Emir, como lo llamábamos, llegó a Brasil en 1975, traído por Irlemar Chiampi, a quien conoció en Madrid en un congreso del Instituto de Literatura Iberoamericana.
Su llegada fue celebrada como la de uno de los grandes críticos de literatura. Llegó a ser entrevistado por el crítico Leo Gilson Ribeiro en las privilegiadas páginas amarillas de la revista Veja. Ese fue el comienzo de muchos viajes a Brasil, donde dio cursos en la Universidad de San Pablo (USP), en la Universidad Católica y en la Universidad de Campinas. Sus conferencias siempre fueron un éxito, con gran público de estudiantes y profesores. Dominaba el portugués, comentaba que había vivido en su adolescencia en Brasil. Esta experiencia le abrió puertas que pocos críticos hispanoamericanos de ese período conseguían abrir.
Su presencia tuvo un efecto inmediato en nuestros programas de literatura hispanoamericana en la USP: dejamos de lado autores como Ciro Alegría o Jorge Icaza, para sustituirlos por Borges en primer lugar, después Onetti, Cortázar, Manuel Puig, José Donoso; en fin, la extraordinaria constelación del boom y sus predecesores.
La experiencia como director de la revista Mundo Nuevo (1966-1968) ya estaba terminada. Recuerdo que nos regaló una colección, hoy de gran valor histórico y que se resguarda en la biblioteca de la facultad.
No tardó mucho para que Emir tendiese puentes para memorables interlocuciones; la mayor de ellas con Haroldo de Campos, y también Leyla Perrone-Moisés, con quien escribió Lautréamont austral. Publicó varios libros en Brasil, incluso sobre Mário de Andrade y su relación con la literatura argentina. Su poco conocida por nuestros pagos Borzoi Anthology of Latin American Literature from the Time of Columbus to the Twentieth Century, en dos tomos (Knopf, 1977), escrita en colaboración con Thomas Colchie, colocó a Brasil lado a lado con Hispanoamérica.
En aquel momento, yo estaba todavía escribiendo mi tesis de maestría –bajo la orientación de Antonio Candido– sobre Murilo Rubião, gran escritor de literatura fantástica en Brasil, género muy poco fértil en esa tierra si lo comparamos con la fuerte tradición argentina y uruguaya.
En uno de esos primeros viajes, Emir me invitó a pasar una temporada en Yale para llevar adelante la investigación de mi doctorado. Fue un año y medio en esa universidad; reconozco que me cambió los rumbos literarios. Gracias a Emir conocí a Manuel Puig, Severo Sarduy y Edgardo Cozarinsky. Los llevó a Yale, además de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, con quienes tenía una relación próxima. Su departamento de dos habitaciones estaba cerca del campus, walking distance. ¡Siempre me recomendaba que no caminase por calles oscuras! New Haven era una ciudad con grandes diferencias sociales y Yale era una especie de jaula dorada incrustada en medio de esa ciudad.
Recuerdo que, al entrar en su departamento, tenía una mesa redonda, con todas sus publicaciones, apretujadas. Cuando le pregunté, me dijo que mucha gente muestra sus hijos y que él mostraba sus libros. Por todos lados, libros y más libros, y un anexo, o sea, un departamento que él alquilaba solo para libros, además de su sala repleta de publicaciones en el Department of Spanish and Portuguese. Los mostraba con el mayor entusiasmo y orgullo.
Cuatro meses hospedado en el departamento de Emir en York Street me aproximaron y me permitieron convivir con una figura mayor. Decir que su pasión era la literatura puede sonar como una obviedad, pero era impresionante ese vínculo intenso con las letras, con las altas literaturas. Sus ideas nunca estuvieron subordinadas a un proyecto político, lo cual es importante decirlo. Pagó caro por ello.
Era un hombre de gran disciplina y rutinas: a las seis de la mañana ya estaba tipeando en la máquina de escribir la biografía de Borges. En inglés. Yo diría que trabajaba hasta la hora del almuerzo. Siempre orgulloso de sus hamburgers al horno. El resto del día lo dedicaba a las actividades administrativas del departamento, a recibir a alumnos, cultivar sus amistades y a horas seguidas de lectura. Frecuentaba una librería de viejo, The Book Barn, en los alrededores de New Haven; si tenía una colección, por ejemplo, de Rudyard Kipling en varios tomos, la cambiaba, para mi asombro, por una edición con más volúmenes. Soy testigo de sus lecturas de las memorias de Casanova en la Pléiade, que leyó enteras. Mientras estuve allí hospedado, asistimos juntos a una serie de la televisión, Upstairs Downstairs, que seguramente inspiraron a Downton Abbey. Ir al cine con Emir era una experiencia rara. El cine de arte para estudiantes tenía una programación fenomenal y Emir era capaz de reconocer detalles menores, como la modista o el maquillador de Marlene Dietrich o de Greta Garbo. Siempre estaba muy orgulloso de haber publicado con Alsina Thevenet el primer libro, que se sepa, sobre Ingmar Bergman.
Mi llegada al doctorado no fue una experiencia fácil. Decidido a comparar a Mário de Andrade con Huidobro, pasé unos cuatro meses sumergido en la infinita Sterling Library, para llegar a la conclusión de que no eran escritores o poetas comparables. (Pienso que a Mário de Andrade hay que compararlo con Mariátegui, por lo menos su pensamiento crítico.) La comparación entre Oliverio Girondo y Oswald de Andrade, que se convirtió finalmente en mi proyecto y tesis de doctorado, se la debo a Emir. La magnífica idea llegó a sustituir a la anterior. Era un comparatista por excelencia. Su instinto literario era muy fuerte, no se equivocaba y quería que yo aprovechase de alguna forma la investigación de los meses iniciales. Me trató como alumno y como amigo. Recuerdo que una vez vino a mi departamento, a pocas cuadras del suyo; estaba afligido con la tardanza en entregarle al menos el primer capítulo o parte de él. Al ver mis fichas, me dijo:
—Jorge, con esas fichas ya podés empapelar el Empire State Building.
Después de los primeros resultados, siento que se tranquilizó. Frecuenté sus cursos. Era un grupo privilegiado de estudiantes de varios lugares que venían a escucharlo y a ser dirigidos. Entre ellos, Manuel Ulacia, Horácio Costa, Maria Bonatti. Algunos profesores de Yale fueron sus alumnos, como Alfred Mac Adam o, más tarde, Roberto González Echevarría, a quien trajo de Cornell. También conocí a la querida Suzanne Jill Levine, que vivía con Emir en ese momento, y nos hicimos amigos. Ella había sido su compañera desde 1969 hasta 1975 y desarrolló una gran carrera como traductora, además de profesora y escritora. Emir seguía nuestros destinos y se ocupaba de ellos con ahínco. Una especie de Pachamama en Yale. No perdonaba la mediocridad o la ignorancia y podía ser implacable en sus discusiones.
Las circunstancias nos separaron un poco, pero llegó a ver el resultado de la tesis publicado, con los correspondientes agradecimientos. Pocos meses antes de fallecer, me llamó por teléfono, lo sentí compungido; me dijo, entre otras cosas, que respetaba mi trabajo. Fue una despedida de amigo. No tuvo necesidad de decirme que esa era su última llamada.
San Pablo, octubre de 2021