Hoy en la tarde la niebla alcanzó la escollera y en pocos minutos cubrió la cúpula de la aduana, el campanario del Señor de la Paciencia, el Palacio Salvo, hasta sumergir los edificios y los árboles, las ventanas y las luces en un largo cuento sin sentido. Entonces, no sé por qué, me acordé del sombrero de mi viejo. Un sombrero gris con una cinta negra y la punta de la corona comida por la polilla. Él decía que había sido una bala en un comité, pero yo prefería las evidencias de la polilla. Se veía como esos sombreros que les ponen a los caballos de tiro para protegerlos del sol, y era precisamente como quería llevarlo cuando salía a las rutas: un viejo y abollado sombrero sobre la piel de mi juventud.
Mi viejo también decía que había peleado en la guerra de Corea, que era descendiente de Pancho Villa y que había matado a un caimán en los esteros de Corrientes, pero había sido gerente de Olivetti, después dueño de una polvorienta librería de tres lápices y dos cuadernos, más tarde fabricante de sellos de goma y mecánico de máquinas de escribir. Se las cargaba en las oficinas bajo el brazo y las traía a casa envueltas en papel de diario. Muchas Underwood de hierro forjado, Remington, Royal, Corona, Olivetti; la mayoría con las teclas caídas, los espaciadores trabados y los tipos sucios. Pasaba muchas horas ocupado en desarmar rodillos, perillas, resortes, escapes, y después de limpiarlo y ajustarlo todo, las teclas golpeaban sobre el papel tan sincronizadas como las piernas de las coristas en la rueda de un cancán.
La idea de hornear sellos de goma en la cocina de casa me obligó a llevar y traer tipos de plomo en unas cajas que armaba su socio en una imprenta, de modo que mis primeros tratos con las letras fueron acunados en el acarreo de la decadencia de mi padre, una pendiente suave pero irreversible que compensaba con la imaginación de la bala en el viejo sombrero y otras fantasías que lo convertían en un hombre usualmente distraído, capaz de habitar en un mundo paralelo, como si viviera cortado por la mitad.
Naturalmente, llegó el día en que entre la bala y la polilla una discusión se hizo impostergable. Yo estaba lejos de usar la imaginación para remediar mis frustraciones. ¿Por qué había que usarla de lampazo?, y, sobre todo, ¿qué clase de pactos firmaba la imaginación con la realidad?
Hacerse hombre en los años setenta implicaba aprender a renunciar a los deseos ajenos al empleo y a la familia –curiosamente lo más propio podía resultar impropio–, con el agravante del ejército argentino, que imponía sobre los espíritus jóvenes un año de perversiones militares en la conscripción. En la marina, dos. Si uno aprendía a dejarse orinar en silencio y a perder el orgullo, estaba en condiciones de integrarse a la sociedad. No sólo había que aprender a acomodar el cuerpo, sobre todo había que acomodar el espíritu a la obediencia, la certeza y la seguridad. Notable asunto: mi padre, que había renunciado a su vocación de pintor por mantener a la familia, me indujo a cambiar los deseos por las fantasías, de común acuerdo con un coro de voces completamente adultas, mientras otra parte de la humanidad me repetía que ni se me ocurriera, que la vida no tiene forma y es en la experiencia donde la imaginación se prueba de la manera más decisiva.
Como mis padres insistieron en que hiciera el trueque me fui de casa, y a fuerza de intentar mover la vida en la dirección de los sueños conocí toda clase de exaltados. Unos buscaban la revolución, otros a Krishna, otros las motos, las drogas, el amor libre, las granjas colectivas, el arte, la aventura, la reencarnación. Había que verlo, la mayoría fracasaba, algunos con grandeza, y los más insospechados vivían de un modo interesante y caprichoso. ¿Dos razas? Entre la bala y la polilla, ¿dos edades?
La épica dice que del lado de los hechos la imaginación es más potente; la literatura cuenta con grandes obras dibujadas por la aventura o la tragedia que vivieron sus escritores antes de sentarse a escribir, pero también con muchas otras, incluso extraordinarias, escritas por tipos que llevaron vidas vulgares y tediosas. Es probable que cada uno decida en la intimidad los tratos con su imaginación. Vasini, por ejemplo, al sentarse junto a la ventanilla del tren que lo llevaba a Retiro desde la estación Virreyes, todos los días imaginaba que había descubierto la vacuna contra el cáncer y lo esperaba un importante congreso médico para recibirlo con una ovación. ¿Están listas las flores?, ¿los micrófonos?, ¿los canapés?
A poco de bajar del tren caminaba unas cuadras, saludaba al portero y tomaba el ascensor hasta el quinto piso de una oficina pública donde trabajaba como secretario de un jerarca que lo hacía correr por los pasillos con los brazos cargados de expedientes durante el resto del día. Tenía un bigotito fino, la calva avanzada, los ojos claros. Entonces yo atendía una fotocopiadora con otro muchacho que decía que la vida no valía nada después de los 29 años, cuando pensaba suicidarse, y cada vez que Vasini se iba de la oficina nos mirábamos con la complicidad de reconocer a Natalio Ruiz, “el hombrecito del sombrero gris” al que cantaba el dúo Sui Generis. Pero cuando un día le respondí que quería ser escritor, Vasini me contó lo que disfrutaba esos cincuenta minutos diarios de gloria que le impedían leer, como los demás, el diario o un libro, y nos hicimos confidentes. Me dijo que después de treinta años de matrimonio su mujer todavía lo hacía reír y no la dejaría por nada del mundo, que sólo prendía la televisión cuando se iba a dormir la siesta, porque le encantaba el arrullo de las voces, y al despertarse la apagaba.
Una tarde lo encontré en su oficina, de rodillas frente a diez expedientes que rodeaban el escritorio. Iba de uno a otro, desesperado, ayudándose con las manos, y se humedecía un dedo en la lengua para pasar las fojas. Parecía un perro, ¿no? La vacuna contra el cáncer la había descubierto un perro. Entonces rogué por mí. Y se disipó la niebla.