Ya desde infantes pretendemos haberlo aprendido: lo que mejor procede en la polémica proviene de la calidad de los argumentos provistos por la razón. Se puede lidiar con el fervor, la estocada irónica, el filo de la caricatura, pero jamás con el insulto, oprobio que sobre todo descalifica a quien echa mano de él. Pero el insulto insiste, travieso y travestido: ni siquiera la aplanadora agria de la “corrección política” ha logrado engullírselo, o al menos matizarlo. En cualquier caso, llama la atención la absoluta falta de imaginación, esa basura “a mano” que se gasta en la convención de las mismas dos o tres palabras de siempre, con que se prueban los difamantes vernáculos en algunos foros y páginas de la web. Y sin embargo, es el caso de Borges, los hay quienes se atrevieron a postular un “arte de la injuria”. Y luego, aquí nomás, un excelente artículo de Aldo Mazzucchelli nos ilustra sobre el “Camafeísmo del insulto en el Novecientos montevideano”1 en ocasión de un debate en la prensa entre Federico Ferrando (el poeta trágico que recibió el tiro accidental de su amigo Quiroga) y el olvidado Guzmán Papini y Zas, con la colaboración discretamente camuflada de Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras en la invención de las defensas y ataques a que echó mano Ferrando.
Resumida, la polémica se desata a raíz de una semblanza que omite nombre propio –“El hombre del caño”, publicada por Papini en febrero de 1902 en La Tribuna Popular– y en la que la denigración se dirige sobre todo a señalar la escandalosa falta de higiene del anónimo cuestionado. Ferrando se da por aludido y contraataca en El Tiempo invitándolo a dirimir el asunto mediante un duelo. “¡Apareció el del caño!”, se divierte Papini en el titular de su segunda respuesta. Y más tarde, como prueba Mazzucchelli en su artículo, Ferrando responde sirviéndose de la casi segura colaboración de Herrera y De las Carreras.
Mazzucchelli discierne para el caso entre la dimensión moral y la estética del alucinado engarce de escarnios que de seguir leyendo el lector encontrará más adelante. “En el caso que nos ocupa y en muchos otros, no hay otra sustancia de la polémica que la consumación de la propia estética –alerta Mazzucchelli–, la exhibición del propio estilo, haciendo uso para ello de la figura moral de alguien a quien, más o menos ocasionalmente, se ha identificado como enemigo. Las polémicas del Novecientos son torneos de estética verbal en los que ganará no el que tiene más sólidos argumentos, sino el que escribe mejor (…). Sus calificativos no están al servicio de la ética, sino de la estética.” Así, en “El payador Guzmán Papini y ¡Zás! (que pudo llamarse Apolo)”, texto que servirá a la defensa de Ferrando y, como se ha dicho, plausible colaboración de Herrera y De las Carreras, el lector se encandila con el “efecto narcótico, residual, humorístico y musical a la vez” de ese dechado de ofensas. Es algo como esto: “El conocido por los nombres de lagarto viejo, concubinato, por seis vintenes, condón gastado, el varioloso metrómano, el inspirado imbécil, el pollino trilingüe, el crédito de la estupidez montevideana, el derrengado chacuelo, el repelente plagio de hombre, el espermatozoide atáxico, el fenómeno conyugal, la reencarnación de Bertoldino, el atentado a la virilidad, la caricatura de Cuasimodo, el curculio del chapatal, el microcosmos de la bellaquería, el babuino masturbador, el bagazo diarreico, el descrédito de los apellidos terminados en ini, el badulaque de los arrabales, el patentado tilingo, el brodio mantecoso, el desperdicio de los contubernios, el cacófago, el bandullo, la bazofia, la excrecencia de los conventillos, el miserable cuartago, la cagarruta humana, el estantigua de carnestolenda, la hidra de las zahúrdas de inquilinato, el ludibrio de su sexo, el calabacinante de la chusma, el camastrón indigno, el muérdago de la calle Santa Teresa, la carcoma de los cuchitriles, el cobijero profesional, el mito pringoso, el villano, la escolta de la mulatería entronizada, el arquetipo de la miseria, la cábala de la imbecilidad triunfante, el bípedo deformado cuya burlesca humanidad debiera ser contratada por algún museo del Viejo Mundo (…) el desgonzado, el desvencijado, el resquebrajado, el pateado, el gonorreico, el bisexual Guzmán Papini (alias el impoluto)”.
Diablos, ¿qué nos pasa ahora? ¿Es tiempo de enseñar también a vituperar?
1. En Maldoror. Revista de la ciudad de Montevideo, número 24, mayo de 2006, nueva época.