Cuando vi por primera vez a Julian Assange en la cárcel de Belmarsh, en 2019, poco después de que lo sacaran a rastras de la embajada de Ecuador en Londres, me dijo: «Creo que estoy perdiendo la cabeza». Estaba chupado y demacrado, con los ojos hundidos y la magrura de sus brazos enfatizada por un pañuelo amarillo identificativo que rodeaba su brazo izquierdo,un evocador símbolo de control institucional.
Durante las dos horas que duró mi visita, estuvo confinado en una celda de aislamiento que se encontraba en un ala de la cárcel conocida como «atención sanitaria», un nombre orwelliano. En la celda de al lado un hombre profundamente perturbado gritó toda la noche. Otro ocupante sufría de cáncer terminal. Otro tenía una grave discapacidad.
«Un día nos dejaron jugar al Monopoly», me dijo, «como terapia. Esa fue nuestra asistencia sanitaria».
—Esto es como Atrapado sin salida –dije yo.
—Así es, solo que más demencial.
A menudo, el negro sentido del humor de Julian es lo único que lo ha salvado, pero poco más. La insidiosa tortura que ha sufrido en Belmarsh ha tenido unos efectos demoledores. Solo hay que leer los informes de Nils Melzer, el relator especial de la ONU sobre la tortura, y las opiniones médicas de Michael Kopelman, profesor emérito de neuropsiquiatría del King’s College de Londres, y del doctor Quentin Deeley, y reservarse el desprecio para el pistolero a sueldo que representa a Estados Unidos en el juicio, James Lewis QC, que los tildó de «fingidos». Pero lo que realmente me impactó fueron las palabras de la experta Kate Humphrey, una neuropsicóloga clínica del Imperial College de Londres. El año pasado, ante el Tribunal Penal Central de Londres, el Old Bailey, Humphrey afirmó que el intelecto de Julian había pasado de encontrarse «en el rango superior, o más probablemente muy superior», a estar «claramente por debajo» de este grado óptimo, hasta el punto de que tenía dificultades para retener información y «desempeñarse en el rango entre bajo y promedio». En una de las audiencias judiciales de todo este vergonzoso drama kafkiano yo mismo observé las dificultades que tuvo Julian para recordar su propio nombre cuando el juez le pidió que lo dijera.
Durante la mayor parte del primer año que pasó en Belmarsh, Julian estuvo encerrado. Se le negó el ejercicio adecuado, y solo caminaba la distancia de su pequeña celda, adelante y atrás, adelante y atrás, en «mi propia media maratón», describió. El comentario sonaba a desesperación. En su celda se encontró una cuchilla. Escribió «cartas de despedida». Llamaba al teléfono de la esperanza constantemente. Nada más llegar se le negaron sus lentes de lectura, que se quedaron en la embajada cuando lo secuestraron a lo bestia. Cuando finalmente llegaron los lentes a la cárcel, pasaron días hasta que se los entregaron. Su abogada, Gareth Peirce, escribió una carta tras otra al director de la prisión, protestando por la retención de documentación jurídica y por denegarle tanto el acceso a la biblioteca como el uso de una simple computadora portátil para poder preparar su caso. La cárcel tardaba semanas, y hasta meses, en responder. (Al director, Rob Davis, se le ha concedido la Orden del Imperio Británico.)
Los libros que le envió un amigo, el periodista Charles Glass, también él superviviente de una toma de rehenes en Beirut, fueron devueltos. Julian no podía llamar a sus abogados estadounidenses. Desde el principio se le ha medicado constantemente. En una ocasión le pregunté qué le estaban dando, pero no supo decirme.
[…] Conozco a Julian desde que vino a Reino Unido por primera vez en 2009. En nuestra primera entrevista, describió el imperativo moral que justificaba WikiLeaks: que nuestro derecho a la transparencia de los gobiernos y los poderosos era un derecho democrático básico. He podido ver cómo se aferraba a este principio incluso cuando a veces hacía que su vida fuera más precaria. Sin embargo, casi ninguno de estos aspectos de su personalidad ha aparecido publicado en la llamada prensa libre, cuyo futuro, se dice, está en peligro si finalmente se extradita a Julian. Eso puede ser verdad, pero es que nunca ha existido una «prensa libre». Ha habido extraordinarios periodistas que han ocupado posiciones en los «medios dominantes», aunque estos espacios ya no existen y el periodismo independiente se ha visto obligado a mudarse a internet. Allí se ha convertido en un «quinto Estado», una especie de samizdat en el que trabajan con dedicación, y a menudo gratis, esas personas que eran las honrosas excepciones de unos medios que ahora han quedado reducidos a una simple cadena de producción de alabanzas. Palabras como democracia, reforma o derechos humanos han sido despojadas de su definición y la censura se produce por omisión o exclusión.
[…] Muchos estadounidenses, si saben algo sobre el caso de Assange, creen una fantasía que afirma que Julian es un agente ruso que provocó que Hillary Clinton perdiera las elecciones presidenciales de 2016 frente a Donald Trump. Es sorprendente el parecido de este relato con la mentira de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, utilizada para justificar la invasión de Irak y la muerte de un millón, o más, de personas. Es poco probable que sepan que el principal testigo de la acusación en el que se basa uno de los cargos inventados contra Julian admitió hace poco que había mentido y que había fabricado sus «pruebas». Tampoco habrán oído o leído sobre la revelación de que la CIA, bajo el mando de su anterior director, el doble de Hermann Goering, Mike Pompeo, tenía planes para asesinar a Julian. Y eso ni siquiera era algo nuevo. Desde que conozco a Julian, siempre ha vivido bajo la amenaza de sufrir lesiones, o cosas peores.
En su primera noche en la embajada ecuatoriana en 2012, unas personas sin identificar atacaron en masa la puerta principal de la embajada y golpearon las ventanas con intenciones de entrar. En Estados Unidos, personajes públicos (entre ellos, Hillary Clinton, que acababa de destruir Libia) han hecho llamamientos a favor del asesinato de Julian. El actual presidente Biden lo ha tachado de «terrorista tecnológico». […]
La veda contra el fundador de WikiLeaks lleva abierta más de una década. En 2011, The Guardian explotó el trabajo de Julian como si fuera propio, acumuló premios de periodismo y acuerdos con Hollywood, y luego le dio la espalda a su fuente. Lo siguiente fueron años de injurias contra el hombre que rechazó unirse a su club. Se le acusó de no borrar de los documentos los nombres de las personas que podrían estar en peligro. En un libro publicado por The Guardian y escrito por David Leigh y Luke Harding, se cita a Assange diciendo durante una cena en un restaurante de Londres que le daba igual si los informantes que aparecían en las filtraciones sufrían daños. Ni Harding ni Leigh estuvieron presentes en esa cena. John Goetz, un periodista de investigación de Der Spiegel, sí estuvo en esa cena y testificó que Assange nunca dijo nada parecido.
El gran denunciante Daniel Ellsberg afirmó el año pasado en el Old Bailey que Assange había editado personalmente 15 mil archivos. El periodista de investigación neozelandés Nicky Hager, que trabajó con Assange durante las filtraciones de guerra de Afganistán e Irak, explicó que Assange tomó «precauciones extraordinarias para borrar los nombres de los informantes». En 2013, le pregunté al cineasta Mark Davis sobre esto. Davis, que es un respetado presentador de la cadena SBS Australia, fue testigo presencial y acompañó a Assange durante la preparación de los archivos filtrados para su posterior publicación en The Guardian y The New York Times. Lo que me dijo fue: «Assange fue el único que trabajó día y noche para eliminar 10 mil nombres de personas que podrían ser objeto de represalias por lo que se revelaba en los documentos».
En una conferencia frente a un grupo de universitarios de la City University, David Leigh se burló de la idea de que Julian Assange fuese a terminar «en un traje naranja». Sus temores no eran más que una exageración, afirmó con desprecio. Sin embargo, Edward Snowden reveló poco después que Assange era objeto de una «persecución contrarreloj».
Luke Harding, que coescribió con Leigh el libro del Guardian en el que se reveló la contraseña que protegía una enorme cantidad de cables diplomáticos que Julian le había confiado al periódico, estaba fuera de la embajada de Ecuador la noche que Julian pidió asilo. Junto a una fila de policías, escribió con regocijo en su blog: «Puede que Scotland Yard sea la última en reír».
La campaña contra Assange no ha cesado nunca. Los columnistas de The Guardian descendieron a lo más profundo: «Es realmente un pedazo de mierda gigante», llegó a escribir Suzanne Moore de un hombre que no había conocido nunca.
El redactor jefe que supervisó todo esto, Alan Rusbridger, se ha sumado recientemente al coro que afirma que «defender a Assange es proteger la prensa libre». Tras haber publicado las primeras revelaciones de WikiLeaks, Rusbridger debe de preguntarse si la posterior excomunión de Assange que promulgó el periódico será suficiente para proteger su pellejo de la ira
de Washington. Lo fundamental ahora no es el efecto que tendrá sobre una «prensa libre» connivente, sino la justicia para un hombre al que se ha perseguido y al que se le ha negado. […]
- Nota publicada el 5 de noviembre de 2021 en CTXT. Versión original en Counterpunch. Brecha reproduce fragmentos.
POR QUÉ SE LA TIENEN JURADA
Desde que puso a andar su maquinaria de difusión de documentación confidencial estadounidense a partir de filtraciones de informantes, Wikileaks, fundada en 2006, ha denunciado violaciones sistemáticas cometidas por las tropas norteamericanas en las guerras de Irán e Irak, entre 2003 y 2009, pero también el espionaje de la gran potencia a gobernantes de todo el mundo, los entresijos de tratados comerciales leoninos…
Por todo eso –que nada tiene que ver con espionaje y mucho con periodismo de investigación– es que, en Estados Unidos y en varios de sus países aliados a Julian Assange se la tienen jurada.
Los casi medio millón de documentos del Pentágono sobre las guerras de Irak y Afganistán, revelados entre julio y octubre de 2010, y particularmente un video que mostraba atrocidades de soldados estadounidenses son casi seguramente las filtraciones que más han molestado en Washington. Sobre todo, la filmación, conocida como Asesinato colateral, porque no hay con qué darle: allí aparecen soldaditos a bordo de un helicóptero de combate comunicándose con otros en una cabina de mando y disparando, tras recibir autorización, sobre un grupo de 12 civiles que nada estaban haciendo. Los matan a todos, entre gritos de celebración. Había entre ellos un periodista de la agencia Reuters. Fue en la periferia de Bagdad, en 2007.
La documentación filtrada dejaba en claro también que las autoridades estadounidenses habían consentido, si no alentado, ejecuciones sumarias y otras múltiples violaciones a los derechos humanos cometidas por fuerzas iraquíes aliadas.
Una obviedad que vale la pena, de todas maneras, recordar: las investigaciones de las autoridades estadounidenses tras la publicación de estos documentos no se centraron en los autores de las matanzas o en las torturas, sino en quienes las habían filtrado. Así fue que fueron perseguidos la soldado Chelsea Manning, que acabó presa, y el analista de inteligencia Edward Snowden, exiliado en Rusia, y se acusó a Julian Assange de espionaje y traición, entre otros cargos.
Ese mismo 2010 comienza la publicación, en grandes medios de prensa internacionales, de comunicaciones del Departamento de Estado estadounidense filtradas por Wikileak: el Cablegate.
En 2011 se conocieron documentos sobre el funcionamiento de la cárcel de Guantánamo, donde Estados Unidos mantiene aún prisioneros acusados de terrorismo en condiciones calificadas por las Naciones Unidas como análogas a la tortura. Wikileaks divulgó manuales de interrogatorios, fotos, informes médicos. Tiempo después agregaría más documentación escrita y nuevas fotografías sobre esa prisión y sobre otra, la de Abu Ghraib, en Irak, manejada igualmente por Estados Unidos, que se había hecho famosa en 2004 por la filtración de imágenes sobre los tormentos sistemáticos infligidos a los prisioneros.
De 2015 data a su vez la difusión de 250 mil comunicaciones del Departamento de Estado con embajadas en distintos países. Algunas de ellas, la mayor parte relativas al Uruguay de la dictadura, fueron publicadas por Brecha.
Por la misma época se conoce, gracias a Wikileaks, el espionaje al que la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos sometió a decenas de gobernantes extranjeros.
En 2016, la escrachada fue la secretaria de Estado del gobierno de Barack Obama,Hillary Clinton, entre otras cosas, por maniobras para desprestigiar y perjudicar al senador progresista Bernie Sanders, que, a pesar de su edad, estaba teniendo una llegada importante entre la base demócrata más joven.
También se deberá a Wikileaks la filtración de manuales de la CIA y las cláusulas secretas del TISA, el tratado internacional en comercio de servicios, que mostraban cómo los Estados firmantes eran obligados a eliminar regulaciones y cómo se favorecía en todos los niveles a las empresas transnacionales.
Daniel Gatti