—¿Motivos de Superplugged?
—Soy ritmista que viene de ser baterista y percusionista, y en todo momento sentía ganas de experimentar ese mundo de los guitarristas y tecladistas vinculado a enchufes, micrófonos, lo eléctrico. Cuando vine de Bahía, influido por dos gigantes como Naná Vasconcelos y Marcos Suzano, el tipo que reinventó el pandeiro, empecé a pasar por pedales los sonidos que le sacaba a un jarro, después a experimentar con el pandeiro, y surgió el nombre, Superplugged, que nunca más se me fue de la cabeza.
—¿Cuándo le diste forma?
—Estuve cinco años en el exterior, en África y Portugal, y seguía juntando pedales, micrófonos. Empecé a armar Superplugged en el líving de casa, y tenía de vecino al entonces director del teatro Solís, Gerardo Grieco. Le pedí que escuchara el invento y opinara. Le gustó, y al mes, más o menos, me llamó para ofrecerme hacer un ciclo en la sala Delmira Agustini, ex sala de eventos y conferencias. Y arrancamos, setiembre de 2010, por suerte funcionó.
—Al punto de reincidir.
—Esta es la sexta edición, el espectáculo que viste, igual, no tiene nada que ver con el primero.
—Por lo pronto lucís más rodeado.
—Los instrumentos y el repertorio crecen. Y el espectáculo vive por la inquietud de intentar lo que está pendiente.
—¿Qué está pendiente?
—La creatividad, para que ocurran cosas tenés que buscar y trabajar. Los años me enseñaron que la respuesta del público, a pesar de sus vaivenes, es asimilable; lo insostenible es no tener nada que decir.
—Ese sentimiento es el que te habrá impulsado al exterior.
—Claro, para aprender.
—¿Por qué elegiste esos destinos y no otros?
—Eran los únicos que me ofrecían lo que quería. El primer viaje fue a La Habana, donde estuve un año, en 1993, el peor momento del período especial. Recorrí La Habana profunda en bicicleta, y es ahí, no en Puerto Rico, ni Colombia, ni Venezuela, donde se aprende a tocar tambor y una música que te permite sostener otras; Cuba es el volcán del Caribe. De ahí salté al barrio Pelourinho, de Bahía, en pleno invierno, cuando no hay un alma. Fui sin trabajo, a alojarme en la Oficina de Investigación Musical.
—¿Dependiente de…?
—Del dueño, un tipo que había puesto en su casa una tienda de instrumentos y una escuela de música. Me había visto en un festival al que fuimos con el “Lobo” Núñez, que con Jorge Camiruaga son mis maestros uruguayos, y me prestó un altillo con colchón que compartí con Anunciaçâo dos Reis, un veterano más loco que una cabra que había sido el primer baterista de Hermeto Pascoal. Una eminencia, pero especial.
—Y adoptado.
—Claro, lo tenían ahí onda homenaje. Compartíamos hasta la rapadura, pero en determinado momento tuve que recordarle que además de no tener trabajo me habían robado parte de la plata que llevaba. A partir de entonces me escondía algunas veces para poder comer algo tranquilo. Pero estaba en el Pelourinho, me levantaba con el reggae de los bares y me acostaba escuchando ensayos de música, era feliz.
—Y volaste a África.
—Antes a Perú, a aprender cajón y música afroperuana. Fui a alojarme en Lima con los Mujica, familia de músicos salados que me contactaron con los mejores cajoneros de la ciudad. De ahí fui a conocer a los paraguayos de Cambacuá, la comunidad de descendientes de los negros e indios que acompañaron a Artigas al exilio; viven en las afueras de Asunción y hasta hoy rinden culto al prócer. Tenés que ir al espectáculo que estamos haciendo en un boliche, Carnavales del mundo,2 hablamos de todo esto. Después sí fui a Guinea Conakry, Senegal, donde se toca el djembé y la música wollof, experiencias que nunca te dará un taller en Buenos Aires o Montevideo. Es igual que el chico, repique y piano, yo tocaba en Malvín hasta que el Lobo me llevó a Sur y Palermo; si querés aprender tambor, es ahí. Y si querés aprender murga, un taller de Centro Comunal te da una idea pero nunca sabrás qué es hasta que no salgas en una murga posta. Es una referencia que la gente perdió, es loable que todos podamos participar en todo, pero hay tipos que construyeron un género, su identidad, y deberíamos preservarlos, porque existimos gracias a ellos.
—¿En qué sentido preservarlos?
—Hoy todos somos tamborileros y murguistas.
—¿Estás proponiendo control de calidad?
—En absoluto, y me apuro a colocarme entre los últimos de la fila, pero no me parece bien que en las Llamadas desfilen novatos mezclados con monstruos, 50 comparsas. Tendría que haber un día de desfile amateur, digamos, y otro para los maestros. Para reconocer y proteger una esencia cultural, impedir que desaparezca.
—Aparte del candombe, ¿qué ritmo nuestro postularías como candidato a la “esencialidad”?
—El bombo legüero y las boleadoras son un arte. Cuando Jennifer López nos llevó a Los Ángeles a percusionistas y músicos rioplatenses, allá morían con los porteños haciendo malambo y boleadoras, la rompían. Acá no veo a nadie queriendo aprenderlos.
—Hay generaciones de egresados de la división folclore de la Escuela Nacional de Danza que los aprendieron, y algunos los practican.
—Seguro, bailarines, pero me refiero a músicos jóvenes. Es una rítmica pendiente, esa.
1. Nico Arnicho Superplugged, espectáculo musical solista para 40 espectadores conectados por auriculares. Sábado a las 20 y 21.30, sala Delmira Agustini, teatro Solís.
2. Carnavales del mundo, toque con percusión de Nicolás Arnicho, teclados de Andrés Arnicho y bajo de Pablo Scarpa. Martes, 22 horas, Brickell Irish Pub, Blanes 1175.
La erupción al toque
En vivo es un niño en la bañera rodeado de juguetes. Por la sexta edición va el “Superplugged” de Nicolás Arnicho, recital de percusión enchufada que ofrece en el Solís y valida su autodefinición como “ritmista”. Uno que buscó aprender de La Habana a África y pide respeto a los mayores.
Foto: Fabián Bía, difusión