En El señor de los anillos los árboles comandados por Barbol ayudaron a los buenos hobbits a salvarse del apetito depredador de los trolls. Tolkien supo usar en su maravillosa saga las tradiciones gaélicas, de las que forma parte el poema “La batalla de los árboles”, del siglo XIII, atribuido a Taliesin, jefe de bardos y figura legendaria que se remonta a los tiempos del rey Arturo. En La diosa blanca, Robert Graves también menciona la batalla de los árboles, después de un minucioso recuento de la significación y poderes de cada especie, de sus relaciones secretas con los seres humanos y con las palabras.
Con cero mitología pero con un probado amor por el color verde, los habitantes de Montevideo llenaron sus calles de árboles. Eso nos complace durante el verano, pero durante las demás estaciones esa pasión arbórea se ve bastante matizada. Quien vive en una calle sombreada por árboles de hojas perennes los maldice en invierno. A quienes les tocan los de hojas caducas, hacen lo propio en otoño. Y en primavera todos los ojos enconados –sobre todo si son ojos de alguien alérgico– se vuelven furiosos hacia una única especie: los plátanos. Esos gigantes de soberbia copa y bases a veces deformes, bulbosas, elefantiásicas, delicias de los perros machos. El mal primaveral montevideano reside casi exclusivamente en la pelusa de los plátanos, esa cosa como pluma de pollo que enloquecida con las ventoleras de la estación acarrea estornudos, ahogos y ojos irritados al manso transeúnte.
Un amigo de Facebook lleva adelante allí una solitaria y no del todo bien comprendida campaña contra los plátanos. Lo suyo es grave (directamente proporcional a la gravedad de sus alergias): quiere arrancar todos los plátanos de la ciudad. Si pudiera importar trolls especializados en matar plátanos, lo haría con toda seguridad. Precisaría unos cuantos –además del acuerdo ciudadano y municipal, claro–, ya que, si no miente un artículo de Internet, hay en Montevideo 22.394 plátanos. Lo que, según el mismo artículo, representa apenas el 11 por ciento de todos los árboles de la ciudad. Pero otro artículo afirma que los nuevos plátanos –como el nuevo uruguayo– ¡vendrán sin pelusa!
Mientras lleguen esos tiempos venturosos, y aunque a esta cronista no suelen atacarla las alergias, acompaña a su amigo en su afán: no se puede convivir con árboles enemigos. Acompaña interesadamente, claro. Firma por el fin de los plátanos si él firma por el fin de las tipas: cada uno carga con su maldición vegetal, y a ella le tocaron estos árboles de hojas perennes, lo que quiere decir que perennemente están ensuciando veredas y zaguanes, y además en verano tienen la insolente costumbre de escupir una suerte de baba resinosa. Habiendo escuchado en su infancia que a las arueras hay que saludarlas al revés –decir buenas tardes si es de mañana, buenos días si es de tarde– para evitar sus maldiciones, la cronista intentó ser amable con el infausto árbol –o árbola, dado su nombre–, saludándolo amablemente cada día, al revés y al derecho, para evitar sus salivazos. Totalmente infructuoso. Las arueras entenderán de modales, las tipas no. Para más inri, la enorme, viejísima tipa apoltronada frente a su casa, es la única de toda la cuadra que saca su gorda raíz rompiendo baldosas, avanzando hacia la casa. La cronista está segura de que cada mañana esa garra marrón avanzó otro poquito, y alucina con que un día entrará en su zaguán. Dicen vecinos antiguos que solicitaron a la Intendencia su remoción, y no hubo suerte.
Hay que armar otra batalla de los árboles. Que los lapachos, los castaños, los robles, los tilos, los pinos, los ibirapitás, los guayabos y toda la magnífica escudería de árboles que iluminan Montevideo avancen sobre las tipas y los plátanos pelusientos, y hagan justicia. Ya aparecerán un Graves o un Tolkien que escriba la hazaña. n