(Im)preci(si)ón1 - Semanario Brecha

(Im)preci(si)ón1

Sobre modos de leer a Ducasse, entre otros.

Ilustración: Federico Murro

Las líneas que siguen se originan en las páginas, muy generosas, que Fabián Muniz dedicó a “Ducasse Maldoror Lautréamont Mayo del 68 Erotismo Sexualidad. Y contra el hombre que los hace esclavos”, libro publicado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y Linardi & Risso (febrero de 2019), de cuya edición soy responsable. Anima mis comentarios un incomprimible afán de mayor precisión.

El conjunto de textos que hoy llamamos “literatura” –y que suele enseñarse en la disciplina también llamada Literatura– durante la mayor parte de su existencia fue estudiado en las clases de gramática, latín, griego, retórica, lógica (dialéctica) y filosofía. Los grandes textos de la antigüedad o de los siglos XVII y XVIII se daban a conocer como ejemplos morfosintácticos, como florilegios retóricos, como estímulos para encomiar a Helena o considerar los dilemas de lealtad planteados en las tragedias cornellianas. Este modelo escolar empezó a desdibujarse en el XIX, pero en él llegaron a nutrirse durante sus estudios de bachillerato, por ejemplo, Charles Baudelaire en la primera mitad del siglo y Arthur Rimbaud e Isidore Ducasse en la segunda, en los liceos de Charleville y de Tarbes, en las respectivas provincias en las que vivían. Junto con el desmoronamiento del trívium medieval (gramática, retórica, lógica), entre otras cosas sucedió la institución de la clase de Literatura, de “la literatura nacional”, de “la historia literaria” y de la figura de “el artista”, dimensión política y estética de la forma autoral. Simultáneamente, se instituyó también otra manera de leer la literatura, ya no materia gramatical, retórica o filosófica, sino emanación de una subjetividad psicosocial cuyo rastro se busca en el texto.

Sainte‑Beuve, crítico y académico dictaminante, en el siglo XIX teorizó esta nueva manera de leer y estipuló qué cosas era necesario saber sobre un autor (qué piensa sobre esto y esto otro, qué “vivió”, qué hizo en esta situación y en esta otra) para entender cabalmente su obra. A pesar de que autores como los surrealistas, o como Marcel Proust explícitamente con su ensayo Contra Sainte‑Beuve, hayan emprendido la demolición de esa postura (por cierto, acompañados, a sabiendas o no, por los escritos de Marx, Nietzsche, Saussure y Freud), en Uruguay esta se instaló sólidamente, y la obra de Horacio Quiroga, por ejemplo, fue leída a la luz de las peripecias vitales del autor. Como contragolpe, llegaron también a Montevideo las lecturas que procuraron apoyarse en el texto solamente (en el texto y sólo en el texto), desinteresándose o mofándose de las investigaciones biográficas, por considerarlas ajenas, prescindibles y no pertinentes en esa gran instancia soberana en que se jugaría todo, a saber, “el texto”. Este nuevo dogma desconoció activamente que, a partir de la institución decimonónica de la figura de “el artista”, los lectores raramente nos acercamos a una obra desprovistos de alguna imagen de este, de algún relato o de alguna mitología elaborada por el propio autor, a menudo con el concurso de la prensa o los críticos. Dicho de otro modo: por un lado, ocurre que las circunstancias vitales del autor inevitablemente se hacen presentes en su obra, aunque de una manera que oscila entre lo obvio y lo inasible, por lo que de ninguna manera esas circunstancias constituyen, como suponía Sainte‑Beuve, ni el origen ni la explicación de su obra. Sin embargo, por otro lado, los relatos que los propios autores, sus críticos y sus biógrafos prodigan de esas circunstancias vitales, en su veracidad o en su fantasía, constituyen para los lectores vías de acceso al texto, vías de inteligibilidad: regulan su comprensión (incluso desde antes e independientemente del conocimiento de la obra creada; véase lo que afirma Pablo Thiago Rocca a propósito del anecdotario sobre Cabrerita, a menudo prescindente de la obra del pintor Javiel Raúl Cabrera).2 Esto es particularmente notorio en el caso de un autor como Isidore Ducasse, quien suele avanzar acompañado por una férrea imagen de locura, soledad y pobreza, que da por sentada la continuidad entre “vida” y “obra”, que aparecen recíprocamente motivadas, sin hiato imaginable. Porque ¿a quién más que a un solitario demente podría ocurrírsele narrar la historia de amor –la cópula– entre un nadador y una tiburona o la violación de una niñita por un mastín, o que un cabello caído de la cabeza de Dios relatara la estadía de su divino dueño en un prostíbulo, o la manera en que las gallinas y los pollos del lupanar higienizan a las prostitutas entre cliente y cliente? ¿A quién más que a un triste loco? ¿Y qué mayor prueba de la locura del autor que esa escritura? Sólo que, justamente, esta circular manera de abordar la vida y la obra como una especie de síntoma clínico es puesta en duda cuando la imagen del poeta pobre, demente y solitario empieza a coexistir con otras imágenes opuestas.

Por esta razón, fuera de los gustos personales que puedan tenerse, en el libro que edité, es difícil pasar por alto lo que aportan a los conocimientos ducassianos, y a los lectores en general, los estudios a) que destacan la extensión de nuestra ignorancia al respecto de, por ejemplo, los años montevideanos de Ducasse y la escolarización que recibió, es decir, la manera en la que el idioma español estuvo presente en sus primeros 13 años de vida (y esto cuenta para rediscutir los hispanismos atribuidos a Les chants de Maldoror); b) que atestiguan sobre la gran fortuna que amasό su padre, François; c) que desarman el relato sobre la “locura solitaria” de Ducasse reconstruyendo la nutrida red de sus relaciones sociales en París y en el resto de Francia, y d) que fundadamente identifican otro origen posible del seudónimo “Lautréamont” y lo insertan en el contexto editorial ducassiano. Estoy aquí refiriéndome a los respectivos estudios que escribieron Michel Pierssens, Pablo Rocca, Kevin Saliou y Eric Walbecq. Con esto no estoy diciendo que una especie de “verdad” universitaria, documental y archivística deba acallar una “mitología”; sí digo que la lectura del texto ducassiano expande sus horizontes cuando no se prescinde de ninguna de estas dos dimensiones, ya que “el texto” no es sólo “el texto”, sino también la tradición de lecturas en la que se inserta y a la que se opone: el texto es también sus contextos, entendiendo por esto los textos que lo acompañan. Por esto, las descaecidas nociones de “influencias” y “precursores” son bastante engañosas, ya que sabemos (Borges lo mostró con clarividencia) que los “precursores” son de fabricación posterior a lo que preceden.

Como suelo recordar, y también lo hice en el prólogo del libro reseñado, para los surrealistas y sus amigos, en 1925 (para entonces Ducasse llevaba muerto más de cincuenta años), menos que de un asunto de precursores, se tratό de idear un linaje, concebirlo y publicarlo en una declaración diáfanamente titulada “La révolution d’abord et toujours”.3 En este linaje aparecen reunidos Spinoza, Kant, Schelling, Proud’hon, Marx, Stirner, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Nietzsche. Se fabricó así una prosapia cuya enumeración alcanzaba, así lo afirmaban sus fabricantes, para que compareciera el comienzo del desastre para los patrioteros franceses, para los colonialistas, para los autodenominados “civilizados”. Más allá de la oportuna bravuconada, hoy persiste la ideación de una perenne genealogía de la revuelta y el desafío, genealogía en la que coexisten poetas y filósofos. Desde Spinoza, que en el siglo XVII hizo de “Dios” y de “naturaleza” dos nombres de lo mismo, y fue excomulgado y expulsado de la comunidad judía de Ámsterdam, hasta Nietzsche, que se interrogó sobre el yo que se presenta en el hablar, el linaje invocado pasa por Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont, desordenadores privilegiados de un orden discursivo (estético, político, erótico) que abarca mucho más que la cuestión de la autoría colectiva, puesto que explora los límites de lo pensable‑decible/perceptible, los límites de la oscura trenza en que libertad y sujeción se enlazan y pujan para hacer existir lo inexistente. El espíritu de mayo del 68, que, como permite ver esta prosapia ideada, sopla desde bastante antes de mayo del 68, también gustó de reivindicar a esos precursores y alimentar una estirpe que sigue siendo fecunda.

Con esa prosapia dialogan numerosos pintores, poetas, músicos, dibujantes, dramaturgos, actores, cineastas y videastas. Fuera de las menciones de Félix Vallotton y Salvador Dalí, autores de retratos imaginarios de Isidore Ducasse, mi prólogo sólo recoge los nombres de los artistas que efectivamente participaron en el congreso universitario que dio origen al libro (Leo Maslíah, Carlos Seveso, Fernando Butazzoni, Fernando Álvarez Cozzi, Silvia Guerra), de los que montaron un espectáculo en los días del congreso (Angélica González, Julio Persa) y de los de las obras que figuran en el librillo inserto (Fermín “Ombú” Hontou, Guillermo Fernández, Miguel Battegazzore). Por esto, ni Amir Hamed, creador de un inolvidable Ducasse en su preciosa novela Troya blanda, ni muchísimos otros artistas aparecen nombrados.

Finalmente, diré que la decisión de dejar sin traducir los textos literarios, contrariamente a las conferencias y las ponencias sí traducidas, no obedece a ninguna disquisición sobre “la otredad” o cosa parecida, sino a un criterio editorial de una colección que va por su décimo volumen y está arraigada en un departamento de letras de la Facultad de Humanidades en el que las obras literarias se leen –se procura que sean leídas– en los idiomas en que fueron escritas, sean estos el francés, el italiano, el inglés, el portugués, el alemán o el español.

1.   Muchas gracias a Gustavo Wojciechowski por su contribución a ese título.

2.   Pablo Thiago Rocca, curaduría de la exposición sobre la obra de Javiel Raúl Cabrera, Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo, diciembre de 2019.

3.            “La revolución en primer lugar y siempre.” Firmaron este maravilloso texto publicado por el diario L’Humanité en 1925: Georges Aucouturier, Jean Bernier, Victor Crastre, Camille Fégy, Marcel Fourrier, Paul Guitard. Camille Goemans, Paul Nougé. André Barsalou, Gabriel Beauroy, Émile Benveniste, Norbert Gutermann, Henri Jourdan, Henri Lefebvre, Pierre Morhange, Maurice Muller, Georges Politzer, Paul Zimmermann. Maxime Alexandre, Louis Aragon, Antonin Artaud, Georges Bessière, Monny De Boully, Joël Bousquet, André Breton, Jean Carrive, René Crevel, Robert Desnos, Paul Éluard, Max Ernst, Théodore Frænkel, Michel Leiris, Georges Limbour, Mathias Lübeck, Georges Malkine, André Masson, Douchan Matitch, Max Morise, Georges Neveux, Marcel Noll, Benjamin Péret, Philippe Soupault, Dédé Sunbeam, Roland Tual, Jacques Viot, Hermann Closson, Henri Jeanson, Pierre de Massot, Raymond Queneau, Georges Ribemont‑Dessaignes. En el prólogo del libro que edité, me refiero a este texto capital.

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