Una película inclasificable: documental, “docudrama”, ensayo fílmico, elaborada además con fotografías, material de archivo, animación, retoque digital, panorámicas aéreas, planos secuencia movedizos o lentos que recorren salas y pasillos, se abren a grandes espacios o se acercan a un objeto hasta dar casi la sensación de tacto, imágenes a través de una computadora, el mismo director, en sus pensamientos y evocaciones. Película informativa y reflexiva, a partir de la ocupación nazi de París en 1940, y la coincidencia entre el francés Jaujard, funcionario de carrera entonces director del Louvre, y el militar aristócrata alemán Wolff-Metternich, para preservar de los riesgos de la guerra los tesoros del palacio-museo. Entonces, el Louvre y su contenido se convierten rápidamente en una metáfora de Francia, en una metáfora de Europa, algo construido a lo largo de los siglos, expandido y embellecido en el Renacimiento, hasta llegar al que convive con la pirámide de tiempos de Mi-tterrand. Un lugar a la vez material y simbólico asentado en el corazón de la cultura occidental, poblado de obras propias y ajenas, y con todo eso convertido en el inmenso contenedor donde viven las huellas más duraderas de una civilización, tanto aquellas gestadas en su seno como aquellas robadas a otros en las conquistas y el colonialismo, porque expoliar también fue parte de la historia de Europa. El Louvre y sus obras de arte, y además dos fantasmas; el de una flaca llamada Marianne con su gorro frigio, que repite por los pasillos: “Libertad, igualdad, fraternidad”, y el de Napoleón, que contempla su propia coronación en el cuadro de David, y señalando todo lo que está a su alrededor, dice cada vez: “C’est moi!”.
Un contenedor amenazado, como la propia Francia entonces, como la misma Europa siempre, parece señalar Sokurov: uno de los hilos narrativos es la comunicación por Skype del director con el responsable de un barco cargado de obras de arte que atraviesa un mar tormentoso. “La balsa de la Medusa”, de Géricault, con su dramática perfección, parece funcionar como la representación con visos de eternidad de esas imágenes mojadas y borrosas que se ven en la pantalla de la computadora. “La balsa…”, como muchas otras obras del Louvre, logró permanecer; en cambio, ya cerca del final, la computadora muestra a la deriva en las olas algunas de las cajas que llevaba el barco, sin que se dé cuenta del destino de éste o de su capitán. Preservar no es algo que se logra siempre, y el mar –cuántas cosas, además de a sí mismo, representa ese mar– es menos considerado que un ocupante culto. Gracias al trabajo conjunto de éste con su enemigo el invadido se salvaron “La balsa…” y unas cuantas cosas más, y quizá es por eso que el filme informa sobre los destinos personales de ambos, mucho más allá de la guerra.
Hay una sensación como de todo vale en la multiplicidad de recursos que maneja Sokurov. Al contrario de la unicidad prodigiosa empleada en El arca rusa, aquí todo es fragmentación, saltos temporales y espaciales, todo parece estar permitido, desde la introducción de figuras alegóricas hasta la invocación a los “padres culturales” del cineasta, Chéjov y Tolstoi. Porque Sokurov ausculta a Francia desde su otredad rusa. París vacío mientras los invasores desfilan por sus calles, y retomando su pulso en convivencia con aquéllos como lo hizo el gobierno de Vichy; el trato dado a Francia fue bien distinto del que recibió la Unión Soviética, como lo fue el destino acordado a París, ciudad objeto de deseo para los ocupantes, y el de Leningrado-San Petersburgo, con orden de destrucción total, su cerco de 900 días, sus millones de muertos de hambre y de frío. Es un detalle nada menor que esta reflexión fílmica sobre Europa, su destino y su arte, y el carácter indisoluble y misterioso de la unión entre ambos, disparada desde el Lou-vre, que además es productor, esté a cargo de alguien que por historia y definición geopolítica es casi extraeuropeo, con un alma dramática y exacerbada que para nada luce próxima al esprit parisino. Quizá ese contraste, esa mirada de fuera introducida a pura pasión dentro, explique algo de los incontables matices de este inclasificable filme que pese a sus detalles ingenuos –¡Napoleón!, ¡el gorro frigio!–, e incluso narcisistas, resulta a la vez una gratificante experiencia estética y un poderoso disparador de reflexiones.