En el mundo se producen actualmente muchos más alimentos que los necesarios para abastecer a toda su población. Nunca, en realidad, se produjeron tantos. Y sin embargo el hambre crece y crece. América Latina en su conjunto es considerada uno de los principales graneros del mundo. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), la región produce lo suficiente como para dar de comer, y bien, a 1.300 millones de personas, más del doble de sus habitantes y una sexta parte de la población del planeta. «Es una región que tiene un papel irreemplazable en la seguridad alimentaria global», dijo al medio alemán Deutsche Welle la oficina regional de la FAO (30-V-22), pero también es, agregó, «la región más cara para comer sano» y una de las que se caracterizan por un acceso más desigual a los alimentos.
Hoy América Latina está amenazada por eso que en el lenguaje onusiano es descrito como una crisis alimentaria, es decir, una situación en que las personas tienen «dificultades para consumir alimentos suficientes, seguros y nutritivos». La actual sería, incluso, una de las crisis más graves de las últimas décadas para esta región: de esas que llaman agudas, como aguda sería la insuficiencia alimentaria que padecería a corto plazo una buena parte de los habitantes del área.
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El esquema se reproduce en mayor o menor medida en todas las zonas del antes llamado tercer mundo. De acuerdo al informe anual 2021 de la Red contra las Crisis Alimentarias, desde 2017 el número de personas en situación de «crisis alimentaria aguda» crece y crece: en 2019 eran 135 millones y en 2020, 155 millones, en 55 países y territorios. Para 2022 se prevé que rondarían los 200 millones. Quienes se saltean al menos una comida al día, según la FAO, totalizan a su vez unos 800 millones, y 95 millones de ellos están en América Latina. Unos 9 millones de personas (entre ellas 5 millones de niños) mueren cada año en el planeta por factores ligados al hambre, como desnutrición, malnutrición o enfermedades perfectamente curables. Ma che pandemia.
Los conflictos y el cambio climático –por los eventos extremos cada vez más habituales que arrasan con cultivos– figuran de manera invariable en estos informes como causa de estas crisis. Y en los dos últimos años el covid, o más bien las medidas tomadas –o no tomadas– contra el covid. Ahora es la guerra de Ucrania, que involucra a dos de los mayores productores mundiales de maíz, trigo y fertilizantes, la que domina el escenario y es citada como probable desencadenante de un «huracán de hambruna», en palabras del secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres.
El aumento de los precios de los alimentos como consecuencia de la guerra en Europa haría que los países del África subsahariana, que hasta 2017 destinaban el 20 por ciento de sus ingresos a alimentos, deban destinarle el 35 en 2023, los de Asia del Sur un 20, cuando gastaban el 15, y los de América Latina un 20, cuando invertían un 13.
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Pero hay otro factor más antiguo, estructural, que raramente aparece –o lo hace de cotelete– en los documentos onusianos: el del modelo de producción. Cuando se prioriza el agronegocio de gran escala para la exportación, basado en monocultivos y dependiente de hidrocarburos, dijo a la Deutsche Welle Susanna Daag, integrante de una red de asociaciones alemanas que trabajan en América Latina, se generan las condiciones para que, en un extremo, unos pocos coman a saciedad y, en el otro, muchos lo hagan salteado o estén en situación de hambruna.
Es lo que sucede en América Latina y en buena parte del sur global, y lo que explica aparentes absurdos como que en el país del maíz –México– se priorice la exportación del cereal por sobre el consumo de los propios habitantes, que tienen que pagarlo a precios desorbitantes, o que en el país de la carne comer un asado le salga un ojo de la cara al hijo del vecino. El uruguayo paga la carne cara si su cotización sube en el mercado mundial y la sigue pagando cara cuando su precio cae. Siempre pierden los mismos, siempre ganan los mismos. Y no habría nada que hacer, porque «somos tomadores de precios» y lo que se decida en la bolsa de Chicago es palabra divina.
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Los alimentos que América Latina produce –y produce de todo– no van prioritariamente a dar de comer a sus habitantes, sino a engordar a quienes los exportan, que a menudo son transnacionales. O se llega al colmo de importar productos impensables. Alrededor del 30 por ciento de los alimentos que un país con vocación agrícola como Colombia consume vienen del exterior: maíz, trigo, azúcar, cebada, leche. México importa maíz, trigo y frijoles, productos básicos y ancestrales en la dieta de sus habitantes.
El fundamento de los gobiernos mexicanos (de los liberales y de los que dicen no serlo) para comprar fuera lo que se puede producir dentro es que resulta más conveniente. Pero es una construcción ideológica. «La falacia neoliberal de que es más barato importar los granos que producirlos nacionalmente amenaza con cobrar una factura que podría ser de un alto costo social y político», escribe Alberto Vizcarra Osuna (Aristegui Noticias, 28-V-22). Cuando algún país se sale, aunque sea un poco, del redil que le fija la Organización Mundial del Comercio y protege su mercado nacional –India, por ejemplo–, lo cercan, apunta la alemana Daag: le dicen que está «contradiciendo el mantra del libre comercio».
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Y ahí está precisamente el nudo del problema: en un sistema que expande al infinito la desigualdad, destaca el periodista Martín Caparrós, autor en 2014 de un monumental ensayo-crónica titulado El hambre. «El hambre es la metáfora más brutal de la desigualdad» y su causa no es la pobreza, sino la riqueza de unos pocos, dijo el argentino. «El hecho de que 800 o 900 millones de personas pasen hambre no es un error del sistema, sino que es la forma en que el sistema está organizado. Es lo propio de un sistema global en el que la producción de alimentos no está dirigida a que comamos todos, sino a que los más ricos coman todo lo que necesitan y mucho más, y despilfarren y tiren. Mientras el orden económico mundial siga favoreciendo este tipo de producción, esto va a seguir sucediendo. Y el problema no se arregla mandando unas bolsas de comida cada tanto o haciendo pequeños actos de caridad» (Universidad de Barcelona, 4-VI-15).
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En noviembre pasado, al director del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, David Beasley, no se le ocurrió mejor solución para resolver la situación de las 42 millones de personas que en los siguientes meses eran más proclives a morir de inanición que llamar a los supermillonarios a que largaran sus morlacos. «Con 6.000 millones de dólares se soluciona. No es complicado», dijo, y desafió concretamente a Elon Musk y a Jeff Bezos. Musk lo tomó al pie de la letra, vendió acciones de Tesla por 5.000 y pico de millones de dólares y donó lo recaudado a «organizaciones benéficas». Dicen que Beasley quedó satisfecho. Amigos ideológicos de Musk se rieron: no es sacándole plata a los ricos que el planeta se desarrollará sino dándoles más libertades a esos ricos y liberalizando aún más la economía, saltó la estadounidense Heritage Foundation (Panam Post, 16-II-22). El derrame hará que los pobres puedan comer, insistió. Ni un mísero ladrillo del sistema movió el bueno de Beasley.