Se estrenó la semana pasada una película1 que muestra el encuentro entre un arte de muy larga historia y grupos de niños de escuelas rurales del país. Un documento de gran vigor y frescura que recupera el placer directo que, pese a la disponibilidad de chiches tecnológicos, sigue emergiendo allí donde convergen un niño y un muñeco que ilustra una historia.
Esta película documental dirigida y producida por Mario Jacob tiene dos protagonistas, grupales, puesto que en ninguno de los casos se trata de individuos. Unos son los integrantes de Cachiporra Artes Escénicas, que son asimismo los miembros de una familia (Ausonia Conde, Javier Perazza, Primavera y Javier Ernesto Perazza) que se dedica al arte de los títeres desde hace 44 años y ha recorrido interpretándolo más de cien festivales en medio mundo. Los otros protagonistas son niños de escuelas rurales seleccionadas después de un largo recorrido por el Interior. El encuentro de unos y otros se dio a través de un programa propuesto para que los niños no sólo vieran y disfrutaran funciones de títeres, sino para que conocieran primero los recursos que comporta este arte y generaran después sus propias historias y sus propios muñecos para contarlas.
Cuando empieza la película vemos a un muñeco que parece de tamaño natural en el líving de una casa, y enseguida a los titiriteros probando posturas para él. Es inquietante porque parece cobrar vida. Es una de las facetas del trabajo de Cachiporra, la de la obra Prometeo, estrenada hace años en el teatro Solís. Su inclusión en la película sirve para que el espectador entienda el carácter y magnitud del trabajo de Cachiporra. El equipo que se presenta en un gran teatro es el mismo que carga sus bártulos en un auto medio viejo y marcha a escuelas rurales donde, de pronto, los espectadores no son más que cuatro. (Todo un tema, el de las escuelitas diseminadas por el territorio uruguayo; este debe de ser el único país que sostiene escuelas en las que puede haber cinco alumnos, dos alumnos, y hasta unas cuantas que funcionan con uno solo.)
La experiencia de Cachiporra en algunas de esas escuelas fue registrada por Jacob y su reducido equipo (director, camarógrafo, sonidista y dos asistentes) con una naturalidad y frescura inusuales. En el documental, se sabe, es posible proponerse encontrar imágenes, pero no se está seguro de obtener aquellas que se desean, y en un documental de este tipo, además, el equipo de realización debe volverse invisible para no interferir con la sucesión de hechos que la cámara debe registrar. Bueno, lo lograron. Ni un solo niño mira al lente, ni uno solo posa; los títeres y los titiriteros absorben su atención, el lazo emocional establecido a uno y otro lado del improvisado telón transcurre como si, además de ellos, allí no hubiera nadie más. Y hay que recalcar el notable trabajo de cámara (Diego Varela) para captar sin interferir, y el de sonido (Daniel Márquez) para recoger voces que emergen de aquí y de allá, que a veces se cruzan, y que se entienda todo.
Los títeres son, se sabe, un arte muy antiguo, y su misma esencia posibilita recurrir a determinados avances técnicos pero con mucha cautela. Esencialmente, lo que miran los niños hoy en una función de títeres no es del todo diferente de lo que miraban los niños de décadas y aun siglos atrás. ¿Cómo entonces niños de hoy –los registros son de 2014, aunque Cachiporra ya había hecho un experiencia similar en los años 2008 y 2009–, niños de ceibalitas, celulares y televisión, se enganchan como los que vemos en la pantalla, participando vivamente en lo que ocurre ante sus ojos?
La respuesta está a la vista. La vivencia directa, la cercanía, la fisicidad de títeres y titiriteros al alcance de la mano, la capacidad de éstos para convocar la simpatía. Es que, así como el hecho de que los integrantes de Cachiporra sean miembros de una familia refuerza esa idea de arte de otros tiempos, porque así se trabajaba y se trasmitía el saber en otros tiempos, la disposición de los niños a involucrarse en un espectáculo que es además una forma de juego también es algo que viene desde lejos, y que se renueva en cada generación. Los miembros de Cachiporra despliegan su asentada sapiencia para contar, cambiar voces, lanzar situaciones que motivan a los niños; los Perazza son una mezcla peculiar de actores, narradores, artistas plásticos, animadores. Se los ve disfrutar a la par de los pequeños, mientras corren de un lado a otro detrás del improvisado escenario y cambian las voces y sus tonos. Las escuelas, al tener tan pocos alumnos –una de ellas tiene solamente cuatro–, inmersas en el campo, con maestras que viven allí o deben trasladarse hasta ellas, con chiquilines de distintas edades conviviendo en el aula y en esa suerte de hogar ampliado, también tienen algo de cosa de otros tiempos, algo sin multitudes, sin masificación. La llegada de visitantes ya de por sí es una fiesta para niños y maestras, y la fiesta se continúa con las interpretaciones de los títeres en el aula. Vendrá luego el enseñarles a los niños el backstage, lo que está detrás del telón, cómo se mueven las manos para que el muñeco haga tal o cual movimiento. El diálogo entre los artistas y los chicos se desliza, fluidamente, hacia la capacidad de creación que tienen éstos, la posibilidad de encontrar historias o inventarlas, y darles vida a su manera con sus propios títeres. Ya en el final se verá que no sólo los niños son buenos espectadores para los títeres. Una fiesta escolar con las familias presentes retrata a una comunidad, con gente de distintas edades, volviendo a esa diversión directa y sencilla que seguramente vivieron hace tiempo, cuando tenían la edad de esos niños que ahora no son sólo espectadores sino actores y creadores.
Los niños llegan a la escuela traídos por algún familiar en auto, o en moto, o solos, cabalgando. Ese detalle proporcionó al equipo una secuencia muy divertida, en la que Primavera, la más joven de los titiriteros, interroga a los niños sobre los caballos y hasta se atreve, una citadina como ella, a subirse a uno y dar por primera vez de esa manera un breve paseo por el campo, ante el entusiasmo y la risa de los niños, porque esa vez son ellos los que enseñan. La forma de trabajar del equipo de realización, su atención al detalle y al conjunto, logra captar imágenes y vivencias de notable espontaneidad, lo que precisaba justamente una película como esta.
La experiencia de Mario Jacob sin duda fue fundamental para lograr la ubicación precisa en este caso. Productor y director desde los tiempos de la Cinemateca del Tercer Mundo –donde codirigió con Eduardo Terra en 1971 La bandera que levantamos–, fundador de Imágenes, con Walter Tournier, es autor, entre otras, de Idea (sobre Idea Vilariño) y Dieste, la conciencia de la forma; y productor, entre otras, de Desde adentro, de Vasco Elola; El Bella Vista, de Alicia Cano; Chico Ferry, de Federico Beltramelli; Niños de cine, de Kiko Márquez, y Los cuentos de don Verídico, dirigida por Tournier. Precisamente, fue en la realización de esta última cuando Jacob conoció el trabajo de Cachiporra. Ayer Jacob fue homenajeado junto a Mario Handler,Walter Tournier y Walter Achugar en la explanada de la Universidad de la República, en un acto que fue la primera exhibición del ciclo “Cine y política” y en el que se proyectaron en formato digital de alta calidad Me gustan los estudiantes (Handler), La bandera que levantamos (Jacob y Terra), En la selva hay mucho por hacer (Tournier), además de fragmentos de archivos fílmicos guardados en el Archivo General de la Universidad (Agu) y Cinemateca Uruguaya.
- Los ilusionistas se proyectará desde hoy hasta el domingo 24 de setiembre a las 19 horas en la sala B del Auditorio Nelly Goitiño del Sodre.