El insuperable arte de morir - Semanario Brecha

El insuperable arte de morir

El director Timur Bekmambetov no se desveló demasiado, ni buscando la manera de retratar al Cristo ni a ningún otro personaje, y sobre todo ni pensando cómo diablos hacer con acierto la remake de una de las películas más famosas, más taquilleras, más premiadas y más influyentes de Hollywood: la “Ben-Hur” de 1959.

Ben-Hur, 2016 / Foto: Difusión

Para los muchos que están en estos días señalando, en infinidad de medios periodísticos del mundo, las diferencias entre aquella Ben-Hur de 1959 dirigida por William Wyler, y esta Ben-Hur recién estrenada, dirigida por Timur Bekmambetov, la confesión de Wyler resulta un involuntario resumen de tantas distancias. Ya se sabe cómo resolvió Wyler tan espinosa cuestión: nunca se ve, en su película, el rostro de Jesús, enfocado de atrás, o de lejos, o de costado con el pelo caído sobre la cara. Esa no visión le da a esa presencia una sugestión –reflejada en la expresión de quienes en la película sí lo ven– que difícilmente se hubiera logrado con la cara de un actor. De cualquier actor. Exactamente lo contrario de lo que hizo este Bekmambetov, que le puso a Jesús la cara de Rodrigo Montoro, y se solaza mostrándolo repetidas veces. Un Jesús que igual hubiera podido ser personificado por Jack Huston (nieto de John), que interpreta aquí a Ben-Hur, y que tiene el tipo de aquellos Cristos juveniles y algo redondos que la imaginería católica diseminó durante décadas en láminas y estampitas. Con lo cual, dicho sea de paso, no se enciende ninguna tensión y ningún contraste entre ambos, marcando el tono plano de toda la película. Una versión descafeinada, desprovista de pasión, como relato familiar destinado a propagar el perdón y la bondad, con una simplificación extrema de personajes y situaciones. De lo que hay que colegir que, a diferencia de William Wyler, Bekmambetov no se desveló demasiado, ni buscando la manera de retratar al Cristo ni a ningún otro personaje, y sobre todo ni pensando cómo diablos hacer con acierto la remake de una de las películas más famosas, más taquilleras, más premiadas y más influyentes de Hollywood. Porque tal es el caso, aunque a muchos no les haya gustado aquella Ben-Hur estrenada cuando ya los vientos del cine comenzaban a cambiar, cuando las faraónicas producciones de ambiente bíblico empezaban a convertirse en faraónicos anacronismos, y cuando los críticos asociados a la nouvelle vague francesa empezaban con fruición su ejercicio de demoler a los “artesanos” como Wyler, completamente descalificados para figurar en la gloriosa categoría de “autor”.

La Ben-Hur de 1959 respondió sobre todo a una necesidad. Fue uno de los episodios, convertido en hito, de la lucha de los grandes estudios para atraer de nuevo al público a las salas de cine. La pequeña pantalla en blanco y negro del televisor logró el fenómeno; de menos de 7 mil aparatos en todo Estados Unidos al final de la guerra, en 1950 llegaron a ser 11 millones. Durante toda la década del 50, además, las listas negras y la obsesión por aventar cualquier sospecha de afinidad con el comunismo hacían ver signos de su presencia en cualquier guión donde se insinuara alguna modesta crítica a cualquier forma de poder. Entonces Hollywood recordó su pasado, y el potencial de la “grandeza”: miles de extras, construcciones gigantescas, epopeyas, pasiones, el súper espectáculo que sólo alcanzaba su dimensión en la pantalla grande. Cecil B De Mille, que ya había hecho para el cine mudo Los diez mandamientos (1923) y Rey de reyes (1927), y comenzó en el sonoro con El signo de la cruz (1932), abrió la tendencia con la muy mediocre pero exitosa Sansón y Dalila (1949). La siguió en Las minas del rey Salomón en 1950, y en 1951 Quo Vadis, dirigida por Mervin LeRoy sobre la novela homónima de Henryk Sienkiewicz, alcanzó un éxito suficiente como para desatar la siguiente catarata bíblica, reforzada con películas sobre historias consideradas míticas: David y Betsabé (1951), El manto sagrado (1953), Sinhué el egipcio (1954), Tierra de faraones (1955), Alejandro Magno (1956), Los diez mandamientos (1956, en la que De Mille se superó a sí mismo), Helena de Troya (1956), Salomón y la reina de Saba (1959), Espartaco (1960). Y le cupo a Cleopatra (1963), con su rodaje accidentado que demandó tres directores –Joseph Mankiewicz,­ Rouben Mamoulian y Darryl F Zanuck–, con su desorbitado costo que casi lleva a la quiebra a la 20th Century Fox y su también desorbitado metraje –las seis horas originales fueron reducidas a tres, por razones de exhibición–, clausurar las películas péplum que recién verían un nuevo pero aislado despertar en el año 2000, con Gladiador.

La Ben-Hur de 1959 forma parte de esa catarata, de esa tendencia y de esa lucha de los estudios para recuperar su amenazado esplendor. Ya había dos versiones anteriores, de 1907 y 1925; esta última, dirigida por Fred Niblo con Ramón Novarro interpretando a Ben-Hur, ha sido revalorizada por algunos críticos y por la National Film Registry, de la Biblioteca de Estados Unidos, que en 1997 la incorporó a la categoría “película cultural, estética e históricamente importante”, donde, por cierto, también figura la de 1959. La novela homónima del militar de la Unión Lew Wallace, publicada en 1880, atrajo a sucesivos productores, guionistas y directores. Es que allí no faltaba nada: traición, venganza, sufrimiento, amor, redención, en el marco de un país ocupado, Judea, por un poder opresor, Roma, y con el representante de los oprimidos venciendo y humillando al representante del opresor. El rico y noble hebreo Ben-Hur es condenado a las galeras por un accidente fortuito, y su madre y hermana son recluidas en prisión. Traicionado por su hasta entonces gran amigo romano Mesala, Ben-Hur resiste en las galeras, salva a un noble romano durante un ataque al barco en que servía, es adoptado como hijo por éste y se convierte en campeón de las carreras de cuadrigas, carros tirados por cuatro caballos. De vuelta en Jerusalén, encuentra a su madre y hermana enfermas de lepra, enfrenta y vence a Mesala en la carrera de cuadrigas, asiste al suplicio y crucifixión de Jesús, la lluvia que cae a continuación sana a las mujeres de su familia, y Ben-Hur recompone su vida uniéndose a Ester, en los albores de un nuevo mundo, o una nueva religión, que cura su rencor y su sufrimiento. (Y no deja de ser curioso que la versión de Roma que recibimos todos quienes hemos visto cine de antes de 1960 sea la pergeñada por Hollywood, que redujo sin complejos la larguísima historia de la república convertida en imperio a los episodios donde priman los emperadores o cónsules o generales perversos y degenerados, y el circo y sus crueles espectáculos.)

La Metro Goldwyn-Mayer apostó a Ben-Hur, y no se equivocó. Los 15 millones de dólares invertidos –el mayor presupuesto para un filme hasta entonces– le fueron devueltos con creces por la que se convirtió en la segunda película –detrás de Lo que el viento se llevó– más taquillera de la historia. El costo puede explicarse por los imponentes decorados y el ejército de técnicos y artistas que necesitó, por el fastuoso vestuario, por la extensión del rodaje, desde mayo de 1958 hasta enero de 1959, en los estudios Cineccità de Roma y en California, y de la posproducción, que duró seis meses, por el formato de 70 milímetros empleado, por la cantidad de extras (10 mil) y hasta de camellos y caballos (2.500), con sus respectivos cuidadores, veterinarios y entrenadores. La multiplicación se extiende a los guionistas, pues además de Karl Turnberg, metieron la mano Maxwell Anderson, S N Behrman, Christopher Fry y Gore Vidal, y hasta hubo luego una disputa por la autoría del guión. Hasta la (notable) banda sonora de Miklós Rózsa participa de la desmesura: es la más larga creada para una película. Sin descartar, en el costo, el perfeccionismo maniático del director, pues Wyler podía repetir infinidad de veces una toma hasta quedar satisfecho, aunque dejara exhaustos a actores y técnicos con sus jornadas de rodaje de 12 y hasta 14 horas.

Las historias en torno a la realización de Ben-Hur son muchísimas, y un relato bastante pormenorizado puede encontrarse incluso en la Wikipedia. Las más maliciosas tienen que ver con las declaraciones de Gore Vidal, que se jactó de haber logrado imprimir un tinte homosexual a la relación entre Ben-Hur (Charlton Heston) y Mesala (Stephen Boyd), lo que provocó la airada reacción de Heston.

Más allá de los interminables chismes, queda la dimensión de un realizador no demasiado apreciado por una parte de la crítica. Wyler dirigió algunos de los títulos más emblemáticos –e imprescindibles– del Hollywood­ de los años treinta y cuarenta, como Infamia (1936), Callejón sin salida (1937), Jezabel (1938), Cumbres borrascosas (1939), La carta (1940), La loba (1941), Rosa de abolengo (1942), Lo mejor de nuestra vida (1946), La heredera (1949). Wyler no componía música ni manejaba la cámara ni escribía guiones, y aparece así como el acucioso orquestador de varios talentos, para obtener películas intensas e inteligentes que, insoslayable prueba de mediocridad para las enjundiosas minorías, fueron muchas veces éxitos de público. Grandes fotógrafos, como Joseph Ruttenberg, Rudolph­ Maté o Tony Gaudio, y sobre todo Gregg Toland. Grandes compositores, como Aaron Copland y Miklós Rózsa. Notables guionistas, como Ben Hetcht, Howard Koch, Robert Sherwood­ o Lilian Hellman. Pero, ¿alcanza con un buen “orquestador” para obtener películas con ese uso expresivo del plano, con esa enjundia de imágenes inolvidables, con esa intensidad del drama contado? En una temprana clarividencia, Emir Rodríguez Monegal –en “El estilo de William Wyler”, publicado en Film, de Cine Universitario en mayo de 1952–, destacando antes, como corresponde, los datos que podrían ubicar a Wyler en la desdeñosa y cariñosa categoría de “buen artesano”, escribe: “Y, sin embargo, un filme de Wyler es una creación absolutamente identificable, una creación cuya unidad de concepción y realización se impone inmediatamente, cuya vinculación –de enfoque y estilo– con su obra precedente y subsiguiente es fácil de trazar. Sí, es cierto, Wyler aparece a veces subordinado a la orientación o al arte de sus colaboradores; pero esa es la condición inevitable de toda creación colectiva, de todo trabajo de equipo. Lo que importa determinar es el alcance de esa subordinación, la naturaleza de esa creación”. Retrucando a Bazin, para Emir “Wyler impone su punto de vista y sus convicciones a los filmes que crea, pero lo hace en forma objetiva. Vale decir: prescinde de todo alarde subjetivo o tendencioso, de todo desplante expresionista. Muestra los distintos enfoques del asunto, tratando de ser leal con todos, y sostiene el que le parece justo. Su habilidad consiste en confundir su punto de vista con el de la cámara, en orientar al espectador sin discursos, por la mera elección del enfoque”. Siga el lector interesado el artículo de Emir, con su análisis detallado de escenas y planos de algunas de las grandes películas de Wyler (puede leerse en http://www.autoresdeluruguay.uy). Después de esa nota, Wyler hizo otras películas, como La princesa que quería vivir (1953), Horizontes de grandeza (1958), El coleccionista (1965) y Funny Girl (1968), todas con temas diferentes, por lo tanto estilos –“el estilo lo determina la historia, no el director”, dijo en una entrevista–, y también Ben-Hur. ¿Qué hay de común en todas ellas? Contarle a un espectador inteligente, y suponer que todo espectador lo es, una historia que vale la pena conocer. Sólo eso.

Mirada desde el hoy, Ben-Hur, hija al fin de su tiempo y sus circunstancias, no deja de revelar su ingenuidad narrativa, su aire añejo de cartón piedra, de grandiosidad impostada en el tamaño y la fastuosidad, de espectáculo calculado para impactar. Sin embargo sigue teniendo un nervio particular, momentos de real intensidad, y además de la insuperable carrera de cuadrigas hecha con carros, caballos y conductores reales –una secuencia que marca prácticamente a todo el cine de acción posterior–, la película de Wyler mantiene algunos de los rasgos que lo caracterizaron en todas sus obras –tan diferentes de ésta–, sobre todo el de crear personajes con carnadura. Pese a su físico de atleta gringo y su cara tallada a hacha, Charlton Heston se las arregla para expresar la fuerza agónica que exige el personaje, que se trasmite a sus relaciones con Mesala –¿quizá gracias a los aportes del pérfido Vidal?–, especialmente cuando sobreviene el odio. Y algunos de los secundarios, como el jeque Ilderim, interpretado por Hugh Griffith, resultan realmente notables. (Si de comparaciones se trata, aunque no sean justas, basta hacerla entre ese pícaro desenfadado y el pomposo mismo personaje interpretado por Morgan Freeman en la remake actual para medir las atroces distancias.) Es cierto, aquel Ben-Hur fue una empresa comercial destinada a recaudar millones para salvar a un estudio –cosa que logró–, pero lo hizo dejando en la cancha con fervor y furor lo mejor del viejo Hollywood. Participa, además, de esa melancólica estirpe de los monumentos a un mundo que ya fue. “Las epopeyas (…) fueron la particular versión hollywoodense de El último magnate, de Fitzgerald: fugas, como dijo el mismo Fitzgerald, ‘a un pasado lujoso y romántico que tal vez no vuelva a darse’. (…) Hollywood era Egipto, y Roma, y Jerusalén. El mundo antiguo de las epopeyas era una imagen metafórica, colosal y polifacética del mismo Hollywood, y ello porque (…) tales películas siempre hablan sobre la creación de un mundo. Y tras crear una gran ciudad del pasado, la misión de la epopeya era destruirla al final” (Otto Friedrich en La ciudad de las redes, citando a Michael Woold). Con su chatura narrativa, sus personajes y conflictos lavados y sus efectos de computadora, la versión actual es una forma de entierro de la historia de aquel príncipe de Judea, menos aparatosa –aunque costó unos seguramente irrecuperables 100 millones de dólares– que aquellos orgiásticos incendios hollywoodenses, como el de Atlanta en Lo que el viento se llevó y el de Roma en Quo Vadis.

Morir con estilo no es cosa fácil. Ni para Hollywood.

 

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