Fue nuestro profesor en el Instituto de Profesores Artigas en 1997. Desde que aguardábamos su llegada el primer día de clase, presumíamos saber quién era aquel flaco de Historia Americana II. Muchas veces los estudiantes buscamos por los corredores un poco de información sobre el encargado de una materia, sus antecedentes, sus posiciones y sus asuntos. Incluso, en formación docente se establecen interesantes relaciones intergeneracionales, en las que «los nuevos» intentan descifrar algo sobre «los viejos» (y viceversa, como en el caso de Julio). Aquella vez llegamos a la conclusión de que se trataba de un referente, porque le apasionaba la historia para interpretar el presente y actuar sobre él.
Con él estudiamos por primera vez Haití, leímos a Leo Huberman, supimos de Zumbi y la historia de Palmares, conocimos la perspectiva americana de Simón Bolívar y José de San Martín. Descubrimos también que el marxismo puede ser un método dinámico y falible, esclarecedor e interpretable. Tenía su método y lo hacía explícito, pero no te obligaba a repetirlo ni a pensar igual. Tampoco sabíamos, y aprendimos con sus gestos, que ser referente exigía más. Era de esos profesores a los que se los puede seguir sin perder la libertad de pensar y sin rebajarse. Prefería los desafíos del pensar de verdad y tomar posición. Y eso de tomar posición te obliga, te genera responsabilidades y te exige. Como la vez que un grupo de estudiantes le avisamos que iríamos a una asamblea, por lo que no participaríamos de su clase, y le preguntamos si nos pondría falta. «Vayan a la asamblea. Yo también iría si fuera estudiante. Pero la falta se la voy a poner, porque las decisiones tienen su costo», respondió. ¡Qué lección!
Se recibió en 1968. Integró el Partido Socialista, el Movimiento de Unificación Socialista Proletaria y luego Tendencia Marxista. Escribió una de las obras más interesantes sobre la perspectiva crítica desde el marxismo hacia el batllismo y trató siempre de encontrar caminos de transformación con genuina originalidad. La dictadura lo encerró y maltrató entre 1975 y 1985. En democracia volvió a militar, a dar clases, a crear talleres y, otra vez, a mezclar a Rosa Luxemburgo con José Carlos Mariátegui y Vivian Trías para pensar el futuro del país y de América Latina. Colaboraba con sindicatos y con la Asociación de Profesores de Historia. Bromeaba sobre fútbol (siempre defendía a los cuadros chicos y a su Central Español querido). Ya retirado, pudo desplegar una bella obra sobre la revolución rusa, la historia latinoamericana, el pensamiento de Trías (a quien reivindicó con rigor en la última sesión del congreso de profesores) y los cambios recientes en China. Siempre pensando cosas nuevas a partir de volver a la historia.
Cuando se presentó su trabajo sobre América Latina en la Feria del Libro, recuperó la tesis de la soberanía rioplatense conjunta sobre las Malvinas (por el emplazamiento montevideano del apostadero naval español). El maestro Tabárez, que esperaba en la sala la presentación de otro libro, comentó: «Nunca había escuchado esta interesante y fundamentada visión del problema». Es que siempre que hablaba de historia lo hacía removiendo el presente, desempolvado los viejos manuales, sin repetirlos.
Habrá, por cierto, muchas memorias de la aventura que fue su vida. Nos toca recordarlo en una de sus militancias, que fue la manera que tuvo de ser profesor y formar. Lejos de la burocracia y sustentando su autoridad en la confianza, siempre conseguía abrir brechas de tiempo y espacio para la conversación, que incluía nítidas ganas de escuchar. Julio sigue militando buenos sueños y camina en aquellas personas que cargamos con pasión de futuro el morral compartido de la enseñanza de la historia.