Presentados como axiomas incontrovertibles, supuestamente sostenidos por la teoría económica y la evidencia empírica, no son pocos los lugares comunes manejados por los economistas. Uno de los más recurrentes, al que se acude una y otra vez, es que los salarios recibidos por los trabajadores recompensan su productividad o el capital humano atesorado por cada uno. ¿El ejecutivo cuya retribución es cien veces, o más, superior a la del salario medio pagado en su firma ve premiado su plus de productividad? ¿Acaso son sus méritos profesionales los que explican las muy generosas pensiones e indemnizaciones que tienen otorgadas? En absoluto.
Un ejemplo de un patrón que se ha generalizado en los países capitalistas desarrollados. En una reciente publicación del Economic Policy Institute se ofrece información sobre la relación existente entre la compensación recibida por los ejecutivos de las grandes corporaciones estadounidenses y la de un trabajador típico. Pues bien, en 2015 la diferencia entre ambas era de 276 veces; esa relación era en 1965 de 20. Según este estudio, entre 1978 y 2015 la compensación de los ejecutivos aumentó 940,9 por ciento, mientras que la de los trabajadores típicos tan sólo lo hizo en un 10,3 por ciento.
Tan desproporcionado ingreso está determinado de hecho por algo tan viejo y al mismo tiempo tan actual como las relaciones de poder. Sí, el poder, esa dimensión que la economía convencional ignora, como si nada tuviera que ver con la configuración de los procesos económicos y con el reparto de los resultados. Lo cierto es que las manos visibles de los mercados –las grandes corporaciones y las elites que los controlan y dirigen– son las que capturan los beneficios del crecimiento; y las que, en períodos de crisis, tienen capacidad para preservar o aumentar sus privilegios.
Muchos de los equipos directivos y de los ejecutivos que ocupan un estatus privilegiado en el organigrama empresarial han heredado un patrimonio y conexiones familiares y han sido educados en selectas, elitistas y carísimas escuelas de negocios, lo que les sitúa en la cúspide de la estructura social. Con la complacencia de los afines, que comparten privilegios e ingresos, y ante la ausencia o la debilidad de los mecanismos de control de la gestión corporativa, se autoasignan a discreción salarios, bonos, pensiones y stock options.
No importa que hayan asumido en su gestión riesgos excesivos, que actuaran en franca colusión de intereses con los grandes accionistas, tampoco su falta de compromiso con la inversión productiva, que promovieran un masivo trasvase de recursos desde la empresa hacia la industria financiera, su responsabilidad en la escalada del endeudamiento, su abierta disposición a participar en movimientos financieros de signo marcadamente especulativo, y su responsabilidad en la realización de operaciones de autocartera y de fusiones con otras empresas con el único propósito de aumentar el valor en bolsa de la firma resultante y con ello sus retribuciones, estrechamente vinculadas a los índices bursátiles… Nada de esto parece importante, a la luz de los privilegios que continúan disfrutando.
Estas políticas han sido, desde luego, muy lucrativas para las elites económicas, que han amasado grandes fortunas y patrimonios, pero poco tienen que ver con la productividad, en el sentido más genuino que cabe dar a este término, esto es, esfuerzo, cualificación y rendimiento.
Un mínimo sentido de justicia y la aplicación de un principio muy básico de economía –no premiar al ineficiente, como, de hecho, ha sucedido– tendrían que haber conducido a la penalización de esta oligarquía que ha contribuido a la descapitalización de sus empresas, sometiéndolas a un permanente saqueo patrimonial y a una deficiente gestión. Prácticas que, en definitiva, nos han llevado a la crisis económica, con toda la secuela de destrucción de capital productivo y tejido social que hemos conocido en estos últimos años.
Pues no, ha sucedido todo lo contrario. Han conservado, cuando no han reforzado, sus privilegios. Continúan al frente de sus negocios, ganando sumas extravagantes y, por si esto no fuera suficiente, han recibido recursos públicos, pagados con recortes sociales y con impuestos regresivos que penalizan las rentas medias y bajas. Al mismo tiempo, sin ningún pudor, en los foros empresariales y en los medios de comunicación reclaman austeridad, moderación y esfuerzo colectivo para salir de una crisis en la que, en realidad, ellos nunca han entrado.
La situación es, si cabe, más grave que antes de que estallara el crack financiero, pues ahora las palancas de control social son más débiles y la política y las instituciones reflejan cada vez más los intereses de los ricos, del poder. Las reformas laborales suponen, en este sentido, un duro golpe a la negociación colectiva y al ejercicio de los derechos ciudadanos dentro de las empresas, desnivelando la relación entre el trabajo y el capital, en beneficio de éste; y las políticas de ajuste presupuestario constituyen, en realidad, la punta del iceberg de una estrategia de gran calado encaminada al desmantelamiento y captura, por parte de los grupos económicos, de los estados de bienestar.
Esta problemática –la de los privilegios de las elites, la de la concentración del poder económico– está fuera de la agenda política y ocupa un lugar muy periférico en el debate económico. Sin embargo, supone un gran desafío para los partidos del cambio, que no pueden ignorar la deriva oligárquica (y autoritaria) de nuestras sociedades. Hay que actuar, con un planteamiento ambicioso, en el terreno de la fiscalidad. También, y aquí nos jugamos mucho, para debilitar el poder corporativo de las elites, verdadero lastre para la democracia y para un buen funcionamiento de la actividad económica.
Fernando Luengo es profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.
Tomado de http://www.sinpermiso.info