La conversación - Semanario Brecha

La conversación

Apenas se conocieron algunas andanzas del guardaespaldas mayor, circuló en grupos de Whatsapp una pieza cuya primera y última frase dicen así: «Si quiere viajar tranquilo con un buen pasaporte, pregunte por Astesiano directo en el cuarto piso […]. Astesiano, el amigo del petiso, [es] el Kevin Costner local [que] hizo más daño que el Frente [Amplio]». Breve síntesis de una intención política, cantada con ritmo melódico internacional y autor anónimo. «¿Quién lo hizo?», escuché preguntar, y me respondí que no interesa, porque el rumor es una voz sin rostro más potente que una firma registrada. Simultáneamente y sin esconder la mano, un youtubero aprovechó la mala hora presidencial para apedrear a «la inmunda casta política, de izquierda o derecha, a la que debemos sacar del culo para poder vivir mejor». Igualito a la furia del tachero porteño –comentó Soledad Platero en las redes– que te obliga a ser público cautivo de la frustración acumulada en generaciones laboriosas y meritorias. ¿Traigo anécdotas irrelevantes? Puede ser. Asumo el riesgo para poder pensar lo burdo como hecho político y poner en evidencia que esos grotescos integran la misma conversación que sostiene demasiadas veces el gobierno.

Hasta hace poco, la coalición de gobierno y el presidente ejercieron un importante control sobre la agenda y las expectativas colectivas. Durante la pandemia gozaron la gratitud sobreviviente, y desde el referéndum de la Ley de Urgente Consideración cotizan el refresco de su margen electoral. Ese bono no cubre las necesidades sociales de esperanza y se desvaloriza a medida que la comezón preelectoral del tercer año suplanta la mística de 2019 por apetitos hacia 2024. Ahora se guían por el automatismo del corredor de 110 metros con vallas, que no ve más allá de la distancia que lo separa del siguiente obstáculo. Donde escribo valla, y obstáculo, léase: adversarios políticos a demoler, corriendo y sin mirar atrás. No es un cambio en su comunicación política, sino la radicalización de su conocido modelo de «conflictos controlados», según el análisis de la politóloga Victoria Gadea. Lo nuevo son los efectos políticos que produce el gobierno cuando pierde el control sobre los conflictos que él mismo provoca. Para pensar este asunto sin quedar chapoteando en la moralina, se necesita tragar ciertas incomodidades. La primera es que el ministro Germán Cardoso, el caso Marset, el mandado a las tabacaleras o alojar un caco oportunista como Alejandro Astesiano en la sala de máquinas del gobierno no son inventos de la oposición. Son criaturas de gobierno que le ponen rostro a la descomposición política y la cooptación de partes del Estado por poderes fácticos. ¿Cuánto, dónde, quiénes? Cada quien contestará lo que pueda tolerar.

La segunda incomodidad es que no hay lugar para sorprendidos, porque estos hechos revelan la magnitud actual de problemas amorosamente desatendidos por el sistema político. Véanse las opiniones de Ricardo Gil Iribarne (anterior secretario antilavados y director de la Junta de Transparencia y Ética Pública) o también los avisos de Insight Crime, un centro especializado en crimen organizado transnacional.

La tercera incomodidad es que, por ahora, el gobierno es parte del problema, como lo evidencian los mensajes del Poder Ejecutivo durante la Comisión General sobre el caso Astesiano. Rodrigo Ferrés destruyó hablando el valor de su propia firma como prosecretario de la Presidencia, y el ministro Heber desplegó mañas de rottweiler veterano para catequizar un republicanismo de calidad decreciente, porque somos todos iguales. Estas respuestas de gobierno y los grotescos que cité para empezar la nota revelan un mismo cuerpo de ideas y emociones; solo se diferencian los escenarios y las responsabilidades. ¿Qué hay en esa conversación, además del gesto impetuoso y resignado de los jugadores de ruleta rusa?

Quiero pensarlo alejándome de la crispación provinciana. Hace poco nos visitó Yayo Herrero, ecofeminista combativa, y dejó unas cuantas claves para interpretar cómo reaccionan las elites con poder de decisión ante la crisis socioambiental. Las palabras claves son negación, abandono y barricadas. Las elites conocen los límites materiales del modelo de desarrollo hegemónico, pero no desean afrontar alternativas que impliquen negociar su estándar de bienestar con multitudes postergadas. Postergan indefinidamente la adopción de medidas ambientales urgentes, refuerzan discursos y políticas de encierro, y empujan aventuras bélicas. Los grandes asuntos, como el hambre, el frío o el calor insoportable para miles de millones, incluso la amenaza nuclear, ya no son desafíos comunes, sino variables del juego político global. La disputa entre machos bien dotados subroga la conversación sobre responsabilidades compartidas. Esas respuestas brutales no reflejan fortalezas del sistema, sino elecciones políticas dirigidas a controlar la presión de las multitudes sacrificadas en las fragilidades del modelo. Esas elecciones políticas conllevan la decadencia de los ámbitos de negociación y gobernanza global, y también facilitan el auge de aventureros que parasitan la creciente desconfianza en el antiguo orden democrático. Trump, Meloni, Putin, Milei o Bolsonaro no son malentendidos de la historia, sino emergentes de un humor de época. Éric Sadin, filósofo francés de la vida cotidiana, lo describe como un continuo que va del rechazo generalizado a la democracia participativa a un «súbito apasionamiento» popular por figuras violentas y fantasiosas. Una situación que parece lejana a la realidad uruguaya, pero no estaría de más preguntarse cuánto de ese humor reproduce nuestra conversación política. Para contestarlo, hay que formular algunas preguntas más.

¿Dónde se acumula el destilado de desconfianza que gotean muchos gobernantes sobre instituciones de justicia o el ministerio público? ¿Dónde la descalificación constante? ¿Qué desacredita la corrupción que parece alojarse en ministerios, casa de gobierno, mandos policiales? ¿Nuestras instituciones no adquieren un aire de casa abandonada cuando quienes deben explicarlo exponen furia y crispación? ¿Qué modelo de democracia proponen los jerarcas del Estado cultores de la enemistad con la organización de la solidaridad, sean ollas populares o sindicatos? ¿No se revela una vocación de barricada en el gobierno que afronta la discrepancia con cinismo burlón, prescindencia o grosería abierta? Cada quien sacará cuentas y conclusiones probablemente diferentes, excepto, creo, en un punto: la sociabilidad política uruguaya cambió. El mal humor de abajo conversa con la frustración de arriba, al modo de una discusión adentro de un auto que recorre un camino sinuoso, donde el chofer grita mirando al pasajero sin sacar el pie del acelerador.

Una pregunta más todavía. ¿Estas son las únicas conversaciones uruguayas? Claro que no. Hay conversación cordial, creativa, memoriosa, vital, rabiosa contra la injusticia, esperanzada o todo lo contrario. Son diferentes y muchas veces contradictorias, pero todas ocurren en un terreno común. Voy a ejemplificar exagerando: en los territorios del abandono se pone en juego tanta rabia y creatividad para asumir la vida criminal como para sostener una olla popular. La red criminal aglutina desde el deseo de acceso personal e inmediato a bienes negados, mientras que la olla reproduce una cultura solidaria de largo aliento, en el que persisten amplios sectores de la sociedad uruguaya. Son respuestas de sentidos muy diferentes para una misma interrogante: cómo resolver la vida en este tiempo y lugar. El desafío para la política democrática es disputarle al discurso crispado y furioso la orientación de las conversaciones sobre las incertidumbres de la vida contemporánea. Es evitar una politización retrógrada que se dispara desde un sentimiento simple: todos los políticos son iguales. El problema es cómo y dónde se desmiente. La época no ayuda y el gobierno tampoco. Las izquierdas necesitan producir escenarios y conversaciones nuevas que reorienten los sentidos del debate político. No solamente para su propia ventura electoral, porque ganar gobiernos es necesario, pero no es suficiente. En estos días, Brasil enseña.

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