No resulta novedad que muchas mujeres –también hombres– de piel negra de distintos países recurren a productos químicos, incluso peligrosos, para aclararse la piel. La batalla cultural que separa la noción de belleza o de prestigio de la llamada “raza blanca” no ha tenido más que triunfos parciales ligados a determinadas manifestaciones políticas o artísticas de corte reivindicativo o contestatario. El imaginario masivo, el que va de la mano del consumo o del deseo de consumo, el que no se apoya en el cuestionamiento sino en la aceptación de lo instituido, permanece anacrónicamente atado a modelos pretéritos, cuando las colonias prosperaban –es decir, prosperaban los colonizadores.
Quizá por eso está teniendo tanta repercusión en la prensa estadounidense y europea el “caso” de Rachel Dolezal. Nacida en 1977 y hasta hace unos días presidenta de una rama local de la National Association for the Advancement of Colored People (Naacp), Dolezal –de piel morena, pelo muy enrulado y ojos claros, en las fotografías más actuales– declaró durante años ser negra. De pronto, sus propios padres revelaron su origen étnico –checo y alemán–, a la vez que publicaron fotos de Rachel de niña y adolescente, donde se la ve decididamente blanca y rubia.
Hay algunos datos que emergen de la discutida –sus padres desmienten no sólo su origen étnico, sino también algunas vivencias que ella ha relatado– biografía de Rachel Dolezal. Un hecho que no tiene mentís es que tuvo cuatro hermanos adoptivos afroestadounidenses, y que peleó por obtener la custodia del menor de ellos, Izaiah. Según Rachel, Izaiah le dijo que ella era su “verdadera mamá”, y para que eso fuera posible, “definitivamente no puedo ser vista como blanca”. Rachel declaró en la cadena Nbc que comenzó a identificarse como negra más o menos a los 5 años, cuando se dibujaba a sí misma en color marrón y con un cabello bien enrulado. Un dato más bien cruzado es que Dolezal estudió en la Howard University, en Washington, donde la mayoría del alumnado es negro, y ella denunció haber sido discriminada en diversas oportunidades precisamente por ser blanca.
Dolezal se broncea, oscurece y enrula su pelo, pero, de alguna manera más secreta e inexplicable, broncea y oscurece su alma. Se identifica con “la raza negra”, y a luchar por sus derechos ha dedicado buena parte de su vida. Por el ruido de las revelaciones que la ponen como simuladora renunció a su cargo de presidenta local de la Naacp, pero no sin lamentar que “el debate haya dado un giro para centrarse en su identidad personal en el contexto de raza y etnia”.
Hay resortes nada fáciles de descifrar en el periplo espiritual de esta mujer de 37 años, en una de las sociedades más racistas –y a la vez con más sentimientos de culpa por su racismo– del mundo. Una sociedad –un país– donde los policías blancos siguen maltratando a los negros, cuando el ocupante de su casa de gobierno –la Casa Blanca: voilá, blanca–, ese casi rey que los americanos del norte se asignaron a sí mismos, es un negro.
Pero cuando se sabe que es fácil y además un tantico mezquino y otro poquitito innoble, además de patético, identificarse con los dominadores –de lo que sea–, más allá de las espirituales o freudianas causas que abonaron la opción de Rachel por definirse como negra, hay algo que impulsa a la simpatía o empatía por lo que siente esta mujer. Raras razones de la cercanía, de amores no entendidos desde fuera, que van al querer ser. Hay una película de Arthur Penn –hoy justa o injustamente olvidada– que se llama Pequeño gran hombre (1970), en la que un niño blanco criado por los cheyennes en tiempos del gran avance sobre el oeste, después de múltiples vicisitudes, ancla su afecto y su lealtad con esa gente perseguida, diezmada y maltratada en la que encontró el calor y el sentido de pertenencia que por diversas razones no tuvo en su gente de origen. La identidad, esa señora tan convocada en los últimos tiempos, resultó bastante más complicada de lo que los buenos versos deterministas han diseñado.