Muchas de estas preguntas parecen haber llegado a un punto en el que se acumulan descontentos, rupturas y perplejidades, según se trate de la profundización de la matriz extractivista, la expansión del monocultivo y el uso de transgénicos, la criminalización de movimientos sociales, o la persecución a las mujeres que interrumpieron su embarazo.
La heterogeneidad de las propuestas reunidas en una denominación común de “gobiernos de izquierda” ha sido uno de los problemas del debate político ya que ha colocado en el mismo campo proyectos minimalistas, como la Concertación en Chile, o alianzas conservadoras con prácticas autoritarias, como las del Frente Sandinista, de Nicaragua, con la beligerancia del socialismo del siglo XIX del gobierno de Venezuela y las propuestas descolonizadoras del gobierno de Bolivia, o los avances en derechos en Uruguay, y ello no ha contribuido a profundizar el debate sobre alternativas emancipadoras. Ese campo genérico de “izquierda” ha sido, en realidad, un obstáculo para diferenciar políticas clientelares, autoritarias y conservadoras, de aquellas que aun con contradicciones y limitaciones, abrieron algún espacio a la experimentación democratizadora y de protagonismo social.
El debate acerca del fin del ciclo progresista en América Latina está instalado desde hace un tiempo, pero claramente se profundiza con los recientes resultados electorales en Argentina y Venezuela, y la situación del gobierno de Dilma Rousseff en Brasil. Como dice Eduardo Gudynas, “en realidad los progresismos expresan regímenes políticos heterodoxos donde coexisten novedades que podrían identificarse como de izquierda, junto a otras más conservadoras”.1
Las tensiones y contradicciones de esa heterodoxia han generado malestar y ruptura con movimientos sociales diferentes.
“Del cambio, a la contención del cambio”, titula un artículo el sociólogo Alfredo Falero,2 preguntándose si se ha dado un período bisagra en América Latina. Según él, resulta necesario analizar los nuevos mecanismos de generación de contención que implican de hecho una democracia recortada o reducida a una lógica procedimental. El tránsito a nuevas formas cualitativamente hegemónicas en el marco de una nueva división global del trabajo implica la renovación de mecanismos de desposesión a través de la “revolución informacional”. En segundo lugar, señala la transformación organizacional del capitalismo, con el nuevo papel de las elites empresariales como agentes sociales disputando una perspectiva despolitizada y pragmática de la gestión estatal. Una tercera dimensión estaría marcada por la pérdida de mapas cognitivos clásicos y la crisis de las agencias de socialización tradicional, como sindicatos y partidos políticos.
La pregunta central sigue siendo qué cambios pueden sostenerse en el contexto actual del capitalismo, o más precisamente qué cambios puede tolerar el capitalismo que necesita del extractivismo, la depredación y el consumismo para su supervivencia.
VIEJOS TEMAS, NUEVOS ENFOQUES. Las demandas de una sociedad mucho más reflexiva e individualizada hacen irrumpir lo político desde fuera de las estructuras y jerarquías formales para generar nuevas demandas en la agenda pública. Muchos de los temas que constituyen la agenda social han sido politizados por movimientos político-culturales que han logrado impactar en los sentidos comunes ciudadanos, disputando el espacio discursivo de la política, desde los bordes de la institucionalidad y muchas veces en pugna con ella.
Los problemas ecológicos y ambientales, el extractivismo, la división público/privado, las relaciones de género, las formas de hacer política, la cultura de derechos, los derechos sexuales y reproductivos, las diversidades e identidades sexuales y de género, y las relaciones de poder, la interculturalidad y el racismo, ingresan al debate politizados por actores que se organizan al margen de los partidos y muchas veces en disputa con ellos. Estas experiencias, estas prácticas políticas, discursivas y simbólicas crean nuevos significados de ciudadanía y disputan hegemonías. A pesar de lo cual no dejan de provocar un sabor amargo los escasos avances emancipatorios en el imaginario social, expresados en la reproducción de prácticas corporativas, “la inflación punitivista” de la seguridad social, la corrupción como lógica de poder, el imperio de las multinacionales, y en definitiva la no reversión de la desigualdad estructural de la región.
El escenario resulta complejo y muy contradictorio. En Argentina las amenazas de reversión de algunos avances democratizadores, como los juicios a los militares de la dictadura, o la ley de medios, parecen mostrar la recomposición de la derecha como eje de poder no sólo económico sino político e ideológico. De hecho la nueva elite gobernante está llena de ex jerarcas de empresas multinacionales.
En los últimos 30 años una diversidad de movimientos sociales ha contribuido con sus luchas y demandas a la creación de instituciones en permanente proceso de cambio, simbólicamente ricas (reformas constitucionales, defensorías, presupuestos participativos, descentralización municipal y participación ciudadana, leyes de participación y control, comisiones de la verdad, matrimonio igualitario, derechos de la naturaleza, plurinacionalidad, pueblos indígenas etcétera), que coexisten con políticas extractivistas y neodesarrollistas, prácticas políticas signadas por luchas de poder y conflictos centrados en la permanencia indefinida de sus líderes políticos, junto a la postergación real y concreta de las mujeres como protagonistas con plenos derechos sobre sus cuerpos y sus vidas.
Los pueblos indígenas, el movimiento de afrodescendientes, los movimientos feministas y de mujeres, movimientos por la soberanía alimentaria y la justicia ambiental, aun con toda la diversidad de posturas ideológicas, políticas, estratégicas y tácticas, contribuyen a la afirmación de nuevos “sentidos comunes” y articulan en sus luchas nuevas dimensiones de derechos individuales y colectivos que colocan en el debate público la construcción de alternativas al capitalismo.
Las estructuras político-partidarias se ven desafiadas por nuevas subjetividades y dinámicas sociales, y el desencuentro que se produce muchas veces multiplica el desencanto y la desafiliación de amplios sectores respecto de la política institucional.
En este contexto, los feminismos latinoamericanos enfrentan nuevas complejidades y tensiones. Se replantean viejos estigmas y prejuicios sobre ellos que provienen tanto de sectores populares como de una cultura sesentista de izquierda tradicional que supone y aspira a sujetos únicos como vanguardia y conducción del proceso de cambio. Al identificar al feminismo como una demanda posmaterial, se lo adscribe a una sensibilidad de clase media, deslegitimando de esa forma sus propuestas y elaboraciones políticas.
Algunos líderes de izquierda (también algunas mujeres, aunque menos) consideran que el reclamo de redistribución del poder es una demanda que “empequeñece” a las mujeres porque éstas “deben ganarse el derecho” de ser líderes. Y mantienen, al igual que la derecha, su oposición a consagrar el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos y el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos.
Son varios los campos que expresan estas disputas y que interpelan y dividen a los gobiernos y partidos de ese amplio espectro denominado izquierda en Latinoamérica.
Nuevos paisajes de conflicto se agregan a las formas ya tradicionales de segregación: territorial, laboral, de género, de generación, identitaria, de clase, que expresan transformaciones profundas de la vida colectiva.
El orden democrático, sus sistemas de representación y sus instituciones parecen débiles y sin espesor simbólico para restituir o crear nuevos sentidos de pertenencia y abrir nuevos horizontes para imaginar otras formas de vida en común. Si el lugar de la política, decía Norberto Lechner, es “incapaz de elaborar objetivos que trasciendan la inmediatez, todo se reduce a una elección del mal menor. Un presente omnipresente pone en duda la capacidad conductora de la política, pero no hace desaparecer la preocupación por el futuro. Este anhelo puede adoptar formas regresivas y alimentar movimientos populistas. Pero también puede impulsar el desarrollo de la democracia”.
IMAGINARIOS DE JUSTICIA SOCIAL. ¿Cómo pensamos nuestro futuro como sociedad? ¿Qué imaginario de justicia y solidaridad social sustituye al simplista “combate a la pobreza”? Para construir nuevos rumbos emancipadores es necesario cambiar la perspectiva de análisis y la mirada sobre los problemas. Ese es el principal campo de disputa política.
Deberíamos comenzar por colocar en el centro del debate la contradicción capital/vida, tal como la define la economía feminista para pensar la calidad misma de la vida o “la vida que merece ser vivida”.
Para las feministas, dice Cristina Carrasco, “centrarse explícitamente en la forma en que cada sociedad resuelve sus problemas de sostenimiento de la vida humana ofrece, sin duda, una nueva perspectiva sobre la organización social y permite hacer visible toda aquella parte del proceso que tiende a estar implícito y que habitualmente no se nombra”.
La crisis financiera sacudió al mundo capitalista en 2008 y el Estado de bienestar europeo comenzó a erosionarse, con graves consecuencias sociales para millones de personas. Si pensamos la crisis más allá de lo financiero, se pone en jaque un modelo de economía, producción y sociedad basado en el crecimiento y la sobreexplotación de los “recursos naturales”, cuyos efectos se extienden al ambiente, la alimentación, la salud, el clima y las relaciones sociales, en todos los rincones del planeta.
La idea de ciudadano-individuo autónomo e independiente, desarrollada como mito capitalista de los sistemas liberales, se sustenta para su realización en la existencia de una infraestructura de cuidados imprescindibles para la vida, que mayoritariamente realizan las mujeres. ¿Cómo es que las necesidades humanas más elementales han sido relegadas a un espacio invisible para la consideración de los problemas “macro”? “¿Cómo es que los sistemas económicos se nos han presentado tradicionalmente como autónomos, ocultando así la actividad doméstica, base esencial de la producción de la vida y de las fuerzas de trabajo?”, se pregunta Carrasco.
La sociedad y la economía siguen desconociendo que el cuidado de la vida humana es una responsabilidad social y política, reproduciendo una masculinidad que se desentiende de los cuidados y usa de la fuerza de trabajo de las mujeres. Explorar este vínculo es una de las tareas que nos hemos planteado desde el feminismo, no sólo para denunciar la utilización que hace el capitalismo del trabajo gratuito de las mujeres, sino para la revalorización del cuidado como una ética social y ecológica imprescindible para pensar las alternativas.
Pese a que un buen número de países de América Latina se consideran o definen (en sus constituciones) como estados laicos, es claro que en muchas oportunidades, especialmente cuando se trata de los derechos sexuales y los derechos reproductivos (Dsr) de las mujeres, sus gobernantes permiten que decisiones de política pública sean afectadas por las posturas dominantes de las iglesias, particularmente, la Católica. Es así como, tanto en la producción de legislación como en la formulación de políticas a nivel del ejecutivo, termina evidenciándose la falta de una postura verdaderamente laica, recortando la democracia en deterioro de los principios de libertad y autonomía, especialmente de las mujeres. (Lucy Garrido, “Documento de trabajo”, 2005.)
A esta situación no es ajena la creciente consolidación de distintas manifestaciones del pensamiento único, que hacen que el tema de los fundamentalismos aparezca en el “tapete” público en una región profundamente marcada por las desigualdades sociales, económicas y políticas.
Los sectores conservadores, como señala Jaris Mujica3 en un estudio sobre la economía política del cuerpo, han dejado de lado la cuestión étnica y de clase y han centrado su atención en el asunto de género, en las cuestiones referidas a las libertades sexuales y de derechos sexuales, así como de la anticoncepción. La hipótesis de Mujica es que la predominancia de los regímenes democráticos hace que éstos se constituyan como punto de partida y referencia hegemónica creando una nueva cultura democrática más igualitaria. Se desplaza entonces el territorio de “control del otro” a los cuerpos. La sexualidad y la reproducción se convierten, así, en los nuevos ejes de las estrategias discursivas de los sectores conservadores.
A diferencia de otros períodos cuando el conflicto entre el Estado moderno y la Iglesia Católica estuvo marcado, en nuestra región, por una cuestión de tributos, de propiedades de tierra o de tipo de régimen político, en la actualidad el espacio del conflicto está centrado en la sexualidad y el diseño de políticas públicas en materia de derechos sexuales y reproductivos, se trate de la píldora del día después, de métodos anticonceptivos o de las formas de familia y los derechos de homosexuales, lésbicos, travestis, transexuales.
El movimiento feminista, como otros movimientos anticapitalistas, conforma una vertiente de izquierda no vanguardista, contestataria al autoritarismo y defensora del protagonismo de múltiples y diversos actores como sujetos del cambio. Como dice Betânia Avila, “no es un movimiento que ordena, que centraliza, que define modelos a seguir. Por el contrario, es un movimiento que se abre, se expande, a veces en forma contundente (…). (Es) un movimiento que quiere reinventar y radicalizar la democracia política y la democracia social”.4 Desde estas premisas, es un movimiento que cuestiona, interpela y disputa sentidos teóricos, políticos y epistemológicos.
Poder imaginar un nuevo marco de relaciones humanas, afectivas, económicas y sociales, redimensiona el debate político al colocar como premisa radical la posibilidad de pensar las alternativas simultáneamente desde todas estas dimensiones, o como dice Boaventura de Souza Santos, desarrollar un “pensamiento alternativo sobre las alternativas”.
RELACIONES PELIGROSAS. Hace algunos años, en el IX Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, un taller convocado fuera de programa analizaba la compleja relación de las feministas de izquierda con los gobiernos y partidos que habían llegado al gobierno. El conjunto de experiencias desde diferentes realidades y países podía resumirse en una frase: “nos peleamos con una izquierda que nos coloca en las tierras movedizas del populismo, o el clientelismo. Nos peleamos con una izquierda que nos expulsa de la ‘casa’ si la criticamos, y nos manda directamente para la derecha o nos arroja a la orfandad”.
No hay duda de que la subjetividad política feminista interpela radicalmente un pensamiento conservador que tutela la sexualidad y la autonomía de las y los sujetos. Incluso ha sido más fácil conquistar el matrimonio igualitario que el derecho a interrumpir un embarazo.
Pero esta dinámica expulsiva no impacta sólo en las feministas, también ecologistas, indígenas y otros movimientos sienten paulatinamente retaceadas sus expectativas. Lo cual nos remite a una pregunta básica: ¿cuál es el campo de alianzas que los partidos de izquierda privilegian? Desde los gobiernos, muchas veces se prescinde y desprestigia a movimientos e intelectuales que cuestionan y demandan más radicalidad democrática, más coherencia política y más cambio cultural y de imaginarios.
La relación de las luchas feministas con los gobiernos y partidos de izquierda respecto del derecho a decidir la interrupción de un embarazo no deseado ha sido un campo de conflicto y constituye, junto a la perspectiva ecologista, uno de los terrenos de mayores tensiones y distancias, aun para aquellas que sin ser militantes feministas han promovido esa causa dentro de sus partidos. Algunas han sido duramente increpadas, como las militantes de Ecuador, o ignoradas, como las militantes del PT de Brasil, históricamente impulsoras del derecho al aborto. No se trata de estar a favor o en contra de la interrupción voluntaria del embarazo, se trata de poner en juego un concepto de libertad que pone límites a la acción de regulación e imposición de normas estatales punitivas en la vida de las personas. Por eso, más allá de lo que cada quien piense, el Estado debe habilitar la práctica de control de la capacidad reproductiva reconociendo el proyecto autónomo que cada mujer puede hacer de su cuerpo y su vida.
El veto presidencial de Tabaré Vázquez a la decisión del Parlamento, la de su fuerza política y la de la opinión pública, fue paradigmático. Pese a él, en el gobierno de José Mujica las fuerzas pro legalización del aborto lograron, junto con la mayoría frenteamplista, la posterior aprobación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, aunque con un resultado menos emancipatorio que el originalmente vetado.
En Ecuador, por el contrario, Rafael Correa, autodefinido “progresista en temas económicos pero conservador en relación con la moral”, no sólo se ha opuesto a la despenalización sino que no ha permitido siquiera la posibilidad de un proyecto que promoviera el debate parlamentario. Durante la discusión del Código Penal la asambleísta del partido de gobierno Paola Pabón presentó una propuesta para despenalizar el aborto en caso de violación, con el apoyo de más de 20 de sus colegas de Alianza País. Correa amenazó con renunciar a su cargo si la Asamblea la aprobaba y ordenó a su partido votar en contra, a la vez que acusó de traidora a Pabón y a sus compañeros. Ella, junto a Gina Godoy y Soledad Buendía, fueron sancionadas por su partido con 30 días de suspensión en sus labores legislativas y sometidas a la prohibición de hablar públicamente del tema. Las asambleístas sancionadas no volvieron a plantear la cuestión que originó el conflicto.
En Nicaragua, en 2007, como muestra de la conversión al cristianismo del “revolucionario” Frente Sandinista de Liberación Nacional, la pareja presidencial impulsó la penalización total del aborto, aun del terapéutico. (Nicaragua sigue siendo uno de los cuatro países del mundo que no reconoce el derecho al aborto ni siquiera en situaciones de riesgo de muerte de la madre.)
El Salvador en 1998 prohibió el aborto en todas las circunstancias. Y en 2009, con los votos del Fmln, también cerró el paso al matrimonio igualitario, aunque el partido cambió de posición en 2012. La realidad de las salvadoreñas resulta particularmente dramática. Como afirma la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto, “un amplio número de salvadoreñas que sufrieron emergencias obstétricas durante el embarazo continúan siendo encarceladas bajo la sospecha de haber tenido un aborto inducido, y después condenadas por cargos de homicidio”.
Como señala el documento técnico de revisión de los derechos sexuales y derechos reproductivos en la región, realizado para la preparación de la Conferencia Regional de Población y Desarrollo: “El período 2009-2014 deja pocos avances. Durante estos años sólo un país, Uruguay, reformó su legislación y se acercó a una posición acorde con los derechos humanos y los principios del derecho penal liberal. Varias jurisdicciones endurecieron su posición en el texto o en la práctica (Nicaragua, algunos estados mexicanos, El Salvador), mientras que la gran mayoría mantuvo marcos regulatorios que están en tensión con los derechos humanos de las mujeres (Chile, República Dominicana, Honduras, Perú, Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia, Panamá). Al mismo tiempo, aquellos países que tuvieron algunos avances moderados hacia la despenalización aún no logran garantizarles a las mujeres un acceso oportuno, de calidad y no discriminatorio (Argentina, Brasil, Colombia)”.5
La senadora uruguaya Constanza Moreira afirmaba, ya hace algunos años, que existe “un importante retraso en la agenda ‘secular’en América Latina, y si bien las elites de izquierda están en mejores condiciones de defenderla que los otros, sus convencimientos al respecto no son firmes, ni mayoritarios, entre sus miembros”.
Sin embargo y pese a las debilidades y puniciones, esta región ha aprobado uno de los documentos más significativos y avanzados del mundo en materia de derechos sexuales y derechos reproductivos, recogido en el Consenso de Montevideo durante la primera Conferencia Regional de Población y Desarrollo.
LÍMITES. Los conflictos por la justicia ambiental, social, racial y de género, el uso y gestión de los recursos naturales, el aborto y la autonomía reproductiva de las mujeres, la diversidad sexual, son algunos de los campos políticos contemporáneos que dividen o desafían a las izquierdas latinoamericanas en el gobierno.
Estas confrontaciones son muchas veces minimizadas o continúan al margen de los “grandes debates políticos”. La marginación de algunos campos del activismo por parte de las izquierdas partidarias reproduce una división entre lo material y lo cultural que es obsoleta teórica y prácticamente. Pero lo que es más grave, esta forma de ortodoxia, como señala Judith Butler, “actúa hombro con hombro con un conservadurismo social y sexual que aspira a relegar a un papel secundario las cuestiones relacionadas con la raza y la sexualidad frente al auténtico asunto de la política, produciendo una extraña combinación política de marxismos neoconservadores”.6
Estamos, sin duda, en un cruce de caminos: si bien por un lado hay una mayor conciencia de derechos (que abren y desatan nuevas conflictividades), por otro se hacen obvios en el escenario político los déficits teóricos e institucionales de las izquierdas para construir nuevas orientaciones del cambio simbólico, cultural y político.
Para la derecha política y la derecha fundamentalista estos son los campos prioritarios de su cruzada conservadora, conscientes incluso de la débil oposición de la izquierda, sus tensiones y dudas internas. Construir un campo de izquierda crítica que dispute con la derecha esos terrenos simbólico-culturales sigue siendo una prioridad que no parece encontrar un liderazgo en las actuales elites políticas.
Para una parte importante de la izquierda social movimientista, ser de izquierda se identifica con una práctica y un discurso político que ensanchan los horizontes de libertad y que no los restringen, una izquierda laica, anticonfesional y democrática, que apunta a construir en amplios sectores sociales antídotos contra la violencia y la falta de solidaridad social. Una izquierda dispuesta a construir nuevos pactos de justicia, reconocimiento y autonomía, a repensarse y cuestionarse y a ensayar nuevos caminos de experimentación institucional, pero no para perpetuar a sus líderes indefinidamente en el poder, sino para profundizar las formas de participación democrática y efectivizar el control social sobre sus políticas.
Se trata de construir hegemonía desde prácticas políticas que se dan en múltiples espacios y con múltiples acciones de subversión en lo íntimo, lo privado y lo público, y que hacen de la acción política para la transformación social una transformación cotidiana de las relaciones de poder. Eso sí es izquierda.
* Co-coordinadora de la Articulación Feminista Marcosur.
- Eduardo Gudynas, “La identidad de los progresismos en la balanza”, Alai, 2015.
- Alfredo Falero, “Del cambio a la contención del cambio: período bisagra en América Latina”, en Sujetos colectivos, Estado y capitalismo en Uruguay y América Latina. Trilce, 2014.
- Jaris Mujica, Economía política del cuerpo. La reestructuración de los grupos conservadores y el biopoder. Promsex, Perú, 2007.
- Maria Betânia Avila, ponencia presentada en el Encuentro de la Articulación de Mujeres Brasileñas. Diciembre de 2006, disponible en www.amb.org.br
- Documento técnico. Seguimiento de la Cipd en América Latina y el Caribe. Amnistía, Cedes, Promsex, Articulación Regional de Organizaciones de la Sociedad Civil para Cairo + 20.
- Judith Butler, “El marxismo y lo meramente cultural”, en New Left Review, mayo-junio de 2000.