Rhodes must Fall (Rhodes debe Caer, o por sus iniciales en inglés Rmf) es un movimiento de protesta que se inició en la Universidad de Ciudad del Cabo hace menos de un año, y ya tiene repercusión internacional y una entrada en la Wikipedia. En marzo de 2015 los estudiantes se movilizaron y en abril la estatua de Cecil Rhodes fue retirada por el Consejo de la Facultad. En realidad la celeridad del trámite es engañosa, ya en los años cincuenta del siglo pasado hubo reclamos de revisión de la historia imperial en Sudáfrica y protestas contra los monumentos y el nomenclátor que rinden homenaje a quien fue famosamente un hombre de negocios británico y un político sudafricano depredador de las colonias africanas durante la era victoriana. Cecil Rhodes (1853-1902) fue un millonario (poseedor de la mayor fortuna en su tiempo), dueño de minas de diamantes en Sudáfrica explotadas con trabajo esclavo, y, bajo la influencia de John Ruskin, un convencido “imperialista” que promovió la primacía británica en el continente, ayudando a desplazar a los colonialistas holandeses y franceses.
Tiene en Ciudad del Cabo un memorial majestuoso de reminiscencias griegas donde están inscriptos los versos que Rudyard Kipling escribió en su memoria. No es raro que Kipling lo celebrase, siendo, como señaló irónico Borges, un precursor de la categoría sartreana del “escritor comprometido” (en su caso, comprometido con el imperio británico), pero sí un poco sorprendente que William H Hudson lo elogie en Días de ocio en la Patagonia. El dato habla de cómo mutan los valores en la historia y viene a cuenta ahora a la vista de la polémica que el retiro de su estatua ha promovido. El reclamo por que las estatuas de Rhodes caigan se expandió naturalmente en África, donde Rhodes llegó a dar nombre a un país, Rhodesia, pero llegó también a Inglaterra, precisamente a la Universidad de Oxford, donde Rhodes fue estudiante en el College Oriel (aunque no se llegó a graduar), al que donó mucho dinero y donde estableció una beca que lleva su nombre y que todavía sustenta los estudios de cerca de un centenar de estudiantes extranjeros al año. Naturalmente tiene una estatua también allí, una de tamaño natural que hoy los estudiantes quieren que sea removida. Para ello consiguieron juntar miles de firmas, pero a diferencia de sus pares sudafricanos, los británicos han decidido mantener la estatua en su sitio.
Naturalmente no hay ya quien defienda a Cecil Rhodes como figura histórica, pero el debate se ha corrido a asuntos como los de la libertad y el respeto por las ideas ajenas. Eso esgrime el rector Chris Patten, que empezó por apelar a la necesidad de que la universidad defendiese la tolerancia a las ideas de los otros e impugnó la pretensión de negar la historia. Casi rozando la amenaza, declaró que si los estudiantes no entienden esa forma de convivencia de ideas (citó a Karl Popper) quizás deberían pensar en buscar otras universidades donde educarse. La respuesta no se hizo esperar, no sólo los estudiantes extranjeros que reciben la beca declararon que ese dinero no compra su complicidad con el pecado imperialista, sino que una de las líderes del movimiento, Daisy Chandley, rechazó de plano las ideas del rector y declaró que precisamente lo que exigen es debate y libertad de opinión: “No pedimos la censura de la historia, sino que se advierta que una estatua –al igual que el colonialismo– no es historia, sino algo especialmente presente”.
Parece bastante obvio que la discusión no es sólo sobre el pasado. Curiosamente en eso coinciden quienes pretenden que la estatua sea quitada y los que no. Hay disponible en Internet un excelente documental sobre la situación de los estudiantes negros en las universidades estatales sudafricanas que vi hace un año y que aclara el porqué de esta reivindicación simbólica. El filme muestra cómo el fin del apartheid no ha producido aún la igualdad de acceso a la cultura y educación que pudo pensarse: los alumnos negros todavía son minoría y también sus profesores. En un artículo que busca trascender el pleito de las estatuas y toma deliberada distancia de las posiciones enfrentadas, Will Hutton Harder argumenta en The Guardian la conveniencia de aprovechar la buena herencia de un legado de instituciones y derechos que pudieron llegar en el pasado junto a la rapiña del colonialismo. Pone el ejemplo de las recientes protestas de miles de ciudadanos en las calles de Ciudad del Cabo en contra del actual presidente sudafricano, Jacob Zuma, bajo la consigna prestada de “Zuma must fall” como una reivindicación de fundamentos civiles que también fueron un legado occidental originado en el pasado colonial. Y es posible que este sea su mejor argumento. Algo como aquello de Neruda cuando, tras enumerar el saqueo de la conquista española en América, no quiso ser injusto y recordó: “Pero nos dejaron el idioma”. El mismo idioma con el que el poeta podía denunciar los crímenes de aquel imperio.
Hutton aduce además que más que los símbolos, importa que las comunidades negras y de otras minorías estén mejor representadas en áreas de decisión en las universidades inglesas. La frase es aparentemente lógica, pero engañosa. Los símbolos importan, lo sabían quienes los erigieron tanto como quienes buscan voltearlos. Muchas veces se erigen al fin de la conquista o se voltean cuando se ha consumado la revuelta; pero otros están en el origen de la conquista o de la revolución y contribuyen a su fracaso o a la victoria.