Hacía ya unos años que la ausencia de Juan Fló (1930-2021) en las aulas universitarias había creado un vacío insustituible, un extraño silencio en el espacio gris de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Hoy, más que nunca, cuando asoma amenazante el cinismo de sus oscuros detractores, su legado de rigor analítico e integridad moral en el ejercicio de la docencia y el pensamiento crítico ha de ser rescatado y reafirmado.
Quienes fuimos condiscípulos a edad liceal en sus clases de filosofía aprendimos a valorar la estatura intelectual de un docente cuando enseña a pensar. Categórico en los juicios y apasionadamente intolerante en la disidencia, el magisterio de Fló nos desafió siempre a la polémica franca, a la puesta a prueba de las ideas asumidas y fundamentadas. Impartió la docencia como responsable de una cátedra de filosofía en la Universidad de la República desde 1956 y fue docente titular de Estética desde 1969 hasta 2011, mientras desarrollaba una prolífica actividad como investigador y autor de más de 60 publicaciones académicas, que abarcan los estudios literarios, la teoría de la información y la comunicación social, la teoría de la imagen y, sobre todo, los estudios históricos y filosóficos sobre arte y estética desde el siglo XVI hasta los tiempos modernos.
Fló poseía las características arquetípicas del intelectual uruguayo formado a mediados del siglo XX, en la cuna de aquella promoción de pensadores y escritores que Ángel Rama llamó generación crítica, una promoción que asumió, por autodeterminación, la responsabilidad histórica de juzgar al país, a su tradición y a sus congéneres mediante un despiadado credo de convicciones humanistas. Sin embargo, cuando en 1953 fue distinguido su trabajo en el concurso de ensayo Problemas de la Juventud Uruguaya (organizado por la Asociación Cristiana de Jóvenes y el semanario Marcha), se mostró agudamente satírico respecto de aquellos escritores algo mayores que él, quienes, a su criterio, eran capaces de hacer de la estupidez y la decadencia uruguaya una obra literaria. Allí se hizo conocer, ante lo más granado de la intelectualidad que había juzgado su trabajo –Carlos Real de Azúa, Arturo Ardao, Emir Rodríguez Monegal, entre otros–, como un joven díscolo, cuya lucidez lo llevaba a los bordes de la blasfemia. El tiempo pulió luego las aristas de ese filoso perfil, pero poco pudo con el irrenunciable afán del misionero y el implacable don del polemista.
Entre 1967 y 1968 coeditó la revista Praxis junto con Alberto Oreggioni y Julio Rodríguez, en la cual asumió el análisis marxista para abordar sus objetos de estudio, como lo expuso en Notas sobre la teoría marxista de la literatura y en la crítica de Arte y coexistencia, trabajo recién entonces publicado del pensador marxista Ernst Fischer, quien, sin embargo, para Fló, en ese libro no demostraba serlo. En 1973 publicó Picasso, pintura y realidad y un año después, Joaquín Torres García: escritos, una selección de textos del maestro ordenada temática y conceptualmente, cuyo prólogo dio inicio a una larga secuencia –desarrollada entre 1974 y 2011– de escrupulosos estudios sobre la obra y los escritos filosófico-doctrinarios de Torres García, recientemente editada bajo el título Joaquín Torres García en la crisis del arte moderno.
Para este espíritu enciclopédico, dotado de una elocuencia discursiva excepcional, el diálogo era siempre una provocación al pensamiento del otro, y en eso consistía la proverbial empatía a la que daba lugar como docente. Lo conocimos en 1962 en el liceo Bauzá. Llegaba a clase con un traje marrón, por lo general desaliñado; la camisa blanca, bien ceñida, hasta cerrarse en el botón del cuello; sin corbata, y despreocupadamente despeinado. Antes de llevarse a la boca el primer cigarrillo de la tarde para luego encender el fósforo en la suela de un zapato, nos escudriñaba con una mirada fugaz, aguda y mansa, que nuestra paranoia interpretaba como una muestra de conmiseración. Pasada esa instancia, recobrábamos rápidamente la confianza en su actitud severa y reflexiva, intransigente y, a la vez, indulgente, comprensiva. En corrillos se decía que era comunista, lo cual acrecentaba el aura enigmática de su prestancia varonil, idolatrada por el turbulento rumor de las jóvenes alumnas que lo perseguían en tropel hasta agolparse contra los ventanales para volverlo a mirar, tras el doble vidrio y a lo lejos, departiendo con sus colegas en la sala de profesores.
Más tarde tuve el privilegio de ser un allegado a su círculo de amistades o, por lo menos, uno más de los que él era capaz de tolerar como interlocutores. Y el tiempo quiso, incluso, que me tocara ser un circunstancial oponente para su afinada polémica. Entre quienes lo tratamos, lo frecuentamos y lo leímos –y también más allá de nosotros– Fló ha pasado a ser un modelo de honestidad y solidez intelectual, un referente del pensamiento crítico, que él, como buen francotirador, blandía sin cesar.