que en ese entonces eran poco más que adolescentes y también fueron presos, y un tercero, Roman Klivzov, en aquella época director del liceo, un testigo privilegiado por su cercanía a Roslik, cuyas palabras tienen tanto de relato como de reflexión. Emerge de toda esa vivencia y todos esos testimonios la sensación (¿certeza?) de que lo que le pasó a San Javier tiene que ver con sus orígenes. Que ser ruso o hijo o nieto de rusos fue, para la dictadura uruguaya –inmersa en los códigos de una Guerra “Fría” de la que se erigió como uno de sus últimos capítulos–, una contundente prueba de subversión. Que las “caras sospechosamente rusas”, los apellidos raros, las danzas del centro Gorki, el título de medicina obtenido en la Universidad Patricio Lumumba, de Moscú, condenaron al pueblo.
Pero, como se dijo, el centro de la película no es el pasado, aunque éste sea su disparador. La vida siguió, y el documental da cuenta de cómo siguió para esta mujer que a los 30 años vio cambiado su destino, que de esposa, madre y ama de casa tuvo que pasar a ser militante y activista, hacerse cargo de un hogar mutilado, de la memoria de Vladimir, de la búsqueda de una justicia que aún no llega. Asimismo, en ese devenir queda claro que la herida que sufrió San Javier no es sólo un asunto pasado. La intervención en un programa de radio de una mujer que habla de “que por algo fue” –y dice otras cosas aun peores–, ilustra lo que afirman algunos de quienes hablan en el documental, y que se deduce de otras instancias ahí mostradas: que una zanja recorre ese pueblo antes tan unido, poniendo a algunos de un lado y a otros de otro. Hubo una herencia –étnica, cultural– que se volvió contra una comunidad. Con la misma, más la propia, íntima y dolorosa, una mujer y su hijo construyen una vida que sin abjurar de la memoria comporta también –así lo muestra la película– la serenidad y la alegría. Ese dejar fluir la vida con sus contradicciones le da a este documental su riqueza, su diáfana contundencia.