Héroes sin capa - Semanario Brecha
Las bibliotecas y sus guardianes

Héroes sin capa

Un día uno se da cuenta de que la asociación que reúne a los bibliotecólogos de nuestro país cumple 80 años –y de pronto su acrónimo, ABU, calza con su longevidad– y empieza a hacer memoria de todas aquellas bibliotecas que frecuentó y de aquellos que nos atendieron, orientaron y aconsejaron. Entonces vuelve a la biblioteca de la escuela, la del liceo y la de la facultad, la del Palacio Legislativo, la del Anglo, la de la Alianza Francesa o la Artigas Washington. Y cuando se está a punto de entrar a la Biblioteca Nacional, le avisan que está cerrada.

Fotograma de Storm Center (El ojo de la tempestad, 1956), con Bette Davis

Pero esta nota no es sobre políticas públicas, es sobre el amor a las bibliotecas y sus guardianes y así seguirá, porque sería triste que se celebraran los 80 años de la asociación que los nuclea hablando de bibliotecas cerradas. Ahora que lo pienso, mi primer oficio fue ese: bibliotecaria del salón de clase de segundo B en la Escuela Panamá. Iba por los bancos y le ofrecía un libro a cada niño. Luego, me fui llevando uno a uno todos los libros de la biblioteca a mi casa, porque circulaban tanto que había que forrarlos. Mi madre ensayó una débil queja: «¿Y yo qué culpa tengo?», dijo, más una afirmación que una pregunta. Sería ella quien pagaría mi temprano amor por las bibliotecas en forma de metros y más metros de nailon. Muchos años más tarde, compartí casa con un bibliotecario de verdad. Una noche de sábado, una súbita certeza se apoderó de mí y, sentada en el living leyendo alguna revista prestada por la biblioteca que él cuidaba, le dije en voz alta: «Mañana, en la feria de Tristán Narvaja, voy a encontrar Welcome to the Monkey House». No sé de dónde salió eso. Ni siquiera estábamos hablando de Vonnegut. Pero al otro día sucedió: increíblemente, allí estaba, ante mis ojos, el librito de tapas marrones, edición de 1972, en un estante de Ruben. Lo agarré de un manotazo, con miedo de que quedara todavía más magia en el aire y me lo escamoteara algún gnomo o dragón. Pagué rápidamente los 50 pesos y corrí de vuelta al hogar.

Cuando llegué, abrí mi nueva adquisición y encontré la decepción en forma de sello: el de su biblioteca, por lo que no tuve más remedio que caminar los ocho pasos que me separaban de la cocina y devolvérselo al bibliotecario, que todavía no había advertido que se lo habían robado. Así fue que malgasté mi primera y única premonición y aprendí una lección: a veces uno no encuentra para sí, sino para restituir un poco de orden al mundo.

Ustedes se preguntarán por qué estas anécdotas comunes. Y es que con las bibliotecas pasa eso: por ellas pasa la vida cotidiana, pero también pasa la historia.

Por ejemplo, una ingenua pregunta de Richard Nixon de visita en Egipto en 1974 («¿Dónde estaba emplazada la biblioteca de Alejandría?») dio como resultado el nacimiento de otra monumental biblioteca que intentaba emularla. El esfuerzo económico fue tremendo. Irak puso, en solitario, 21 millones de dólares. Francia, por su parte, donó medio millón de libros del total de 8 millones que la biblioteca puede albergar. El resto de la financiación de la inmensa obra se lo repartieron los países árabes, Estados Unidos y Europa hasta totalizar los 230 millones que costó erigirla. Nixon no llegó a verla, ya que fue eyectado del Despacho Oval dos meses después de hacer la pregunta y del planeta Tierra ocho años antes de que se terminaran las obras. Esta no será la última biblioteca atravesada por la historia: porque si bien el siglo XX puede ser descrito a través de lo que los regímenes hicieron con sus bibliotecas –desde la purga de cualquier material que demostrara la más mínima simpatía por los alemanes o los japoneses en las bibliotecas estadounidenses durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial hasta el saqueo ruso de las bibliotecas alemanas cuando entraron en Berlín–, también sucederá esto en el siglo XXI, como lo demuestran las discusiones que encienden pasiones en mayo de 2025 tanto en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos como en la Biblioteca Nacional de Uruguay.

En su avance sobre la Unión Soviética durante la Segunda Guerra, por ejemplo, los alemanes destruyeron más de 100 millones de libros. Los rusos, a su vez, se llevaron más de 2 millones solo de la biblioteca pública de Berlín. Más atrás en la historia, las bibliotecas fueron fundamentales para la revolución bolchevique. Y es que, aunque es común que se cite el interés de Lenin por el cine como herramienta, los libreos no quedaban atrás. Tras la toma del Palacio de Invierno, en 1917, se dirigió al comisario de Educación diciendo: «Hay que prestar atención a las bibliotecas en primera instancia. Debemos tomar de los países burgueses progresistas los métodos para hacer que los libros estén profusamente disponibles para las masas cuanto antes, a lo largo y ancho de Rusia, en la mayor cantidad posible […]. Debemos darles alas a los libros y multiplicar su circulación, de lo contrario podemos llegar a tener una hambruna de libros».1

NO PASARÁN

Cuando, tras los ataques a las Torres Gemelas, el gobierno de Bush insistía en que se debía invadir Irak, Francia se opuso. En aquel entonces, los legisladores hicieron una puerilidad significativa: les cambiaron el nombre a las papas fritas, que pasaron de llamarse french fries a listarse en los menús de las cafeterías del Congreso como freedom fries. No era una medida nueva: lo mismo había pasado con los frankfurters y el sauerkraut (renombrados creativamente liberty sausage y liberty cabbage) en la Primera Guerra.2 Hoy, en un momento histórico en el que los viejos aliados europeos y estadounidenses vuelven a enfrentarse, bien vale recordar que en 2001 no solo les cambiaron el nombre a las papas fritas, sino que pergeñaron el Patriot Act. Seguramente sean los bibliotecarios los únicos que no lo olvidan. En junio se cumplen diez años de la derogación de la sección 215 del Patriot Act, que entre 2001 y 2015 obligó a los bibliotecarios a entregar los registros de lectura de los usuarios de las bibliotecas en caso de ser requeridos por el FBI. De modo que los guardianes de los libros pusieron un cartel: «Este mes el FBI no anduvo por aquí (preste atención a si este cartel es retirado)». ¿Hay algo más resistente que un bibliotecario?

El mes pasado el gobierno de Donald Trump despidió a la doctora Carla Hayden, directora de la Biblioteca del Congreso, la primera mujer negra en ocupar dicho cargo y, siendo francos, la primera profesional en bibliotecología de cualquier raza o género en ocupar ese cargo en 60 años. La echaron porque el gobierno de Trump está en desacuerdo con las políticas de diversidad, equidad e inclusión que la doctora Hayden implementó en la biblioteca, pero también probablemente por haber sido la voz principal de la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos en contra del Patriot Act. Hayden fue nombrada Mujer del Año en 2003 y recibió la noticia con incredulidad: «¿Están seguros? ¿Una bibliotecóloga?». Cuando la entrevistaron a raíz de esta distinción, dijo: «Las bibliotecas son una piedra angular de la democracia, donde la información es gratuita y está disponible para todos por igual. La gente tiende a dar eso por sentado y no se da cuenta de lo que está en juego cuando se pone en riesgo». Y agregaba que el estereotipo de las mujeres bibliotecarias había cambiado desde fines del siglo XIX, cuando se las consideraba aptas para ese trabajo por tener paciencia, por su propensión a los rituales repetitivos, por poder estar sentadas un montón de tiempo y por no causar problemas. «En estos días vemos la evolución desde aquel estereotipo de mujeres y hombres. Somos activistas, comprometidos con los aspectos sociales del trabajo en las bibliotecas. Ahora somos luchadores por la libertad y causamos problemas. Y ya no nos quedamos sentados quietos.»3

Aprovechemos, entonces, que de pronto parece haber miles de personas interesadas en las bibliotecas y los bibliotecólogos para decir esto: la asociación que los nuclea cumple 80 años y en Cinemateca hay un ciclo de películas que los celebra. Pueden ir hoy a ver la impresionante Ex Libris: la biblioteca pública de Nueva York, en la que queda cristalinamente clara la función social que cumplen estas instituciones, o mañana, a rever El nombre de la rosa. Pero mejor aún, pueden comprar una entrada a beneficio de la ABU44 para la función del domingo de La biblioteca (The Public) y aprovechar para agradecerles en persona por la ayuda y la orientación que nos brindaron siempre, pero también por su sostenido compromiso con la libertad.

  1. Tesis de maestría Lectores adultos en la Unión Soviética, Jennifer Jane Brine, Universidad de Birmingham, 1986, pág. 8. ↩︎
  2. Muchos datos de esta nota (la pregunta de Nixon, los millones de libros destruidos por los alemanes en la Unión Soviética y la anécdota de los frankfurters) fueron tomados del libro The Library: A Fragile History, de Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen. Profile Books, Reino Unido, 2021. ↩︎
  3. Ms. Magazine, Women of the Year, 2003. Consultado en Internet Archive Wayback Machine. ↩︎
  4. Mandar un mail a asociaciondebibliotecologos@gmail.com o llamar al teléfono que aparece en su web, www.abu.net.uy. ↩︎

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