Una vez más los infaustos miembros de la familia cubren las portadas de las revistas, y una anécdota veraz y truculenta surgida desde las entrañas de la población civil horroriza y coloca al público frente a una otredad difícil o imposible de comprender. Más allá del morbo que suele surgir de otras leyendas del asesinato serial, como las de Charles Manson, Ted Bundy y tantos otros, en este caso la historia habla del pasado reciente rioplatense, y de uno en el que aún quedan muchas heridas abiertas y sin cicatrizar. En este caso no es tanto la truculencia lo que llama la atención (el clan Puccio asesinaba con balas), sino otras puntas más incómodas, y el relato trae consigo elementos profundamente dolorosos, la impunidad, el abuso, la complicidad; por sobre todo presenta los inadmisibles esqueletos en el armario de una familia común y silvestre, buenos vecinos del barrio bonaerense San Isidro.
Arquímedes fue padre de familia, contador, abogado, agente de la Secretaría de Inteligencia del Estado (Side) e integrante de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), y si bien fue uno de los tantos secuestradores que durante la dictadura pidieron dinero a cambio de liberar a sus víctimas, su historia difiere en que él mantenía a los secuestrados en su propia casa, haciendo partícipe de sus procedimientos a su propia familia. Se sabe que varios de los secuestrados permanecieron encadenados y encapuchados en su baño o en el sótano; Arquímedes incluso llegó a acondicionar este último, con la idea de alquilárselo a otros secuestradores. Cuando el arresto de Arquímedes, trascendió que dos de sus hijos varones, Alejandro y Daniel, también habían participado en los secuestros.
Durante la dictadura, las fuerzas armadas contaban con paramilitares civiles que los ayudaban a asesinar opositores, cometer secuestros, perseguir oponentes políticos y brindar inteligencia. Con la llegada de la democracia se generó lo que dio en llamarse “mano de obra desocupada”; individuos que no pertenecían a las filas militares, ya que eran puntualmente contratados, y que sólo sabían hacer eso: secuestrar, asesinar y lindezas por el estilo. Sin trabajo, se dedicaron a los secuestros por cuenta propia: entre ellos figuraron la banda de Aníbal Gordon y el clan Puccio.
Fueron cuatro los secuestros conocidos de empresarios en los que participó el clan, los de Ricardo Manoukián, Eduardo Aulet, Emilio Naum y Nélida Bollini. Manoukián tenía 23 años y era amigo de Alejandro, quien lo entregó en bandeja a su padre. Luego de cobrar el rescate de 500 mil dólares, lo ejecutaron con tres balazos en la cabeza. A Aulet, entregado por un familiar, ya lo habían eliminado incluso antes de cobrar los 150 mil dólares del rescate. El secuestro de Naum falló, al querer resistirse, uno de los secuestradores lo mató de un tiro. El último, el de Bollini, fue el que llevaría finalmente a los Puccio a prisión: fueron señalados por el hermano de Manoukián, quien había estudiado sus pasos durante años; la policía los investigó, grabó sus llamadas telefónicas y los arrestó con las manos en la masa y su víctima en el sótano, que aún seguía con vida luego de más de treinta días de cautiverio.
Quizá lo más siniestro, lo ciertamente ominoso del caso, es el choque de la fachada y la realidad. Los Puccio aparentaban ser gente amigable, una familia “ejemplar” de San Isidro, con un matrimonio que iba a misa, hijos estudiantes o jugadores de rugby. Cuando los detuvieron, muchos vecinos aseguraron que no era posible, que debían de haberlos incriminado, e incluso los compañeros del equipo de Los Pumas insistieron en la inocencia de Alejandro. Pero cuando el caso fue a tribunales los peritos establecieron que, por la estructura de la casa, era imposible que los otros miembros de la familia no supieran lo que ocurría, por lo que todos compartían cierto grado de complicidad. Otro aspecto chocante es cómo los Puccio se aprovecharon de la relación de amistad con sus víctimas: Arquímedes conocía bien a Naum y así fue que lo abordó, Alejandro entregaría a su amigo Manoukián para su secuestro y posterior asesinato.
Si bien el término “clan” refiere a varias familias con un tronco común, en este caso la familia fue una sola, de siete integrantes. Pero el vocablo suena pertinente si se piensa en que los Puccio obraban, más que con la dinámica de una familia convencional integrada a la sociedad, con una lógica de animales salvajes, o con la ética propia de los clanes bárbaros medievales, donde todo vale, siempre y cuando juegue a favor de los de dentro.