El correr de los años no sólo acentúa las diferencias entre algunos seres humanos sino también provoca ocultamientos y omisiones que dificultan aún más el entendimiento mutuo. El pasado, por otra parte, casi siempre condiciona las acciones que se emprenden en el presente. Tales los rasgos que parecen destacarse en tres recientes estrenos de autor nacional.
El tiempo que nos queda (Solís, sala Zavala Muniz), de Alejandro Gayvoronsky, dirigida por Ramiro Perdomo, echa mano a una especie de naturalismo de espejo deformante para retratar las actitudes de un matrimonio maduro (Sergio Blanco, Adriana do Reis) y sus cuñados (Noelia Campo, Álvaro Pozzolo), de visita un día cualquiera. Los cuatro se mueven y se expresan con insolente espontaneidad, y la sinceridad de sus exabruptos a menudo se prolonga en desplazamientos, a veces simétricos, otras tan sólo exagerados, que subrayan el sentido de un texto acerca de gran parte de las cosas que los personajes no harían ni pronunciarían por más que estuviesen considerándolas. El título alude asimismo a la velocidad con que transcurre el tiempo sin que tomemos las decisiones que podrían cambiar nuestras existencias, decisiones que, en el presente caso, se pueden asociar a lo que cada integrante del cuarteto en cuestión parece esconder a los otros tres. Enigmático e irónico, el asunto, habida cuenta del interés que despierta, tienta además a la platea a comprender que, en ciertas circunstancias, bien valdría la pena expresar aquello que uno no se atreve a sostener. Un objetivo que aquí Perdomo alcanza con el apoyo del muy solvente equipo actoral que se mueve y lanza sus parlamentos con la necesaria credibilidad fragmentada que impone Gayvoronsky a lo largo de un desarrollo en el que, de pronto, impresionan como innecesarios buena parte de los referidos movimientos simétricos en una planta escenográfica que también los propicia.
Dos en la carretera (Notariado), de Dino Armas, con dirección de Daniel Romano, propone la relación que, a partir de un encuentro en un ómnibus, entabla un viudo veterano con una muchacha lanzada y sin pelos en la lengua. En anteriores versiones del mismo título se apreciaba cómo Armas estudiaba con detenimiento el difícil crecimiento de dicho vínculo para arribar a una conclusión que se sostenía sin fisuras a lo largo de un desarrollo tan sentido como verosímil. La versión que maneja Romano, en cambio, acude al apoyo de ciertos mecanismos de comedia musical –temas de Fernando Chitnisky y Gabriel González– que interrumpen la historia y terminan por desdibujar dos siluetas que tanto prometían. En su lugar, se busca un clima de diversión que el planteamiento inicial no parecía pedir, por más que la desenvoltura de Virginia Ramos salve un par de situaciones. Walter Rey, en cambio, a cuyo personaje no le sientan los decibeles de la banda sonora, pierde pronto de vista la composición de un solitario merecedor de una puesta en escena de más serios derroteros.
La bondad de los extraños (del Museo), de Federico Roca, dirigida por Lila García, cuyo título nos transporta a un pasaje de Un tranvía llamado Deseo del gran Tennessee Williams, elige a la mismísima Blanche (Alicia Dogliotti), heroína del texto mencionado, para ubicarla, tiempo después, como paciente y empleada de una clínica en la cual ha logrado recuperarse casi totalmente de sus desórdenes nerviosos. La obra del inquieto Roca (Tal vez lo soñaste, Día 16) propicia la triple visión de un asunto que, por un lado, involucra la relación de la protagonista con el sensible facultativo que la escucha y aconseja (Pablo Robles) y, por el otro, una mirada más de entrecasa de Blanche junto a sus dos jóvenes protegidas, al tiempo que, al centro y al fondo, a modo de comentario acerca de sus comienzos, se la observa cómo era años atrás, cuando parecía condenarla la amenaza de la locura. García se las arregla para manejar con sutileza un escenario que divide en las tres partes aludidas que, en ocasiones, dan origen a acciones simultáneas. El recuerdo del pasado de Blanche abre así camino a un atractivo juego acerca de ciertos hechos y su relación con la mutilación genital femenina, puesta en práctica en ciertos lugares hasta no hace mucho tiempo. El diseño de un quinteto de personajes que, de una manera u otra, aluden a temas como la cordura, la locura, el amor, el abandono, la soledad y la discriminación hace crecer una historia donde, más allá de algún volumen de voz demasiado alto, importan las composiciones de Dogliotti y Robles, así como la injerencia de una banda sonora en la que Gershwin convive con Louis Armstrong y algún francés, de manera de proponer los climas de una puesta con algo para decir.