Cuando una línea de defensa argumentativa sobre acciones cuestionables u omisiones de un gobierno hace agua, debe ensayarse la siguiente. Se puede decir, entonces, que todo gobierno tiene capacidad de administrar el poder simbólico del Estado y, por tanto, que procura imponer a los otros una forma de ver algo, aunque esta operación nunca puede ser desanclada de la realidad. Esa capacidad puede ser mayor –cuando los intereses políticos se alinean con grandes intereses económicos– o menor –cuando existen tensiones entre estos–, pero existe. El gobierno uruguayo entra ciertamente en ese alineamiento.
Sin embargo, la aparición cotidiana de información sobre los dos casos conocidos hizo que debiera traspasar esas defensas argumentativas en poco tiempo, por lo cual se produjo un importante desgaste de credibilidad. De este modo, en los últimos meses se sucedieron expresiones de actores políticos que pasaron por las siguientes etapas: a) discurso de conductas aisladas desviadas y sorpresa sobre lo ocurrido, b) aceptación parcial de la magnitud del problema (algo así como «ok, hubo algunas conexiones en el gobierno que están en el límite de lo admisible, pero se investigará, pues todos tenemos la misma preocupación de llegar al fondo») y c) aceptación más amplia sobre algunas derivaciones de lo ocurrido, pero apelando a la posición de no espectacularizar innecesariamente y dejar que la Justicia trabaje tranquila. En esta tercera línea de defensa también se apeló, igualmente, a pasar a temas más importantes que el Uruguay requiere atender. Eso se fortaleció con anuncios varios en la última semana del año.
Es decir, no debe sorprender que la parte del campo político más directamente involucrada (la coalición de centroderecha gobernante y no solamente el Partido Nacional) haya tratado de circunscribir públicamente el problema lo más posible y contener el daño político potencial. Sin embargo, ambos casos abrieron temas mucho más complejos que formas de corrupción puntuales que trascienden ampliamente los habituales análisis coyunturales, superficiales y electoralistas sobre impactos en la opinión pública (dicho sea de paso, presentada como una suerte de extensión de consumidores en el libre mercado). Aquí siguen tres tesis que intentan promover la reflexión en ese sentido.
En primer lugar, el tema derriba, una vez más, el relato local sobre la excepcionalidad uruguaya en cuanto a microcorrupción, lo cual entraña una amnesia llamativa de la década del 90, por no ir más atrás. Es cierto que existe una tendencia de las sociedades en general a decir que son únicas en algo y, entonces, el caso uruguayo no es una excepción en hablar de excepcionalidades. Resulta igualmente cierto que, en tanto mito, puede ser un recurso simbólico que atraviesa el campo político de derecha a izquierda (pues tampoco la centroizquierda ha escapado a reproducirlo) y que contribuyeron a crear y difundir no solamente algunos actores políticos, sino el mainstream académico de las ciencias sociales desde la salida de la dictadura.
Entre otras cosas, este mito proyecta una idea vaga pero extendida sobre una forma de negociar y resolver conflictos propia de los uruguayos y un respeto generalizado, casi genético de las instituciones y de la separación de poderes, pues todo ello funciona. La creencia en esa singularidad contribuyó a aceptar prerrogativas del poder militar desde la salida de la dictadura. Con respecto a los casos aludidos no habría, entonces, que exagerar la preocupación: se trata de casos puntuales, aislados, debe dejarse actuar a la Justicia y las consecuencias a nivel estatal están contenidas porque el Uruguay es así. Además, nuestra imagen exterior no puede quedar en peligro (el país como una gran agencia de marketing) y asunto terminado: cualquier otra elucubración no hace más que enturbiar innecesariamente el buen clima social que todos queremos.
La conclusión primaria es obvia: es preciso sacudirnos socialmente ese mito (que funciona consciente o inconscientemente) y profundizar los análisis sobre lo ocurrido, con elementos que trasciendan el plano jurídico y delitos efectivamente penalizables, pues el tema levanta otros graves problemas, como el del Estado capitalista y su funcionamiento en Uruguay. Vamos con esta idea a la segunda tesis.
Como se ha impuesto una noción de Estado como mero conjunto de instituciones, de elenco burocrático y gestión cuya optimización se alcanzaría emulando lo que ocurre idealmente en una gran empresa privada (lo que expliqué en un capítulo de Ver más allá de la coyuntura), toda una herencia de pensamiento crítico global sobre Estado, gobierno y democracia y del carácter intrínseco de reproducción de intereses de clase suena a consideraciones esotéricas, conspirativas o a reduccionismos del pasado. Sin embargo, es necesario recuperar algunas ideas de esa herencia conceptual olvidada, a riesgo de no considerar elementos claves del problema.
Y lo primero a tener en cuenta es que el Estado, en verdad, es muchas cosas a la vez. Es una configuración histórica de relaciones de fuerza cambiantes a nivel del país y del exterior. Es también un conjunto de mecanismos no necesariamente visibles y formales destinados a la reproducción de intereses políticos y económicos. Lo ocurrido con los casos de Marset y Astesiano no es otra cosa que una expresión radical de este costado oscuro del Estado, que, cuando se visibiliza, hace estallar el revestimiento liberal, de transparencia, de imparcialidad y rectitud para gestionar intereses que se pregona.
Si aparecen elementos como narcotraficantes y narcotráfico, pasaportes expedidos de acuerdo a la cara del cliente, acumulación de poder insospechada a partir del hecho de ocupar algunos cargos, conexiones discrecionales entre funcionarios y entre estos e intereses de determinadas empresas, solicitudes de seguimiento de legisladores y espionaje, intentos de censura y, por tanto, también de producción de autocensura, entre otros posibles elementos, emerge un Estado dark, profundo, de redes informales y de lobbies (que muchas veces aparece en la literatura como algo natural, pero no lo es), impunidades y acomodos. Estados Unidos ha sido experto en hacer desaparecer ese otro Estado de la vista y en promover la idea de que está bajo control de la democracia.
Ahora bien, si el Estado es también ese conjunto de conexiones informales, hay que preguntarse –ya en tercer lugar– por las formas o dinámicas de acumulación de capital social y político (red de relaciones) que los gobiernos pueden direccionar, matizar o fomentar y los facilitadores que las hacen posible. Es decir, para volver al título de este artículo, es necesario pensar el funcionamiento estatal también como un conjunto de irregularidades que se naturalizan, que se vuelven habituales, regulares en función del capital social acumulado de determinados funcionarios y políticos.
Lo más llamativo de lo ocurrido –sin quitarles gravedad a ambos casos, sino intentando contextualizarlos– no es un conjunto de delitos insospechados en manos de la Justicia, es la involuntaria presentación en sociedad de cómo funcionan y se resuelven situaciones cotidianas, de gestión en determinados ámbitos, por parte de esa red de relaciones en las sombras que no solo se vuelven fluidas por retribuciones económicas, sino por favores políticos (la vieja práctica de clientelizar llevada a un nivel más alto). La divulgación de las comunicaciones muestra los involucramientos necesarios (en distinto grado) de cuadros gerenciales y altos funcionarios para posibilitar intereses concretos del poder político y económico. En ese marco, la información –personal, profesional, de trayectoria, de actitudes potenciales ante determinados eventos– se vuelve clave, pues contribuye a reproducir el capital económico y político.
Si aumenta socialmente la sospecha de que las irregularidades encontradas hasta el momento son más regulares de lo que se suponía, la tarea del campo político se vuelve, en lo inmediato, recomponer –con diferentes gestos– la confianza (como ocurrió después de la década del 90 y la crisis de 2002). El gobierno de centroderecha de la coalición en Uruguay avanzó en reconfigurar el Estado fortaleciendo los canales informales con el gran capital (principalmente vinculados al agro, aunque esto se ve menos) y promoviendo reformas a su favor como parte de su agenda, que implica marginar o neutralizar formas de participación y de incidencia de colectivos sociales (más allá de lo públicamente aceptado).
Y, en ese terreno, es necesario introducir un último aspecto, pues para la sociedad uruguaya el desafío que se abre es complejo y transcoyuntural: encontrar y exigir formas de conocimiento y control del Estado mucho más fluidas que la mera delegación de poder cada cinco años. Y aquí aparece una contradicción enorme que es propia de las sociedades actuales en general y que, ya en el final, solo cabe esbozar: cuanto más aumentan la desconfianza y el alejamiento de una parte importante de la sociedad respecto del campo político, más es necesario que esta se involucre para poder controlar y penalizar desviaciones de esa parte oscura del Estado.
Para quienes piensan en alternativas sociales no se trata, entonces, solamente de apostar por una gestión más transparente, sino de pensar un proyecto de sociedad más democrático en general (y esto implica el papel de los medios de comunicación y no solo concentrarse en el rol de las redes sociales) y participativo, único antídoto contra irregularidades que pueden ser más regulares de lo que el mito de la excepcionalidad habilita a pensar.
* Alfredo Falero es doctor en Sociología. Sistema Nacional de Investigadores.