Historia de un dictador NN - Semanario Brecha
La biografía de Jorge Rafael Videla

Historia de un dictador NN

El principio, desarrollo y caída de la dictadura argentina se narran a través de la vida de Videla, el dictador que va a misa y cumple escrupulosamente el reglamento: también el del horror. Un libro que logró lo que no pudieron antes jueces ni periodistas, la confesión de la “solución final” que decidió la suerte de miles de desaparecidos.

“PONGAMOS UN NÚMERO, pongamos cinco mil. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil. No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en esto. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero, ¿qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, en seguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo.” Así dijo Jorge Rafael Videla en su departamento del barrio de
Belgrano, donde cumple arresto domiciliario por la sustracción de identidad y el robo de bebés en las instalaciones militares de Campo de Mayo. Se lo dijo a un periodista que lo entrevistó en tres oportunidades para la investigación llevada adelante por María Seoane y Vicente Muleiro, autores del libro El dictador, que a dos meses de su aparición lleva cuatro ediciones y 50 mil ejemplares vendidos en Argentina.
Las declaraciones que durante decenas de años no consiguieron arrancarle cientos de periodistas, políticos, fiscales y jueces en una larga serie de audiencias y tribunales, las consiguieron este libro y la vejez. Sus palabras recorrieron las agencias noticiosas del mundo entero.
A los 75 años Videla es un hombre que se levanta temprano, desayuna, hace gimnasia de aparatos, luego tiende la cama, lee el diario, almuerza y duerme una siesta. Merienda por la tarde, se sienta a responder algunas cartas, por la noche ve alguna película en el televisor y vuelve a acostarse. “Es el tipo de persona que si se le prohíbe salir fuera del hogar –aseguró su hijo Jorge Horacio–, por las dudas no va a salir ni al balcón; más aun, va a dejar una franja de varios centímetros antes de la puerta sin pisar para no incurrir en el riesgo de incumplimiento.” Le ha dicho Videla a las autoridades que no deben preocuparse, es “una persona de escasa vida social”, “no me aburro de estar en mi casa, ni me canso de no hacer nada”. Sólo lamenta no poder ir a misa los domingos, aunque sigue la ceremonia por televisión y lo visita un sacerdote.
Mientras estuvo recluido en un chalé del penal de Magdalena, después del juicio a las juntas militares que promovió el gobierno de Alfonsín, tuvo en sus manos la llave de una puerta que lo conducía a la ruta y a la libertad. En los seis años que mediaron hasta el indulto ofrecido por Menem, jamás la usó. Videla es un hombre aferrado a los reglamentos. Aparte de eso, carga encima los crímenes más aberrantes de la historia argentina.

“EL QUE NO SALTA ES UN HOLANDÉS.” El libro de Seoane y Muleiro, dos periodistas y escritores de reconocida trayectoria profesional, reúne la doble virtud de hacer pública la vida de Videla por primera vez y de narrar en forma pormenorizada el nacimiento, desarrollo y caída de la dictadura militar que gobernó a la Argentina durante ocho años, cuyas consecuencias alcanzan la severa crisis de la actualidad. Sus fuentes, además del diálogo al que accedió el exdictador: más de ochenta entrevistas a diversas personas allegadas, un largo centenar de informes de la embajada estadounidense, desclasificados por el gobierno de Estados Unidos, una nutrida lista de libros y documentos, integrados a un anexo.
Muchos secretos del régimen militar se descubren y jerarquizan en esta suma informativa de referencia ineludible. Hay que oír a Isabel Perón al borde de la histeria, el ridículo y el espanto, defender la institucionalidad democrática ante el asedio de los generales; conocer hasta qué grado la caza de comunistas llevada adelante por la Triple A exasperaba a los militares; ver desplegarse las intrigas de poder que enfrentaron al almirante Massera con Videla a lo largo del régimen y aun después.
La abrumadora información recoge la duplicidad de un régimen represivo que llegó a instalar 610 campos de concentración en un país cuadriculado en zonas militares, donde fueron martirizadas decenas de miles de personas. No fueron a las cámaras de gas. Varios miles fueron arrojados desde aviones a las aguas del Río de la Plata días antes de que los argentinos vivieran su día de gloria en el Mundial de Fútbol del 78. Curioso dato: Argentina gritó con frenético orgullo “el que no salta es un holandés”, desconociendo que aquella selección chivada había ido a saludar a las Madres de Plaza de Mayo, por entonces mordidas con no menos ferocidad por el régimen.

Videla, Massera, Agosti, que se repartían el poder en un 33 por ciento para compartir responsabilidades y excusas, inventaron una “solución final” que luego exportarían a Centroamérica: la creación de fantasmas
jurídicos “que no tienen entidad –dijo Videla en una de las entrevistas–, no están ni vivos ni muertos, son desaparecidos”. Fueron alentados, juzgados por esto, y luego indultados, en las tres instancias con la complicidad de la Iglesia, empresarios, embajadores y civiles.
Hallará el lector de El dictador los motivos, las tensiones, los testimonios y un detallado retrato de la densa complejidad de los años que demolieron a Argentina, narrados con un tono periodístico que por momentos cobra una espesura algo agobiante y en otros, sin forzar la información, aliento novelístico.

EL MILITAR INVISIBLE. El hombre que camina por su pequeño departamento de Belgrano, encerrado sin sufrimiento, asegura que a lo largo de su vida cumplió con la Iglesia, el ejército y la patria. Desde que regresó la democracia ha padecido la condena y el tormento de los tribunales, incontables veces le han gritado a la cara:
“asesino”, ha debido escapar de multitudes, lugares públicos, paseos distraídos en los que fue interpelado y humillado. A partir de julio de 1998 su arresto domiciliario lo liberó de esas violentas experiencias.
Perteneciente a una antigua familia militar de la provincia de San Luis, desde niño lo distinguió su opacidad. El padre lo crió al lado de su cuartel en la bonaerense localidad de Mercedes. Quería que se hiciera médico, pero salió militar. Cargó, desde el inicio, una severa educación religiosa y dos muertos: sus hermanos Jorge y Rafael, fallecidos a temprana edad y a quienes nunca vio ni vivos ni muertos, le dieron su nombre de pila.
Sus compañeros de escuela, los del colegio religioso, los del liceo militar y los de su larga carrera castrense que lo condujo al grado de teniente general, deben forzar la memoria para hallar una anécdota de
Videla en cualquiera de esas etapas. Estaba ahí, sin embargo, “debía estar ahí”, siempre aplicado, correcto, obediente, disciplinado, sin agresividad, sin generosidad, sin picardía ni coraje, ni otra habilidad que sacar el cuerpo a las situaciones comprometidas, sin definiciones políticas, dispuesto a servir, a trabajar, a despedir a Lanusse en su calidad de director del Colegio Militar, aunque Lanusse ya estuviera con su helicóptero en el cielo y al mirar por la ventanilla le comentara a un periodista: “¡Mire qué pelotudo! Vamos a llegar hasta las nubes y va a seguir haciendo la venia!”.
Su foja de servicios en el ejército es intachable, y así el comportamiento en su vida familiar, en sus servicios como monaguillo, en su asistencia devota a las parroquias donde la familia Videla consoló el dolor de su fatal secuela de muertos jóvenes, incluida la de una hermana, la de su hijo oligofrénico que alguna vez asistieron las monjas francesas desaparecidas durante su gobierno.
No se enriqueció en el poder, como lo hicieron los militares que lo acompañaban, ni respondió al ruego de parientes y amigos que acudieron a pedirle por hijos o allegados desaparecidos. Los recibía con un
rosario en la mano, rezaba por sus almas, pero decía que nada podía hacer.
Su biografía dibuja la vida de un abanderado de los reglamentos que transgredió todas las leyes y llevó el horror humano a un límite aberrante en nombre de Dios y el ejército, al que considera la última reserva de la patria, como acaban de sostener sus pares uruguayos.
Revés de Adolf Hitler, mandó matar por la paz, mandó torturar los cuerpos por la salvación del espíritu, mandó desaparecer por ausencia de fervor. Es, tal vez, la mayor expresión criminal que ha engendrado la pasión de Cristo y la burocracia disciplinaria en el siglo XX.
La complejidad de la figura de Videla, que el libro despliega en una barrosa duplicidad de conductas, encierra un desafío para la psicología y la lógica de la razón. Como el misterio de la Trinidad su duplicidad es, al mismo tiempo, una. Hay disimulo y ocultación, pero no el cinismo de una conciencia que ríe del engaño. Si se adueña del cuerpo escamoteado, lo hace sujeto a una fe que invierte los roles y le permite verse a sí mismo en el lugar del sacrificado, alguien que sembró el terror como un acto de servicio.

En ocasiones el tiempo crea un espejo insospechado. Esta biografía permite entender, en su entrelínea, que el hombre que inventó la figura de los desaparecidos fue, desde su origen, un NN. Uno con los hermanos muertos que usurparon su nombre y lo dejaron innominado, invisible en su secreto pacto con lo que no está vivo ni del todo muerto. “Si se dan por muertos, en seguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo.” Los desapareció y se desapareció a sí mismo. Ya lo había hecho, sabía que funcionaba.

*El dictador. La historia secreta y pública de Jorge Rafael Videla, de María Seoane y Vicente Muleiro. Sudamericana, 2001, 639 páginas.

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