Tanto tiempo ha fantaseado el hombre con el fin del mundo que cualquier pandemia le queda chica. El Apocalipsis bíblico tendría su historieta si no fuera porque a Robert Crumb se le dio por dibujar el Génesis, que es mucho más aburrido. De todas maneras, hay otros ejemplos de los modos que el cómic eligió para imaginar cómo deshacerse del ser humano.
Es sin dudas un tópico de estudiantes de letras perezosos hablar de “raros” cuando quieren explicar algo que se sale de la línea principal en la literatura (y, por extensión, en el cine, la música, la historieta o la talabartería) uruguaya. Pero qué tentador. A estas alturas está meridianamente claro que, en Uruguay, lo raro es la corriente principal. Y es que si no hay ni fama, ni poder, ni dinero, ni cómo venderse, de nada vale copiar fórmulas exitosas, así que cada uno a su aire, haciendo lo que se le da la gana y así sale lo que sale: raro. No por nada existe aquella anécdota de Levrero y el Tola Invernizzi cuando Mario (que se quejaba amargamente de los periodistas tontuelos que insistían en preguntarle por qué su literatura entraba en la categoría de “rara”) escribió su primera novela y se la dio a leer: “Jodete, ahora sos escritor”, le dijo el Tola. Y sí, había que joderse.
Tan raro es lo mainstream y tan mainstream lo raro, que una de las bandas más raras del rock uruguayo de los ochenta –aquella que salía al escenario con sus integrantes vestidos de viejas cuando Kurt Cobain ni soñaba con salir a escena en el festival de Reading de peluca y camisón y en silla de ruedas– se volvió verdaderamente mainstream cuando cometió el error de poner en la tapa de su disco la palabra prohibida: Raro.Ahí fue cuando empezó a perder al integrante más raro del grupo, que se fue a hacer un disco formidable.
El cómic uruguayo es, en esto, bastante parecido a la literatura: en determinado momento hubo una “línea principal” ligada a la historieta histórica, pero de pronto todo se rompió en mil pedazos al punto que, de un tiempo a esta parte, cada historieta es casi una categoría en sí misma. Y ahí entra Dengue, de Santullo y Bergara.
Dengue lleva un prólogo de Ian Watson, guionista de la película de Steven Spielberg Inteligencia artificial, que comienza así: “El mayor peligro que acecha a la raza humana hoy en día es que se desencadene una epidemia, ya sea por una mutación espontánea que da el salto de los animales a los seres humanos, o no tan espontánea, sino provocada por experimentos imprudentes con virus peligrosos en el laboratorio, tal vez destinados a la guerra biológica”. Santullo imaginó que si una epidemia así llegara al Uruguay, sería la transmitida por el mosquito Aedes aegypti, pero la sazonó con otras señales apocalípticas que todavía demasiadas personas pasan por alto, como el cambio climático. “Cuando los cielos se volvieron negros, la única esperanza fue el invierno. Y este no llegó. Las estaciones ya no son lo que eran. Y el calor y la humedad constante transformaron al Río de la Plata en un lugar tan tropical como Managua. Pronto, los cadáveres se amontonaban en las calles. Las nubes de insectos llegaban en oleadas indetenibles, incesantes. Ya nadie salía a la calle, salvo con trajes y en ocasiones inevitables”. Brrr.
Santullo es un guionista que tiene como virtudes principales conocer las reglas, los tics y los tópicos de los géneros más populares y tener la habilidad de combinarlos y pasar de uno a otro en cuatro viñetas. Así, Dengue es fábula apocalíptica, ciencia ficción, policial y relato de terror. El pánico no es sólo por la epidemia, sino porque cuando el infectado es picado por tercera vez se transforma en un ser horripilante. La historieta tiene, además, el trasfondo de las conspiraciones a las que nos tiene acostumbrados el cine cuando la trama involucra laboratorios, corporaciones y otros intereses económicos que tienen que ver con todo lo que rodea a una epidemia –y que en una medida muy estúpidamente mezquina estamos viviendo con la que nos tocó en suerte en la vida real, desde la avivada rastrera de subir los precios de los insumos más esenciales hasta la increíble noticia de que el presidente del país más poderoso del mundo ha tratado de asegurar la vacuna contra el covid-19, que estaría desarrollando un laboratorio alemán, sólo para los Estados Unidos–. “Alemania no está a la venta”, dijo el ministro de Economía alemán. Y es que, como escribió Ian Watson en el prólogo, “no le quepa duda al lector que el capitalismo dará con la manera de sacar beneficios hasta de la epidemia más espantosa”.
¿SERÁ POSIBLE? La historieta latinoamericana más célebre que involucra una “plaga” que mata a los humanos es, sin lugar a dudas, El eternauta.En realidad, la plaga no es tal, en el entendido de que el agente asesino no es un organismo vivo como un virus o un mosquito, sino una “nieve” que se presume radioactiva. Sin embargo, la historieta de Oesterheld es una de las primeras en representar gráficamente un traje Nbq, que sirve para protegerse de un agente nuclear, biológico o químico (de ahí el acrónimo) potencialmente letal en la tierra, tal como nos estamos acostumbrando a ver también en Uruguay. Tal vez se me están escapando ejemplos, pero el primero que recuerdo haber visto en el cine aparece en La hora final (On the Beach, Stanley Kramer, 1959), dos años después de que comenzara a publicarse El eternauta en la revista Hora Cero, aunque en la serie de televisión Adventures of Superman, en un capítulo de 1954 llamado “Superman in Exile”, aparecen unos científicos calzándose sus trajes protectores antes de meterse en una especie de cámara llena de caños de escape de los que salen retroexplosiones y fuego. La historieta de Oesterheld es, por muchos motivos, una de las cimas de la historieta hispanoamericana. La historia escrita por Héctor German Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López es una estupenda aventura épica que retrata con excelencia un escenario de devastación en los márgenes del mundo, la invasión de un formidable ejército extraterrestre resistida por la gente más común y más corriente que pueda imaginarse y con las herramientas de todos los días. Allí radica el heroísmo, en un hombre que se llama Juan Salvo, que sale a enfrentar los copos mortales ataviado con una máscara de buzo y un traje improvisado, buscando comida y herramientas, y avanzando entre los muertos. Pero El Eternauta es también parábola política, cuento de ciencia ficción y artificio metanarrativo. Las lecturas que pueden hacerse de esta obra son, pues, interminables, entre otras cosas por su estructura circular, ya que Juan Salvo regresa justo a tiempo para contar la historia que estamos leyendo y el narrador la dibuja para evitar que se produzca en realidad, y así parar el infinito viaje temporal del eternauta.
VIRUS Y ZOMBIS. Hace tiempo que los zombis se volvieron a poner de moda, probablemente a partir de la franquicia Resident Evil (videojuegos y películas), pero gran parte de la permanencia en boga la tiene la historieta (y luego serie de televisión) Los muertos vivientes. En esta historieta, que nació, en principio, con la idea de homenajear a la película de George Romero, hay un virus de por medio –al igual que en Resident Evil–, pero el guionista Robert Kirkman ha dado versiones contradictorias, ya que ha dicho, primero, que el virus es un ataque biológico para preparar una invasión extraterrestre (lo que la acercaría a El Eternauta), y después que era más bien una “espora espacial”, aunque no le interesaba profundizar en estos aspectos. Como sea, un escenario apocalíptico en el que los enemigos son zombis es siempre un escenario liberado: los zombis ya están muertos, no hay ningún costo moral en hacerlos volar en pedazos; podría decirse que ni siquiera están del todo presentes. Son, bueno, zombis. Otro guionista de historieta que siguió un camino similar pero mucho más extremo fue Garth Ennis. Conocido principalmente por la serie Predicador –que era una especie de western con vampiros que bebía del cine de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, pero con desviaciones místicas–, Ennis, cuyo primer trabajo importante había sido en la serie posapocalíptica Judge Dredd, se descolgó con Crossed, una serie que involucraba unos zombis tan pasados de rosca que, comparados con ellos, los de Los muertos vivientes parecen unas ancianitas bondadosas con las que irse a tomar el té. Los zombis de Ennis, que también se transforman en tales a través de un virus que se contagia por los fluidos corporales, se ven impelidos a poner en práctica sus pensamientos más malvados y no se comportan como muertos vivientes, sino como personas a las que, de pronto, se les da por asesinar a otras de la manera más sangrienta y perversa posible.
El género es vasto y es imposible dar cuenta de todos los ejemplos, aunque hay dos que no deberían pasarse por alto: Y, el último hombre, del guionista Brian K Vaughan y la dibujante Pía Guerra, y Sweet Tooth, del canadiense Jeff Lemire, dos culminaciones de este tipo de historias a las que la realidad mundial actual no hace sino agregarles una verosimilitud escalofriante. Esperemos que si el lector llegara a terminar alguno de estos tomos en medio de la cuarentena y no puede salir a comprar el siguiente, no le baste con mirar por la ventana.