Madonna y Lady Gaga, separadas en edad por casi treinta años, comparten el hecho de haberse construido como personajes, incluyendo sus actividades artísticas pero proyectándose en tanto iconos más allá de ellas. Mujeres de alto voltaje que ponen sus rostros y sus cuerpos en el centro mismo de sus versátiles creaciones. También comparten, coincidencia o no, los ancestros italianos; el apellido de Madonna es Ciccone, el de Lady Gaga, Germanotta.
Tienen un antecedente que las supera, largamente. Luisa Casati, nacida en 1881, hija de marqueses y heredera de una enorme fortuna, que adoptó el apellido del hombre con el que se casó a los 19 años, el conde Camillo Casati. Pero poco más usó de él, puesto que, convertida en la amante del poeta italiano Gabriele D’Annunzio –bajo, calvo y veinte años mayor que ella–, se introdujo en las vanguardias artísticas que sacudían Europa, no sólo erigiéndose en musa para muchos de sus más connotados representantes, sino haciendo de sí misma, de su vida, una cambiante y provocadora obra de arte vanguardista.
Según Jean Cocteau, Luisa no cumplía con los cánones de belleza de la época: era muy alta, delgadísima, de facciones huesudas, ojos saltones. Pero la condesa se pintó el pelo de un rojo vibrante, los ojos de un negro negrísimo –se echaba belladona para mantener las pupilas oscuras– y blanqueó su piel con polvos hasta la fantasmagoría. Los más famosos modistos de su época, como Fortuny y Poiret, diseñaron vestidos especialmente para ella. Usaba turbantes, plumas, joyas impactantes –uno de sus collares de perlas medía siete metros–, y hasta serpientes vivas enroscadas en su cuello. Solía pasear por la Piazza San Marco con un abrigo de piel sobre su cuerpo totalmente desnudo, y con dos guepardos como compañía. Además de por su mentor D’Annunzio, fue admirada, y muchas veces retratada, por artistas como Man Ray, Ignacio Zuloaga, Giovanni Boldini, Kees van Dongen, Alberto Martini, Giacomo Balla, Fortunato Depero, Léon Bakst, Cecil Beaton, Pablo Picasso, Filippo Marinetti. Este último, el fundador del movimiento futurista, definió a la Casati como “la mayor futurista del mundo”. Entre las infinitas excentricidades que cultivó se cuentan los galgos con correas engarzadas con piedras preciosas –uno de ellos teñido de azul–, la posesión, además de sus felinos y serpientes, de un papagayo negro y dos búhos, además de un maniquí hecho a su imagen y semejanza que acuesta en su cama con ella. Según varias crónicas, seducía tanto como asustaba, lo que a ella simplemente le encantaba.
La “divina marquesa”, como la llamó D’Annunzio, en indisimulada referencia a Sade, bebía, fumaba, adquiría costosas obras de arte y coches, viajaba, financiaba artistas que le interesaban, ofrecía fiestas principescas. Las mejores de ellas en el Palazzo Venier dei Leoni, en Venecia, más tarde comprado por Peggy Guggenheim. A diferencia de Madonna y Lady Gaga, no se dedicó a hacer dinero sino a dilapidarlo sin pausa ni remordimientos. En 1930 tuvo que vender todas sus posesiones por una deuda de 25 millones de dólares. Así murió –en 1957 y en Londres– arruinada, pero aun así en su estilo. Según sus expresos deseos, fue enterrada con un abrigo de leopardo, bien maquillada y con pestañas postizas, y con la compañía del cuerpo disecado de uno de sus queridos perros pekineses. En su tumba sus amigos hicieron grabar una frase de Shakespeare: “La edad no puede marchitarla, ni la costumbre hacer rancia su infinita variedad”.
Según los entendidos en el asunto, la Casati ejerció una notable influencia en creadores de la moda como Coco Chanel, Galliano y Valentino. En 2013 la española Marta Robles ganó el premio Fernando Lara de novela con su libro Luisa y los espejos, cuyo éxito hizo conocer a miles de lectores a esa pionera en la performance y el body art. En octubre de 2015, una exposición en el Palazzo Fortuny de Venecia mostró documentos y obras de arte sobre y en torno a la excéntrica y excesiva mujer que quiso ser, ella misma, una obra de arte.