La escalada del terror - Semanario Brecha

La escalada del terror

La agresión terrorista de la dictadura alcanzó a lo largo de 1976 un nuevo nivel de criminalidad cuando a los delitos de lesa humanidad los represores sumaron dos innovaciones: las extradiciones clandestinas masivas, y los asesinatos masivos. Los crímenes del 20 de mayo, ordenados por el Cosena, pretendieron abortar cualquier proyecto de salida política.

Foto Aurelio González

Por enero de 1976 Juan María Bordaberry tuvo un espasmo ideológico que meses después le costó la Presidencia de la República. Fue un impulso estéril y poco meditado, como aquella convocatoria del verano de 1973 que aspiraba a reunir al pueblo en la plaza Independencia para revitalizar su mando. Al llamado respondieron 16 personas, más los periodistas. El vacío de pueblo, cuando pretendía sofrenar los desplantes de generales y coroneles, obviamente lo arrojó en brazos de los mismos militares. El presidente-estanciero estaba decidido a mantenerse a cualquier costo en el cargo, que había ganado con el 22,81 por ciento de los votos como candidato más votado de los seis postulantes del Partido Colorado. Que “el pueblo” estuviera algo “confuso” se infiere del hecho de que el Partido Nacional perdió aquellas elecciones de 1971 por una fracción mínima, 0,77 por ciento. Con un alto grado de pragmatismo, Bordaberry sustituyó al pueblo por soldados y concurrió a los cuarteles de la Fuerza Aérea en Boiso Lanza para decir que sí a todo lo que emanara de los altos mandos.

De hecho, Bordaberry estaba en casi todo de acuerdo con la voluntad de los militares que, como un jovencito que aprende a conducir un auto, avanzaban a las sacudidas en la administración del país y del terror. El presidente constitucional y sus generales custodios coincidían sin fisuras en la concepción económica que uniformizaba a todo el continente en un neoliberalismo salvaje, y no tenían reparos en aceptar la formula importada según la cual había que cortar de raíz cualquier elemento social que provocara una distorsión en el comportamiento fluido del mercado, fuera aquél sindicalistas, políticos o guerrilleros. El ingeniero Alejandro Végh Villegas, que ya había actuado en el gabinete de Jorge Pacheco Areco, se incorporó al de Bordaberry en 1974 para impulsar una receta que nadie osaría contradecir.

Bordaberry vivía en la gloria codeándose con el chileno Augusto Pinochet, con el paraguayo Alfredo Stroessner, con el brasileño Ernesto Geisel, con el argentino Jorge Rafael Videla, y participando –con menos poder que sus colegas– en la trasnacionalización de la represión, el Plan Cóndor, que antes de ser bautizado ya había sobrevolado las fronteras. Pero aquel hombre que encarnaba una excepción envidiable, la “bordaberrización”, es decir, la dictadura militar con un presidente constitucional, no supo contenerse: seguramente con tanto acto patriótico y tanto abrazo trasnacional olvidó la precariedad de su situación, creyó que gobernaba, confundió la apariencia con la realidad y en enero de 1976 le entregó a los mandos militares un documento que plasmaba su más íntimo pensamiento sobre el Uruguay del futuro.

A los generales, que venían imponiendo la orientalidad a punta de picana, se les pararon los pelos de punta: Bordaberry –que siempre mantuvo su vínculo con el carlismo español– proponía un sistema corporativo de organización social e institucional que sustituyera al viejo sistema electoral y representativo. En pocas palabras: proponía un régimen fascista que eliminara los partidos políticos, a los tradicionales y al advenedizo; no lo decía, pero se reservaba para él el papel de Duce, seguramente bendecido por el Opus Dei.

Fue así que el 12 de junio de 1976 “invitaron” a Bordaberry a retirarse de la Presidencia, en función de dos discrepancias sustanciales con la propuesta fascista: los partidos políticos tradicionales cumplían un rol esencial en la vida de la nación (aunque estaban prohibidos, y lo seguirían hasta 1984); y dos, el voto popular era auténtica expresión de la soberanía (aunque “el soberano” sería convocado recién en 1984).

El último vestigio de las elecciones de 1971 quedó eliminado con la destitución de Bordaberry, desmonte que él mismo había comenzado en junio de 1973 al firmar el decreto de disolución de las cámaras. En su fascismo de biblioteca, aquel admirador de Franco no advirtió que con su propuesta había otorgado a los militares la carta que les permitiría mantener el apoyo de los políticos, los que permanecieron en el Consejo de Estado y los que explotaban vías discretas de contacto extraoficial. De esa forma, con la hegemonía de la voluntad militar, 1976 se convirtió en el apogeo del aquelarre del terror.

CORTAR DE RAÍZ. De todos los colaboradores de Bordaberry, el que más influencia tenía (junto con el canciller Juan Carlos Blanco) era el ministro de Hacienda, Végh Villegas. A diferencia de Juan Carlos Blanco, Végh no compartía los sueños fascistas de Bordaberry, porque creía en la evangelización del capital trasnacional. Y advertía, además, que la espiral terrorista seguiría ascendiendo, a menos que, con el pretexto constitucional, se convocara a elecciones en noviembre de 1976, según el cronograma legal. Sus contactos con políticos de partidos tradicionales que permanecían en el país, y con dirigentes políticos exiliados en Buenos Aires, sondeando la posibilidad de impulsar una salida, apresuraron algunos planes de los generales: los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz (y probablemente el de Wilson Ferreira Aldunate) fueron aprobados en abril de 1976, en una reunión del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), de la que participaron los miembros de la Junta de Comandantes y algunos ministros.

La medida tenía como objeto abortar cualquier esperanza de una transición con llamado a elecciones nacionales. Los tres políticos exiliados (y en especial Michelini, por su pasado colorado) eran capaces de concentrar las adhesiones necesarias para una transición. Con su muerte se descabezaba a la verdadera oposición y a la vez se sepultaba cualquier riesgo.

La decisión de asesinar a los exiliados notorios (que cumplía además con el objetivo de cortar de raíz una actividad de denuncia de las atrocidades de la dictadura que se expandía por todo el mundo y que amenazaba con cortar el apoyo y la ayuda financiera de Estados Unidos) contaba con el respaldo de la flamante dictadura militar argentina, aunque la represión contra uruguayos exiliados en Argentina había tenido un importante sostén en la presidencia de Isabelita Perón.

Con el respaldo de los aparatos de inteligencia y de seguridad se planificaron varios secuestros, algunos de los cuales no revelaron, al principio, el papel que jugaban en el esquema. El 13 de mayo secuestraron de su casa en Buenos Aires a Rosario Barredo y William Whitelaw; el 18 de mayo intentaron secuestrar a Wilson Ferreira; esa misma madrugada secuestraron a Michelini y a Héctor Gutiérrez Ruiz; y el 19 de mayo secuestraron a Benjamín Liberoff. En todos los casos operaron comandos argentinos y uruguayos. Los secuestros de Barredo y Whitelaw, ex tupamaros, persiguieron el objetivo de señalar a Michelini y a Gutiérrez Ruiz como “sediciosos”; de ahí que sus cuerpos aparecieran junto a los de los dos políticos en un mismo auto. Liberoff, que había sido expulsado de Uruguay por la dictadura, permanece desaparecido, aunque testimonios indican que estuvo prisionero en Automotores Orletti.

La responsabilidad de los más importantes jerarcas de la dictadura uruguaya en los asesinatos consumados y frustrados de mayo de 1976 en Buenos Aires fue sospechada un día antes de la aparición de los cadáveres cuando, a pedido de Wilson Ferreira, asilado en la embajada de Austria, el dirigente radical Raúl Alfonsín (quien después sería presidente de Argentina) habló con el ministro del Interior argentino, general Albano Harguindeguy. El ministro le confirmó a Alfonsín que el gobierno uruguayo los reclamaba porque “cometían desastres y desórdenes”, y “eran subversivos”. Pero fue en la década del 90 cuando el entonces senador blanco Alberto Zumarán confirmó que la decisión del Cosena, de asesinar a los políticos exiliados, fue revelada al arzobispo de Montevideo, Carlos Partelli, por un participante de aquella reunión, el brigadier Dante Paladini, entonces comandante de la Fuerza Aérea.

Los asesinatos de Michelini, Gutiérrez Ruiz, Barredo, Withelow y Liberoff abrieron las compuertas de la represión trasnacional y también las puertas de Automotores Orletti, el centro clandestino de detención usado por el Plan Cóndor. Pero en Uruguay, 1976 fue la culminación de un pico represivo que había comenzado en 1975 contra tupamaros en Argentina, con el Operativo Conejo, una emboscada de militantes recién llegados de Buenos Aires; y con la Operación Morgan contra el Partido Comunista y a lo largo de 1976 contra la Ujc. La oleada de 1976 comprendió también la desaparición de dos militantes del Pcr en Buenos Aires; la detención y asesinato de Hugo Méndez, dirigente de los Gau, también en Buenos Aires, en junio, y la muerte de la militante tupamara Norma Scópice en noviembre de 1976.

Un capítulo aparte es la represión, en Argentina y Uruguay, desatada contra el Partido por la Victoria del Pueblo (Pvp) en 1976, que incorpora dos nuevos fenómenos del terrorismo de Estado: las extradiciones clandestinas de grupos grandes desde Argentina y las desapariciones masivas de prisioneros. Cuando en junio de 1976 la maestra Elena Quinteros, militante del Pvp, era secuestrada en los predios de la embajada de Venezuela, interrogada y torturada en el llamado Infierno Grande, en predios del Batallón 13 de Infantería, y finalmente asesinada, en Argentina cerca de 30 militantes del Pvp eran sistemáticamente torturados en Automotores Orletti. Después de fracasadas las gestiones de los oficiales uruguayos que operaban en Orletti, que pretendieron extorsionar a organizaciones sindicales de Europa para canjear por dinero a León Duarte y Gerardo Gatti, dirigentes de la Cnt, 23 militantes del Pvp fueron trasladados clandestinamente a Montevideo en lo que se llamó el “primer vuelo”. Los extraditados conservaron la vida, porque los mandos militares necesitaban “mostrarlos” ante la prensa extranjera como guerrilleros que invadían el país, en un esfuerzo por mantener la ayuda militar y financiera estadounidense, que el congresista Edward Koch amenazaba con retirar mediante una enmienda parlamentaria, a raíz de las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos. (A imagen y semejanza del asesinato de ex canciller Orlando Letelier a manos de la Dina chilena, el Sid uruguayo proyectó el asesinato del congresista Koch; el mayor José Nino Gavazzo debía trasladarse a Washington para perpetrarlo, pero el Departamento de Estado nunca otorgó la venia diplomática para que Gavazzo se incorporara a la embajada de nuestro país como agregado militar.)

Una segunda extradición clandestina masiva de prisioneros del Pvp se verificó en octubre de 1976. Pero los 27 integrantes de ese “segundo vuelo”, a diferencia de la extradición anterior, nunca más aparecieron; fueron asesinados en Uruguay y sus cuerpos enterrados en cementerios clandestinos.

El horror de aquel 1976 culminó con la desaparición definitiva de María Claudia García de Gelman, la joven argentina que fue traída a Uruguay en el segundo vuelo (aunque no tenía ninguna vinculación con alguna organización uruguaya) a los solos efectos de robarle el bebé que daría a luz un mes después. 1976 fue también el año de la apropiación de niños (además de Macarena, Simón Riquelo, los hermanos Julien, y el robo de los tres hijos de Rosario Barredo (Gabriela, hija del militante del Mln abatido en 1972 Gabriel Schroeder, y María Victoria y Máximo, hijos de su segundo esposo, William Whitelaw, abortado por la corajuda intervención del abuelo, Juan Pablo Schroeder; véase entrevista y carta en páginas 6 y 7).

Tanto el robo de menores como las extorsiones, el hurto de dinero, las torturas salvajes, las violaciones a prisioneras, las ejecuciones sumarias y las desapariciones no eran novedad para los represores uruguayos, pero se multiplicaron después de que tomaron a los argentinos como modelo.

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