—Observando las críticas a su artículo que algunos lectores de Brecha vertieron a través de Facebook, pareciera que en la izquierda occidental no hubiese habido novedad desde fines de los sesenta: se mantiene la fidelidad a dogmas y esquemas maniqueos según los cuales es bueno todo aquel que se opone a Estados Unidos.
—No se podría sintetizar mejor. Acá encontramos algo que de alguna manera es antropológico, casi biológico –y que en la izquierda se expresa de un modo particularmente simplificador–, que es esta dinámica binaria del pensamiento humano: somos incapaces de meter tres factores en una misma plaza, en una misma cabeza. Durante años ha resultado muy cómodo que existieran sólo dos factores y organizar todos nuestros alineamientos ideológicos en torno a la aceptación de que había un polo malvadísimo, que era Estados Unidos, y, obvio, no vamos a estar en desacuerdo con esto. Pero lo que siempre me asombra de las críticas que recibo es la poca voluntad que se pone en leer lo que digo: creo que en ningún momento he defendido a Estados Unidos ni, válgame el cielo, al Estado Islámico (EI). Por desgracia, vivimos en un mundo cada vez más complejo en el que ni podemos refugiarnos en la retórica de la complejidad para hacer dejación de nuestro deber de intervenir en él, ni podemos simplificar con mitos o esquemas que pertenecen al pasado. Han ocurrido muchísimas cosas desde que cayó el muro de Berlín. En los últimos seis años han ocurrido más: ha habido un deshielo acelerado de la Guerra Fría que ha tenido cosas muy buenas y muy malas, como estamos viendo ahora. Entre otras cosas, se ha producido un desorden global que nos devuelve a la Primera Guerra Mundial, a un conflicto entre potencias y subpotencias –que se alían de forma muy volátil y muy promiscua, con cambios acelerados en las diferentes relaciones de fuerza– que, de ninguna de las maneras, podemos seguir contemplando y analizando con el esquema de la Guerra Fría. No sólo porque es un error, intelectual y político, sino porque, por el camino, dejas fuera con una cierta displicencia a un montón de gente que se ha jugado, e incluso perdido, la vida luchando contra dictaduras y reivindicando justicia social, dignidad, democracia y libertad.
El conflicto sirio es muy complejo: empezó siendo una revolución y ha acabado siendo una guerra civil que alberga luchas de pueblos contra pueblos, de pueblos contra regímenes y de regímenes entre regímenes. Hemos visto, por ejemplo, cómo Kobane era liberada por los kurdos con la cobertura aérea estadounidense, sin que ninguno de estos que yo llamo “estalibanes” abriera la boca. Un aliado central, fundamental, de Estados Unidos, Turquía, considera terroristas a los mismos que Estados Unidos apoya y considera aliados. Turquía bombardea a los mismos que Estados Unidos con sus bombardeos salvaba.
—¿Cómo encaja las críticas llegadas desde América Latina?
—Ya no me resulta tan triste como antes, cuando parecía que compañeros, afines –que es esa la cuestión–, preguntándose quién me pagaba, me consideraban un traidor. Son cosas que me han hecho daño. Tú puedes pensar que el otro está equivocado, pero si en seguida piensas de alguien que no piensa como tú que se ha pasado al enemigo o le está pagando la Cia, creo que eso te convierte potencialmente en un defensor de la purga como criterio político definitorio de quiénes son los buenos y los malos. La tristeza no es tanto personal, sino que cuando has seguido desde el principio, con compromiso y con más o menos conocimiento, estos procesos desde el mismo año 2011 y desde uno de sus núcleos irradiadores, Túnez, te encuentras con que el juzgar de esa forma simplificadora lo que está ocurriendo en el mundo árabe, musulmán, desde hace seis años es un gran desprecio por pueblos que tienen derecho a levantarse contra las dictaduras que les someten desde hace décadas sin tener que pedir permiso a nadie y menos en este caso a América Latina. Lo duro para mí ha sido, por el vínculo muy fuerte que he tenido con Cuba, con Venezuela, al mismo tiempo que vivía en Túnez, descubrir esta mirada: un continente que lleva siglos peleando contra la visión occidental, colonial, que se acoge siempre al pensamiento “decolonial”, a la deconstrucción de esa visión que los europeos tienen de América Latina. Es triste ver cómo cuando ocurren cosas que no se comprenden, en una zona del mundo con la que sólo se tienen vínculos de interés geopolítico, se aplican los mismos clichés contra los que allí se han estado rebelando durante décadas, y acaban proyectando sobre esta zona del mundo todos los clichés islamofóbicos, que cuando se trata de América Latina y sus luchas seculares contra el colonialismo parecen denunciables y condenables.
—¿Qué queda de las revueltas de las primaveras árabes, de las que el colofón parece ser el dramático conflicto sirio?
—Siria ha sido, decía, la tumba de la izquierda, pero también de las revoluciones árabes, porque es ahí donde ese impulso popular se tuerce en una multiintervención, en un conflicto por delegación, en una zona concreta donde existe un régimen feroz que ha provocado intencionadamente esa intervención multilateral, así como la radicalización de las facciones rebeldes como única forma de legitimarse. ¿Qué queda? Sinceramente, queda mucho dolor, mucha amargura. Queda un mundo volteado: hace seis años hubo un impulso popular que comenzó en Túnez, que se extendió por toda la región, desde Mauritania hasta Bahréin, que se contagió también al norte del Mediterráneo, a España, a Grecia; que pasó a Turquía de nuevo, que llegó hasta Wall Street; un impulso democrático y global que se ha vuelto lo contrario. Creo que la derrota de las revoluciones árabes es lo que ha facilitado el retorno de lo que me atrevería a llamar neofascismo o, al menos, desdemocratización global.
Ya decía Antonio Gramsci que el fascismo es siempre el resultado de una revolución fracasada, y yo creo que estamos asistiendo al fracaso global de un impulso democrático que, volteado, está tomando la dirección inversa en el mundo entero. Por tanto, ¿qué queda? Concretamente, Túnez, donde tras muchos retrocesos –de una manera fragilísima hasta el punto de que bastarían un par de atentados más para que todo se viniera abajo– hay un proceso aún abierto que en comparación con lo que pasa en Argelia o Libia, y no digamos Siria, es relativamente democrático y esperanzador; con una tentativa de poner en marcha una justicia transicional que, por lo menos, haga públicos, como se está haciendo en sesiones retrasmitidas en directo por tevé, los crímenes de las dictaduras. No cabe la menor duda de que allí donde no caben alternativas, la gente sale a las calles esperando conquistar algo de justicia social, algo de democracia, y cuando no lo consigue, la frustración genera radicalización.
Este fracaso ha generado una radicalización que es mayor en Europa que en el mundo árabe. Doy unos datos de encuestas: el apoyo al EI en el norte de África, entre Libia y Argelia, oscila entre el 0,5 y el 1,5 por ciento, números que contrastan con la gente que en Europa apoya a la ultraderechista francesa Marine Le Pen o a los neofascistas austríacos y holandeses; si, además, se mira a Polonia, a Hungría creo que quien se está radicalizando es Europa, y como consecuencia también del fracaso de la revolución siria. Frente a un problema del que ellos mismos son responsables, los gobiernos europeos están abriendo las puertas a una radicalización enormemente peligrosa.
Estamos viviendo un momento parecido al de los años treinta del siglo pasado, porque hay un desprestigio total de la democracia, una crisis económica grave, con un crecimiento claro de la xenofobia. Con dos diferencias: una, este nuevo fascismo no es revolucionario, es decir, no invita al riesgo, a la violencia, a la expansión, sino todo lo contrario; y, dos, no hay ninguna alternativa de izquierdas, como sí las hubo en aquellos tiempos; y por lo tanto si queremos, primero, detener el monstruo y después, a mediano plazo, revertir el proceso, teniendo a Trump en Estados Unidos, a Putin en Rusia, con la amenaza de Le Pen, o François Fillon, que da un poco igual, en Francia, más Austria y Holanda, más lo que sucede en el mundo árabe, creo que hay que entender que la disputa no es entre dos radicalismos sino entre dos conservadurismos: uno es el de Trump y Le Pen, asociado a la islamofobia, la xenofobia, la exclusión y el autoritarismo, y el otro, al contrario, va ligado a la democracia, la inclusión, el feminismo, etcétera.
- Brecha, 30-XII-16.