«No sé cuántos años fueron. Quizá tres o cuatro», especula Roberto Suárez cerca del final de este documental. Desde detrás de cámaras, el entrevistador le responde: «Fueron 15 meses», lo que descoloca a su interlocutor. Es sumamente curioso que un sitio de referencia, uno de los espacios por excelencia para el under cultural de los años noventa, una leyenda evocada continuamente y con sentida nostalgia en conversaciones de personas de entre 45 y 65 años haya tenido una vida tan corta. Ciertamente, la intensidad fue la marca característica de Amarillo, un sitio que quedó grabado a fuego en la memoria de toda una generación y supuso un soplo de aire fresco en una noche montevideana especialmente monótona. Y es que al boliche, ubicado en Rondeau 2477 –en el poco glamoroso barrio Aguada–, no solo se iba a bailar y beber, sino que se vivía una experiencia de diversidad con personajes variopintos que se movían al compás de una música marciana y asistían a espectáculos performáticos, poesía maldita, danza, trapecistas, monólogos, bandas en vivo y lo que fuese que tocara en suerte esa noche. Libremente inspirado en la discoteca argentina Cemento, en el Parakultural, en el teatro «de fricción» La Fura del Baus, Amarillo iluminaba la movida nocturna.
En este sentido documental, el director Eduardo Lamas –en su momento uno de los socios de Amarillo–, echa mano de un nutrido archivo que él mismo recopiló, en el que fueron registrados algunos de los grandes momentos de aquel período. Pero en su momento filmó, además, conversaciones casuales de la interna de los socios en sus oficinas y contó con materiales extra, como el registro fílmico del artista Alcides Martínez Portillo durante la construcción del boliche. Todo este cúmulo de audiovisual de época es alternado hábilmente con entrevistas hechas hoy a muchos de los implicados, incluida una importante cantidad de artistas. De ese modo, se intenta dar forma a la narrativa para rememorar y recrear esa esencia intangible vivida colectivamente en Amarillo. Quienes no llegamos a conocer el boliche en la época –por ser aún menores de edad– pero sí escuchamos sus historias hoy podemos, por fin, aproximarnos a ese submundo único e irreproducible.
Como se recoge parcialmente aquí, la iniciativa tuvo, de todos modos, consecuencias bastante terribles para quienes la llevaron adelante. El grupo de amigos vio fracasar su emprendimiento rotundamente: terminaron endeudados y con grandes fricciones entre ellos. Amarillo cerró sus puertas como tantos otros emprendimientos culturales excepcionales, lo que, en principio, trajo únicamente perjuicios a sus ideólogos y fundadores. Este documental tiene el mérito de hurgar en una zona dolorosa del pasado, de fungir como catarsis, como sanación y, quizás, como reivindicación de todas esas iniciativas llevadas adelante gracias a un puntual exabrupto de pasión, capaz de resplandecer, contagiar creatividad y enriquecer la producción artística en su conjunto. Está claro que, más allá de los 15 meses que duró, semejante quijotada dejó huellas permanentes. Es lo que logran los grandes fenómenos culturales.