La belleza sombría de las despedidas - Semanario Brecha
Novela otoñal de Antonio Muñoz Molina

La belleza sombría de las despedidas

¿Cómo llega el último verso del poema más desgarrador de Idea Vilariño al título de una novela de Antonio Muñoz Molina? ¿Qué nueva historia sobre un amor imposible construye el escritor español a partir del radical y definitivo «no te veré morir»? ¿De qué modo esas palabras, que compendian una experiencia amorosa imaginaria, transitan los desasosiegos del paso del tiempo, las trampas de la memoria y el arte del olvido?

«El amor y la muerte», de los Caprichos, aguafuerte de Francisco de Goya Museo del Prado

El amor es uno de los grandes temas de la literatura de todos los tiempos. Su evolución y sus combinaciones están en la esencia misma del arte: el amor como problema o más bien como enigma, como obsesión, como ilusión, como pena. En este sentido dice Julia Kristeva: «El amor es una aflicción y al mismo tiempo unas palabras o unas letras: lo inventamos cada vez, con cada persona amada, necesariamente única en cada momento, lugar o época. Ser psicoanalista es saber que todas las historias acaban hablando de amor» (Histoires d’amour, 1983).

Asociado a la rica tradición novelística del realismo –desde una posición libre y heterodoxa–, las ficciones que se alimentan de la seducción y de la adversidad son recurrentes en la narrativa de Antonio Muñoz Molina, un autor que reivindica las emociones de sus personajes e inventa mundos y escenarios en los que el lenguaje responde a fabulaciones subjetivas. No te veré morir trata de un amor en particular, un amor que tiene mucho de ensoñación, como el referido por Julia Kristeva y el sublimado por Antonio Machado en «Otras canciones a Guiomar»: «Todo amor es fantasía;/ él inventa el año, el día,/ la hora y su melodía;/ inventa el amante y, más,/ la amada. No prueba nada,/ contra el amor, que la amada/ no haya existido jamás». Como buen cervantista, Muñoz Molina apremia el contraste entre realidad y ensueño, defiende el modo en que el amante proyecta sus deseos sobre la otra persona, cuida el principio de fantasía de la pasión, el amor que goza de una alta cuota de fabulación. El verso de Vilariño que replica en el título de su novela sugiere una dirección de lectura y abraza la historia sin revelarla del todo. En el epígrafe vuelve, ligado al desconsuelo del verso anterior: «No volveré a tocarte./ No te veré morir». El vínculo intertextual excita el imaginario de las lectoras y los lectores devotos de Vilariño, que nos aproximamos a la novela con curiosidad y esmero, porque siempre queremos involucrarnos en la fascinación que nos despierta su poesía y en las luces y sombras de una historia amorosa de la que hace tiempo y con impudicia nos hemos apropiado. Esas expectativas se frustran pronto: los protagonistas de la ficción de Muñoz Molina no son Idea y Onetti. El sentido de despedida irrevocable que transmite el verso célebre es universal, concierne a cualquier persona o personaje involucrado en una experiencia emocional arrasadora, afecta a los protagonistas de No te veré morir.

LOS ADIOSES

Durante su juventud, Adriana Zuber y Gabriel Aristu vivieron una historia de amor que marcaría sus vidas, pero un evento trágico y asimétrico invadió el contexto amoroso e interrumpió la breve relación: él se marchó a Estados Unidos, se convirtió en un profesional muy exitoso y formó «una familia americana»; ella quedó atrapada en la dictadura franquista y en un matrimonio fracasado. Separados durante medio siglo, vuelven a encontrarse en el ocaso de sus vidas, cuando aún les duele no saber lo que pudo haber sido y no fue.

Así disminuida, puede parecer que la novela salta sin red hacia la tradición más aporreada del drama romántico o el melodrama. Pero Muñoz Molina sabe bien que el amor es un tópico plagado de lugares comunes a partir de los cuales es posible darle cuerpo filosófico y lingüístico a las acciones que se activan en su nombre. De ahí que con esos ingredientes básicos construya un mundo introspectivo que vale por su profundidad emocional, donde el amor recurre a situaciones paradojales y a contradicciones insolubles que le permiten dar vueltas psicológicas y afectivas en torno a la complejidad de las relaciones humanas. Para el autor de El jinete polaco y La noche de los tiempos, que acostumbra utilizar la imaginación y la memoria como herramientas poderosas, decir el amor es amar a las palabras y aspirar a su belleza: de ahí que haya momentos en los cuales el fraseo elegante de su prosa alcance la intensidad expresiva de la poesía. En su trama inquietante sobre la separación de una pareja, el autor extrema su capacidad de forjar obsesiones y símbolos, y deslizarlos en las perturbadoras resonancias narrativas de un tiempo que avanza sin volver sobre sus pasos, la nostalgia por la persona que una vez fuimos y una despedida de la vida susurrada con palabras que abrasan.

ARDOR GUERRERO

Nacido en 1956 en Úbeda, provincia de Jaén, en el seno de una familia campesina, Muñoz Molina ha cultivado con perseverancia la necesidad de nombrar y reconstruir, de intentar una nueva lectura de la realidad. Si uno de los rasgos más originales de algunas de sus novelas es el artificio en todas sus acepciones, en otras construye mundos imaginarios que transitan una zona híbrida del pasado donde se cruzan la ficción y el mundo real; un lugar habitado por personas derrotadas e idealismos muy golpeados, el retrato social y humano de una España quebrada por la guerra civil y la posguerra. Motivo de enormes posibilidades narrativas, la pesadilla de esa historia ha sido instruida por el autor y otros escritores y escritoras del canon básico de españoles prestigiosos que, forjando relatos clásicos o de impronta experimental, defienden la recuperación de la memoria colectiva y atraviesan el discurso histórico para poner en cuestión la construcción de la verdad.

En No te veré morir, Muñoz Molina, autor también de El invierno en Lisboa y Como la sombra que se va, teje una red de personajes ficticios y figuras de la realidad que contextualizan la vivencia personal de un individuo y radican lo privado en los entresijos de la Historia. Porque la ficción amorosa no es exclusiva en No te veré morir, también ocupan un lugar de relevancia narrativa los orígenes familiares del protagonista y el contexto histórico en el que se desarrolla la historia.

El padre de Gabriel, que «era católico y monárquico de una manera distraída, por rutina o tradición familiar», publica reseñas musicales en periódicos de derecha: ese trabajo lo acerca a Pau Casal, a quien visita en su masía, a Manuel de Falla, con el que reza el rosario, a Ígor Stravinski, que lo invita a sus conciertos, a Federico García Lorca, con quien toca el piano a cuatro manos en la Residencia de Estudiantes.
Gabriel estudia el violonchelo y considera esa vocación su destino verdadero. El padre, que estuvo preso y fue torturado, hace todo tipo de sacrificios para dar a su primogénito la mejor educación y salvarlo de la España franquista. Sin percatarse, le traslada sus miedos y lo convierte en un muchacho dócil abrumado por la culpa y el sentido del deber, atado a los designios de ese padre venerado.

Es así que en 1967 se despide de Adriana Zuber, se va a Estados Unidos y de a poco se desentiende del chelo, pero la música clásica, arte en el que ambos jóvenes habían crecido juntos, está presente en todo el relato. No es la primera vez que en la literatura de Muñoz Molina la música se vincula con el tema argumental o incide en el entramado narrativo. El trabajo estilístico de No te veré morir se distingue por una fuerte impronta musical: la puesta en relación de las interminables frases de Proust y la música de Bach sugiere que esta llega a inspirar una forma de escritura. En las suites del compositor alemán que Gabriel interpreta en el chelo se puede oír ese continuum de la prosa que avanza sin detenerse, el eco interno que arrastran los conceptos más profundos.

El viaje a Estados Unidos le ofrece la existencia deseada por su padre, pero lo convierte en alguien muy distinto del que había soñado ser. «Al alejarse de Adriana Zuber de quien se había apartado era de sí mismo, de las mejores posibilidades que había en él. No es que la hubiera traicionado, ni que la hubiera olvidado. Lejos de ella había dejado de ser quien era; había abolido la vida que le correspondía, la identidad suya que solo cristalizaba por contacto con ella, en virtud de su influencia apasionada y lúcida. No había fingido ser otro con histrionismo americano […] simplemente había sido otra persona con toda convicción, intoxicado por los alicientes de la vanidad y del dinero, de la sensación de poderío, de la embriaguez del ascenso social.»

Llegar desde su patria malherida y toparse con las convulsiones de un mundo de amor y paz en el que homosexuales, mujeres y negros pugnan por libertades deslumbra a Gabriel Aristu y, desde entonces, España surge apenas en cartas espaciadas. «Yo no sabía que no estaba aprendiendo a ser americano, sino a ser extranjero», dirá después. La lengua, eso tan íntimo, la verdadera patria, también cambia: por décadas piensa y habla en inglés. Muñoz Molina vivió durante años en Estados Unidos y en No te veré morir, como en otros textos suyos que acompañan la historicidad de un devenir, los desplazamientos territoriales, las tradiciones, las formas de vida y los aspectos más significativos de otras culturas se nutren de
su experiencia.

LA MEMORIA Y EL RELATO

No solo desde el punto de vista de Gabriel Aristu se narra la historia del reencuentro, también desde la perspectiva de un narrador omnisciente y de otros personajes que recrean el mundo a medida que lo verbalizan. La memoria va construyendo relatos que cambian con la época y el lugar, el autor gira y se arremolina a su alrededor.

El primer capítulo es una larga y única frase que ocupa las primeras 73 páginas. Con este procedimiento, el escritor logra la intensidad que busca para sumergirnos en el conflicto de Aristu, que ha vivido bajo el régimen de la ausencia y regresa a un lugar de hondo simbolismo. Los capítulos dos y cuatro son narrados por Julio Máiquez, un profesor español que llega a Estados Unidos en los noventa y se vincula con Aristu en castellano. Es el testigo que desata la memoria y cobija las confidencias de Aristu, quien provee otra versión de la historia, el artífice involuntario del reencuentro entre los antiguos amantes, escena que constituye el epicentro de la novela. También Fanny, la mujer latinoamericana que asiste a Adriana Zuber, repara en los signos desde otro lugar y aporta su versión. A Adriana la construyen los relatos de los otros hasta que en el tercer capítulo se narra el encuentro y se escucha de su boca lo que tiene para decir.

No te veré morir, de Antonio Muñoz Molina. Seix Barral, Barcelona, 2023. 238 págs.

LA INVENCIÓN DE LOS SUEÑOS

«Si estoy aquí y estoy viéndote y hablando contigo, esto ha de ser un sueño»: con esta frase redonda que otorga un lugar de privilegio al mundo onírico comienza la novela. «Nunca he dejado de soñar contigo. Sueño que te cuento todas las veces que he soñado contigo y entonces me viene la sospecha de estar soñando.» De esos sueños que parecen borradores de un relato sin fin, Gabriel despertaba con aturdimiento y desconsuelo, como si la vigilia fuese solo un simulacro. Se habían visto por última vez en otro siglo y en otro mundo, cuando los dos aceptaban que se iban a separar, «pero no podían imaginar la magnitud del espacio ni la duración de los años que tenían por delante».

El corazón de la novela palpita en esos minutos en los que Adriana Zuber, ahora una anciana debilitada casi hasta la postración, recibe en su casa de Madrid a Gabriel Aristu. Ya no son los antiguos amantes, son dos viejos enfermos y cansados, casi desconocidos el uno para el otro. «Tenía miedo de morirme sin haber podido contarte todas las cosas que te he contado en los sueños», dice él. «Te habrías muerto sin que yo me enterara», replica ella. Construida sobre todo desde los sueños y los recuerdos de Gabriel –azarosos y a menudo corridos de lugar–, por fin se escucha la lucidez conmovedora de Adriana Zuber, que crece en ese patrimonio expresivo al que cabe definir como trágico. En el diálogo cobra relevancia la representación de un secreto poderoso. La pequeña ambigüedad del desenlace y un giro argumental inesperado llegan con impacto a quien está leyendo y habilitan distintas interpretaciones.

La vida de Adriana Zuber, su pasión por Gabriel Aristu, su albedrío y su orgullo, la entereza ante la vejez y la enfermedad evocan rituales y tensiones de la poesía y la biografía de Idea Vilariño. No puedo asegurar que haya inspirado a Muñoz Molina para crear un personaje tan intenso como Adriana Zuber. Pero quiero compartir unas palabras del autor que acaso se constituyan en zonas de pasaje o postulen lo imaginario como rito especular. En el año 2007 leí, creo que por primera vez, un texto sobre Vilariño escrito por Muñoz Molina y publicado en el libro Idea: la vida escrita1 con el título «Sobre el amor y la sinceridad», allí compartía la emoción que sintió al descubrir, en una antología de poesía uruguaya, el poema «Ya no». Cuenta que antes solo veía el nombre de Idea cada vez que se acercaba a Los adioses, de Onetti. «Sé, sin embargo, mucho de ella, de lo que esperó del amor y no obtuvo, de una soledad a la que no parece posible poner remedio, de finales que se presintieron infelices desde el principio, de una alegría continuamente amenazada.» Idea «nos vence con palabras de uso corriente: las que se han cruzado los amantes entre un antes y un después; las que definen el implacable paso de la vida […] las voces del amor […] o las de su negación definitiva: “Estás borrado”». Los versos de Idea «andan en mi memoria como si fueran mis propias palabras y explicaran emociones de mi propia vida. […] No creo que una novela, con toda su retórica, pueda ofrecer una imagen más completa de una pasión». 

  1. Idea: la vida escrita. Ana Inés Larre Borges (concepción general y coordinación). Cal y Canto-Academia Nacional de Letras, Montevideo, 2007. ↩︎

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