De las seis piezas del programa, la mitad es de destacadísimos compositores del nacionalismo modernista: el mexicano Manuel Ponce (1882-1948), el uruguayo Eduardo Fabini (1882-1950) y el brasileño Heitor Villa-Lobos (1887-1959). Hay dos compositores argentinos mucho más jóvenes, pero que insistieron en la estética de la generación precedente: Carlos Guastavino (1912-2000) y Alberto Ginastera (1916-1983). El más joven del programa es Astor Piazzolla (1921-1992).
La colección Cinco Piezas Breves, de Villa-Lobos, está casi toda integrada por transcripciones (obras para piano solo o para violín y orquesta). Compuestas entre 1915 y 1925, tienen una evidente y palpable influencia de Debussy, sobre todo la famosa “O canto do cisne negro”, en que el violín hace una melodía límpida hecha con notas largas, sobre un delicado fondo de piano tipo borbollón. La obra más propiamente nacionalista es aun más famosa: “A lenda do caboclo”, una especie de maxixe lento, uno de los momentos en que Villa más se acercó a, por ejemplo, Dorival Caymmi. Con la onda que él tenía para hacer esas melodías encantadoras, es una pena que haya dedicado tanto de su producción a intentar obras más pretenciosas, sin tener tanto dominio de formas más extensas. El inicio de “Serenidade”, misterioso, oscuro, hace recordar al Ravel impresionista de Miroirs o Gaspard de la nuit. Pero luego se pierde en un desarrollo algo errático, antes de arribar a la “serenidad” del título.
La “Fantasía” de Fabini es de 1928, y fue su única obra concertante (su versión principal es para violín y orquesta). Fabini escribió también esta versión (¿boceto antes de orquestar?, ¿reducción para estudio?, ¿versión alternativa?) para violín y piano. Como en tantas cosas de Fabini, los materiales son amables, tranquilos, casi anodinos. Pero su reiteración y yuxtaposición, sin desarrollos, compone un fresco extrañamente rústico, que era su manera de ser discreta pero firmemente moderno, sin alardes.
Ya la “Sonata breve” (1930), de Ponce, traduce el contacto con la movida neoclásica francesa que, harta de las nubosidades y devaneos impresionistas, prefirió las líneas claras, las sonoridades concretas, sin empaste, a veces con disonancias chillonas, así como un regreso ostensivo a la supuesta “objetividad” de las formas clásicas. Frente a esos rasgos suena un poco fuera de lugar la espagnolade final, que parece retrotraer a la belle époque debussiana.
“Pampeana número 1” (1947), de Ginastera, está, como todo lo de ese compositor, tremendamente bien escrita, con sus evocaciones de guitarra y un final muy energético en ritmo de malambo. En cuanto a “Rosita Iglesias”, de Guastavino, al escucharla asumí que sería de los años treinta. Luego leí en el librillo, en los escuetos pero instructivos comentarios de Luis Jure, que es una composición de 1965. Y pensándolo bien, tiene que ver: en tanto música erudita, la pieza está desubicada históricamente en plena era de Fluxus y del naciente minimalismo. Pero sí tiene todo que ver en el contexto de Ariel Ramírez, ese momento argentino de folclorismo pop con influjos de armonías de bossa nova y Michel Legrand. La melodía principal es preciosa.
Enrique Graf se desempeña a la perfección con este repertorio. A Cecilia Penadés la disfruto más plenamente cuando las piezas demandan una expresión más seca y un sonido más áspero, como en las obras de Ponce y Fabini. La inclusión de un tema de Piazzolla cumple con algo que es, a nivel mundial, un éxito seguro como cierre de programa o como bis de recitales. Pero para el disco no sé si fue una idea tan buena, porque ni Penadés ni Graf tienen el canyengue y la flexibilidad para generar una versión justificada de un tango tan conocido como “Adiós Nonino”. Pero en el cómputo general es un disco muy relevante, que propicia el contacto con un repertorio pocas veces frecuentado, difícil de acceder, con varios momentos de música muy bella y que nos concierne especialmente.
1. Latinoamericanos, Sodre/Perro Andaluz, 6054-2, 2014.