No hace mucho, la cinta francoisraelí El otro hijo, dirigida por Lorraine Levy, se ocupaba de lo que le sucede a una familia judía y una familia palestina cuando se enteran que sus hijos fueron cambiados al nacer. Las connotaciones culturales y políticas, además de las afectivas y personales, de tal extremo no aparecen en este filme* de Hirokazu Kore-eda, el cineasta japonés cuya mirada indagadora sobre las familias, esa organización primaria tan útil como, en ocasiones, opresiva, ya se manifestaba en películas como After Life (1999), Nadie sabe (2004) y Un día en familia (2008). Pero un intercambio de bebés es cosa seria, sobre todo si llega cuando los niños ya tienen seis años y son parte constitutiva, carnal, emocional, de una familia determinada. Es lo que les sucede al joven y exitoso arquitecto Ryota (Masaharu Fukuyama) y su esposa Midori (Machico Ono) cuando son informados por las autoridades del hospital donde nació su hijo Keita de que éste es en realidad hijo biológico de un señor Yudai y una señora Yukari, que a su vez crían como propio al niño de ellos. ¿Puede cesar por decreto –biológico y legal– el amor que un padre y una madre han sentido y visto crecer por el niño que creyeron propio? ¿Pueden no dejar de inquietarse, y amar también al que ahora saben que nació de ellos? Eso por no hablar de las diferencias entre una familia y otra. Ryota y su esposa son esa clase de personas inmersas en la modernidad, en su estilo de vida, en sus ambiciones –al menos las del hombre–, en su manera de encarar la vida y la vida de su hijo. Al comenzar la película vemos al pequeño Keita, formalito y vestido de traje, frente a un tribunal que decidirá si es aceptado o no en un colegio privado. Más tarde, en el moderno y despojado departamento donde viven, se verá cómo el niño busca la aprobación del padre, dejando de jugar para estudiar piano, por ejemplo. Hasta ahí, cuando no sabemos nada del intercambio de bebés, queda clarísimo para el espectador que allí se cumple “de tal padre, tal hijo”.
Y lo mismo sucede con el niño criado por Yudai y Yukari: juguetón, activo, revoltoso, es el vástago natural de una familia de clase media baja –el padre tiene un pequeño negocio–, en la que hay otros hijos y una confianza descontracturada y cómplice entre niños y adultos. Podría decirse que mientras un niño es meticulosamente preparado para una vida rigurosa y disciplinada, el otro simplemente vive su infancia con libertad y calidez.
El conflicto es entonces vivido por las dos familias, pero el centro dramático indudablemente se centra en Ryota. Él es el sujeto de la modernidad, la cara de un Japón productivo, competitivo, exigente, el que cree “tener la razón” en su estilo de vida, y por lo tanto, el que resulta herido a fondo no sólo en su instinto paternal sino en la confrontación de todo lo que cree. Sin mediar discursos, Kore-eda despliega los recovecos de un asunto que podría volcarse fácilmente al melodrama, con una depurada contención de estilo y el apunte de detalles que sutilmente –incluyendo el humor– van señalando que esa historia de familias es una historia de pérdidas y de adquisiciones, de sumas y restas, de instinto biológico y afectos naturalmente anclados en la convivencia. Es remarcable cómo el drama adulto no desmerece en este caso el drama infantil. Los niños son el contrapunto más urgente, sus necesidades y sentimientos son los que van señalando un posible derrotero para este entrevero de cartas. Es lo que, sin llegar a la simplificación de un final feliz, va sembrando con notable delicadeza Kore-eda a lo largo de una película reflexiva, en la que lo simple y lo complejo se suceden y se mezclan con naturalidad. Como sucede en cualquier familia.
* Soshite chichi ni Naru. Japón 2013.
https://youtu.be/ueRNImtNKRk