Durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, un objetor de conciencia llamado Desmond Doss (Andrew Garfield) se enrola en el ejército con el propósito de servir a su país como parte de los equipos médicos y así poder salvar a sus camaradas heridos, pero sin disparar un tiro o siquiera empuñar un arma. Tal el tema –rescate de una historia real– de esta película,1 que marca el retorno de Mel Gibson a la dirección, diez años después de Apocalypto, 12 desde La pasión de Cristo, y aprovechando la década para echarse una pésima fama de alcohólico, homófobo y otras cosas mal vistas. Hasta el último hombre confirma los aspectos que el carismático actor y controvertido personaje venía demostrando ya desde Corazón valiente (1995), su segunda película como director y un gran triunfo a todos los niveles. La decidida apuesta a la épica, con grandes dosis de violencia extrema, el diseño de personajes de una sola pieza, con escaso lugar para matices, un marcado sentido religioso y, en lo tocante a las relaciones humanas, un tratamiento que, abrevando en la tradición hollywoodense más extendida, roza lo pueril.
Esta película se divide en tres segmentos narrativos bien diferenciados. La niñez de Desmond, con un hermano, una madre sufrida y un padre (Hugo Weaving) traumado por lo vivido en la Primera Guerra Mundial, alcohólico y violento; el entrenamiento con el que será su escuadrón y donde, en razón de su opción pacifista, sufre todo tipo de maltrato y humillaciones, sobre todo de su sargento (Vince Vaughn); y el apogeo de la vida del protagonista y de la película: la lucha contra los japoneses en Hacksaw Ridge. Y durante ésta, ese ataque de locura salvacionista que mantiene a Desmond en pie cuando todos sus camaradas han caído o se han retirado, mientras él venda, aplica morfina, anima, abraza, y ayuda, empuja y rescata como puede a decenas de hombres –hasta a un japonés–, en medio de una atmósfera infernal de fuego y muerte. Es en esas secuencias donde la película alcanza sus reales momentos de grandeza, ya que sus limitaciones conceptuales y dramáticas parecen quedar sepultadas por el brutal impacto visual. Enfrentado el espectador a las manifestaciones más chocantes de la violencia –rostros quemados, vísceras a la vista, cuerpos por la mitad, ratas devorando un cadáver–, con un incesante disparo de imágenes mortíferas que subrayan hasta el delirio que así es la guerra, se le hace fácil olvidar la fragilidad del entramado narrativo que da lugar a esa peculiar epopeya de Desmond. Tal el poder de la metralla, de los cuerpos confundidos en corridas o fosas, o estallando en el aire, o convertidos en antorchas vivas. Hay que reconocer que, si exceptuamos las tripas y las ratas, lo que consigue Gibson en las escenas bélicas –merced a movimientos perfectamente orquestados, una fotografía de tintes expresionistas y un montaje frenético que combina eficazmente lo general con lo particular– es realmente notable, y hay que retroceder a Rescatando al soldado Ryan (Spielberg, 1998) para encontrar algo tan fuerte. Pero la sustancia de la historia, lo que la motiva, es ese muchacho lleno de fe, y lo que presenta el filme es el retrato de un héroe de una sola pieza, de una pureza inverosímil, que no duda ni retrocede, un ethos compacto que contrasta con el rostro infantil y algo bobalicón de Garfield. Queda la sensación de haber visto una película como las de antes, las de los buenos contra los malos y su discurso edificante y enaltecedor, pero vestida con las posibilidades tecnológicas de hoy. Y no hay que descartar, recordando las reacciones judías ante el retrato de sus ancestros en La pasión de Cristo, que los japoneses puedan presentar quejas por cómo son presentadas sus imperiales tropas en esta película.