En enero comenzó en la isla griega de Lesbos el juicio a 24 jóvenes acusados de haber ayudado a los migrantes que continúan golpeando a las puertas de la fortaleza Europa. Amnistía Internacional (AI) y otras organizaciones humanitarias han calificado el proceso como «el mayor caso de criminalización de la solidaridad» en el continente y una «farsa». Un informe de 2021 del Parlamento Europeo encontró, incluso, que las bases de la acusación son «totalmente infundadas».
Fraude, pertenencia a organización criminal, blanqueo de dinero y tráfico de personas son algunos de los cargos presentados por la fiscalía griega, que reclama 20 años de cárcel para todos los jóvenes, en su mayoría integrantes del Centro Internacional de Respuesta a Emergencias (ERCI). Entre ellos están las sirias Sarah y Yusra Mardini, cuya historia fue recogida en la película alemana Las nadadoras, emitida por Netflix. Las dos hermanas apenas veinteañeras escaparon de la guerra en Siria en 2015 a bordo de una patera que estuvo a punto de hundirse en el Egeo. Si la superpoblada balsita no naufragó como tantas otras, fue gracias a que Sarah y Yusra, nadadoras profesionales, se tiraron al mar y la empujaron por tres horas hasta las costas de Lesbos. Yusra se estableció en Alemania y compitió en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro de 2016 por el Equipo Olímpico de Atletas Refugiados. Sarah volvió a Lesbos ese mismo año para ayudar a otros asiáticos y africanos que escapaban de guerras y de la miseria en sus países.
Eran los tiempos en que los migrantes intentaban por decenas y decenas de miles llegar a Europa por caminos que se fueron haciendo cada vez más peligrosos. Muchos de quienes lo intentaban a bordo de pateras naufragaban. En setiembre de 2015 había aparecido ahogado en una playa turca el niño sirio Aylan Kurdi (véase «Toda la miseria del mundo», Brecha, 3-IX-15). Fue el símbolo de un espanto que poco duró. Ni por un momento se les facilitaron las cosas a esos migrantes de piel oscura (no eran rubios de ojos celestes, no eran ucranianos) para que no tuvieran que lanzarse al mar.
En 2016, a su regreso a Lesbos, Sarah Mardini hizo de socorrista voluntaria, pero dos años después la detuvieron. A ella y a la veintena de integrantes del ERCI. Pasó más de tres meses presa; la liberaron bajo fianza, pero le iniciaron el proceso que ahora está llegando a sus instancias finales. «Todo este procedimiento es absurdo, de lo único de lo que son responsables es de ayudar a personas que se ahogaban en el mar», dijo a La Marea (10-I-23) Carlos de las Heras, de la sección española de AI. Y Lorraine Lette, coordinadora del Centro Legal de Lesbos, una asociación que desde 2016 asiste gratuitamente a los migrantes que llegan a la isla, consideró el procesamiento de la gente del ERCI como una «amenaza de criminalización en contra de cualquiera que intervenga para proporcionar asistencia humanitaria». Lette dice que no es casualidad que hayan disminuido drásticamente las operaciones de búsqueda y rescate en el Egeo, «justo cuando las prácticas violentas de Grecia contra los migrantes en sus fronteras han aumentado».
Lesbos, apunta La Marea, se ha ido consolidando «como banco de pruebas de las políticas antinmigración» de una Europa que, al tiempo que atiza la guerra en Ucrania, cierra a cal y canto su florido «jardín», según la expresión del coordinador de la política exterior de la Unión Europea (UE) Josep Borrell. En noviembre de 2021, recuerda la publicación digital española, la UE anunció que desde entonces y hasta 2027 destinaría 12.800 millones de euros para reforzar su policía de fronteras, Frontex; un presupuesto 3,5 veces mayor que el que manejó en el período 2014-2020.
En paralelo, casi todos los países de la UE han ido aceitando mecanismos para expulsar más rápidamente a los nuevos migrantes o los candidatos a asilo que intentan alcanzar el jardín (y sancionar a quienes les prestan ayuda), así como legislar para dificultarles la vida a los que ya lo pisan.
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A mediados del mes pasado, el ministro de Migración griego dijo que en los últimos dos años la llegada de migrantes a su país se ha ido reduciendo drásticamente. Hoy hay unos 14 mil extranjeros que esperan poder recibir el estatuto de refugiados en 33 «centros de acogida», afirmó. En 2015 eran cerca de 100 mil, repartidos en un centenar largo de campos. Ocho años atrás, 75 por ciento de los migrantes que llegaban a la UE lo hacían por mar a través de Grecia. En 2022 fueron apenas 5 por ciento.
A pesar de que el gobierno conservador helénico lo niega, esa reducción se debería, en buena medida, a una política de deportaciones sumarias: son legión los testimonios de militantes asociativos que afirman que apenas pisan suelo griego –sea en las islas, sea en la frontera terrestre con Turquía– los migrantes son expulsados manu militari sin poder llegar a pedir asilo, lo cual viola la propia legislación europea. La UE hace la vista gorda.
Amnistía Internacional ha denunciado reiteradamente esas prácticas del gobierno griego, así como los malos tratos asimilados a torturas que los migrantes reciben en instalaciones que «se parecen más a una prisión que a lugares donde acoger a personas que buscan seguridad», según dice un informe de diciembre de 2021 de esa organización, referido en particular a la situación en un campo montado con dinero de la UE en la isla de Samos. AI acusó a Frontex de encubrir a Atenas. «A todas las personas con las que hemos hablado las han expulsado de zonas donde Frontex dispone de mucho personal. La agencia no puede argüir entonces que desconoce los abusos que Amnistía, y muchos otros, han documentado», decía la asociación en un informe de junio de 2021. Las cosas no mejoraron en 2022. Al contrario.
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Los flujos de migrantes han disminuido en los últimos años, pero no las muertes. No solo en el mar. También en las fronteras terrestres y tierra adentro, en los propios países supuestamente de acogida. El Proyecto de Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) contabilizó 5.684 muertes en las diferentes rutas migratorias entre enero de 2021 y fines de octubre pasado. La ruta más letal sigue siendo la del Mediterráneo central, donde el número de ahogados no para de aumentar: 2.836 entre 2021 y 2022 contra 2.262 entre 2019 y 2020. Le sigue la de África Occidental-Atlántica hacia las islas Canarias, donde en los dos últimos años hubo 1.532 muertes, la cifra más alta desde que en 2014 la OIM comenzó a elaborar estos informes. También crecieron las muertes en la frontera terrestre entre Grecia y Turquía, en los Balcanes, en el cruce del canal de la Mancha, en la frontera entre Bielorrusia y la UE. La OIM constató igualmente al menos 252 muertes en operaciones de expulsiones forzadas por las autoridades europeas. «Son las más difíciles de documentar», según la agencia de Naciones Unidas.
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Todas estas cifras son aproximativas. Fundamentalmente las relacionadas con las muertes en naufragios. «Son demasiado frecuentes los “naufragios invisibles”, los casos de embarcaciones enteras que se pierden en el mar sin que se lleve a cabo ninguna búsqueda y rescate», dice un documento de la OIM del 25 de octubre último. La agencia asegura que gran cantidad de estas muertes podrían haberse evitado si se hubiera actuado a tiempo. O si –complementan AI y otras organizaciones similares– no se hubiera puesto trabas a la actuación de los barcos de rescate de los que disponen las ONG, o si, obviamente, los migrantes no hubieran sido atacados para impedirles que llegaran a las costas europeas.
«Uno de los mayores problemas es la falta de transparencia a la hora de documentar estas irregularidades», apunta el informe, que señala también la ausencia casi total de datos sobre más de 17 mil de las al menos 30 mil personas que han muerto desde 2014 en las distintas rutas migratorias. Una «deshumanización» que completa el cuadro del horror. «La gente que está queriendo llegar a Europa no está pidiendo un favor. Está ejerciendo un derecho consagrado a nivel internacional: el de solicitar asilo. Es algo que nadie tiene en cuenta cuando se trata este tema, ni siquiera los propios candidatos al refugio», dice la abogada Chrysoula Archontaki, coordinadora legal de Abogados Europeos en Lesbos (ELIL, por sus siglas en inglés).
Los que sí tienen claro que el asilo es un derecho y no un favor son la mayoría de los habitantes de Lesbos. Los isleños reclaman una modificación de las leyes de migración griegas en un sentido diametralmente opuesto al que han ido evolucionando en los últimos años y han manifestado su solidaridad con los jóvenes del ERCI.
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Riace es un pueblito de Calabria, en Italia, cuyo alcalde, Domenico Mimmo Lucano, ha sido condenado a 13 años de prisión por haber montado un sistema de acogida e inserción de inmigrantes que ha sido considerado un modelo de gestión solidaria refrendado una y otra vez por sus habitantes (véase «Mimmo», Brecha, 5-X-18). Desde el fin de la Segunda Guerra, la cuasi aldea se fue progresivamente despoblando producto de la migración hacia otros países de Europa o hacia América, al punto que a comienzos de los años 2000 ya no le quedaban más que 500 habitantes. Riace pertenecía a lo que en Italia se conoce como «zonas frágiles».
Cuando por 1998 llegaron los primeros migrantes de esta era a las costas italianas, apenas unos 70 kurdos, Lucano, que por entonces era edil municipal, propuso que se instalaran en la localidad, donde había tantas y tantas casas abandonadas. «No solo los estaríamos ayudando a ellos. También a nosotros mismos, repoblando y reconstruyendo el pueblo y devolviéndole la dignidad, en una zona controlada por la mafia calabresa, la ‘Ndrangheta», rememoró en 2018 Lucano, que en 2004 fue electo alcalde, y reelecto en 2009 y 2014. Los inmigrantes se integraron rápidamente a Riace y fueron artífices de la recuperación de la localidad, pero Matteo Salvini, el mandamás de la ultraderechista Liga, que entonces −como hoy− formaba parte del gobierno italiano, quería la cabeza de Lucano. «El mensaje de solidaridad de Riace era universal y eso inquietaba a Salvini», dijo el hoy exalcalde. «Mi preocupación inicial fue el bienestar de esta tierra destinada a desaparecer en la desolación» y «en algún momento de mi mandato el tema de la inmigración se convirtió en el motor y la misión de toda la gobernanza local», agregó este hombre de 64 años que no tiene militancia partidaria y que se define como un radical de izquierda, según le dijo el año pasado a la revista The Wire (1-IV-22).
A los kurdos iniciales se fueron sumando grupos provenientes del África subsahariana, sobre todo mujeres originarias de Eritrea y Etiopía, y luego otros. La población de Riace creció hasta llegar casi a las 2 mil personas, un tercio de ellas migrantes, reabrieron comercios y «se recuperaron tradiciones locales como fuentes de trabajo: talleres artesanales de telares, vidrio y cerámica», consignó en 2019 en una nota la antropóloga catalana Gabriela Poblet, directora de la Asociación Europea Sin Muros. «El alcalde se propuso romper con el sistema asistencialista y creó un modelo de acogida basado en la justicia social y la emancipación. Recibir migrantes permitió rehabilitar el pueblo y reabrir la escuela, a la vez que se generaba empleo». La experiencia de Riace se replicó en localidades cercanas y llamó la atención fuera de fronteras (Wim Wenders le dedicó un documental, Il volo, en 2010). Pero a medida que se fue desarrollando y consolidando fue recibiendo cada vez más ataques, desde el gobierno y desde la ‘Ndrangheta.
Los problemas judiciales comenzaron para Lucano en 2016. Sus enemigos buscaron y buscaron irregularidades hasta que encontraron algunas desprolijidades en las cuentas municipales. Lucano las reconoció y dijo que tuvo que saltarse disposiciones que lo hubieran obligado, por ejemplo, a expulsar inmigrantes y cerrarles las puertas de la escuela a sus hijos. Pudo demostrar no solo que no se había quedado con un solo euro, sino que las diversas subvenciones recibidas habían sido invertidas en «proyectos de bienestar colectivo». La leguleyería pudo más y lo arrinconaron. «No creo que se pueda ignorar la ley sin más, pero me da pena la gente que utiliza la palabra legalidad. Todo el mundo habla de legalidad, pero la legalidad es también la compañera del poder político», dijo a The Wire. «La legalidad puede significar ser coherente con el statu quo, con los que mandan. ¿No eran acaso legales los decretos de seguridad de Salvini contra los refugiados? ¿Tiene razón Salvini? ¿Y el Tercer Reich no era legal? ¿Y Mussolini? La inhumanidad puede ser legal. Lo que pasa es que lo que yo intentaba hacer les molestaba, sobre todo porque a sus ojos el proyecto de acogida debía ajustarse perfectamente a las directrices establecidas. Pero, obviamente, yo no podía aceptar que se echara a los niños del territorio y del sistema escolar, así que lo ignoré con convicción».
«Favorecer la inmigración ilegal» fue la figura por la que lo condenaron.
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En Francia, donde ya ha habido numerosos intentos de criminalizar la solidaridad con los inmigrantes, el mundo asociativo teme que el nuevo proyecto de ley de migraciones y asilo del gobierno de Emmanuel Macron, presentado la semana pasada ante el Consejo de Ministros por los titulares de Interior y de Trabajo, aliente escenarios represivos como el de Riace. Uno de sus principales puntos es la facilitación de las expulsiones de indocumentados, que limita el número de recursos que pueden presentar los extranjeros en caso de que las autoridades rechacen su solicitud de residencia permanente o asilo, y que restablece la posibilidad de deportar a un extranjero condenado por algún delito, aunque esté en Francia en situación regular.
La retórica xenófoba con que el ministro del Interior, Gérald Darmanin, acompañó la presentación del proyecto fue más decisiva incluso que el propio proyecto para que el partido Los Republicanos –el más a la derecha de los representados en el parlamento francés, con excepción de la Agrupación Nacional, de Marine Le Pen– haya anunciado en principio que lo respaldará y que la ultraderecha esté dudando. «El mensaje del gobierno es simple: les vamos a hacer la vida aún más imposible a personas extranjeras que ya están en una situación de precariedad tremenda», dijo al portal Mediapart Yann Manzi, de la asociación de ayuda a los exiliados Utopia 56.
A la extrema derecha de Le Pen y a parte de Los Republicanos no les cae bien, sin embargo, que otra disposición del proyecto prevea otorgar un permiso de residencia por un año a indocumentados que acepten trabajar en sectores con escasez de mano de obra. La Agrupación Nacional dice temer que esa norma opere como «un llamador» para cientos de miles de extranjeros en situación irregular. «Así como está, el proyecto cuenta con muy pocas posibilidades de ser aprobado, porque tiene opositores de un lado y otro», dijo a Mediapart un diputado del partido de Macron, Renacimiento. Un colectivo de asociaciones y de sindicatos apoyado por organizaciones de izquierda, la UCIJ, convocó a manifestaciones callejeras para este febrero y marzo.
«El proyecto del gobierno se inscribe deliberadamente en una visión utilitarista y represiva» de los migrantes y precariza aún más su situación y la de las personas que buscan asilo en Francia», dice un manifiesto de la UCIJ. Y considera que el texto forma parte de una «agenda global» del gobierno, de la que también son expresión el proyecto de reforma de las jubilaciones y los planes del Ejecutivo en materia de salud, vivienda, trabajo y desempleo. Nadie prevé que las manifestaciones convocadas por este tema atraigan ni de cerca al millón largo de personas que participaron semanas atrás en las movilizaciones contra el proyecto de reforma del sistema de jubilaciones. Pero tal vez sí permitan calentar aún más la escena social y continuar debilitando al gobierno de Macron, tan habitualmente envalentonado él.