Acaba de cumplirse un quinquenio del último golpe de Estado en Paraguay, y de nuevo los partidos, movimientos y organizaciones sociales están perdiendo la oportunidad de encauzar políticas correctivas al marasmo estatal que padece el país.
Hace cinco años, el 22 de junio de 2012, fuerzas locales obedientes a consorcios estadounidenses del agronegocio y el extractivismo condenaron al presidente Fernando Lugo en un juicio político desquiciado, sin un mínimo fundamento moral ni jurídico, poniendo fin al mejor y también más ingenuo gobierno que ha tenido Paraguay en las últimas siete u ocho décadas.
La entonces embajadora de Estados Unidos, Liliana Ayalde, fue pieza clave en el montaje del plan golpista que, entre almuerzos y cenas, fue reclutando esbirros locales, entre ellos el vicepresidente Federico Franco, del Partido Liberal. La “Operación Paraguay” comprendió incluso, una semana antes del juicio político a Lugo, el asesinato de 11 campesinos y de seis policías, pretexto planificado para que el parlamento calificara al presidente de inepto y lo destituyera.
Al ex obispo, un enigmático personaje de pensamiento difícil de describir hasta hoy, la derecha golpista sólo debería agradecerle, porque la política del Ejecutivo en los cuatro años que duró su truncado mandato para nada afectó a las viejas estructuras del poder semifeudal imperante en el país.
Cuando el ex dictador Alfredo Stroessner fue separado del sillón por sus más próximos vasallos, la coyuntura fue capitalizada con inteligencia por la Usaid y otras agencias del espionaje estadounidense que habían comprendido muy bien que la oposición al tiranosaurio era más emocional que revolucionaria. La respuesta táctica, exitosa hasta hoy, fue llenar el país de Ong bien financiadas, a cargo de buena parte de los líderes jóvenes, lo cual desbarató el abanico de la resistencia que aún hoy continúa sin identificarse, y menos articularse. La actividad política enmudeció y la transición hacia un sistema democrático se paralizó en una simple transacción cuartelera-empresarial con una figuración lastimosa de los aparatos partidarios y la desaparición de la militancia juvenil, que recién hace dos años se ha empezado a recomponer –el hecho político quizás más positivo de la actualidad.
La división campea en el mapa político paraguayo. Sólo aparece unida y disciplinada la Federación Nacional Campesina, aunque tocando techo, tras casi un cuarto de siglo reclamando tierra con sus marchas anuales sobre Asunción sin lograr sensibilizar a los poderes ni a la ciudadanía. Sus conductores sostienen sin embargo con optimismo que contribuyen “a reforzar la conciencia ideológica de la gente, con el firme propósito de construir una patria para todos”.
El Partido Colorado, que implosionó en 2008 por la victoria de Lugo, sigue alquilado por el presidente y megaempresario Horacio Cartes, que lo usó como trampolín para encumbrarse. El vacío opositor ha permitido que el dinero mal habido predomine en las decisiones políticas, consagrando el absolutismo de Cartes en el control de la Corte Suprema y la Fiscalía General, el Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados.
No obstante, a diez meses de las elecciones nacionales y en medio de un clima político confuso, el presidente se deteriora. Ha perdido el bastón aunque conserva la lapicera, y, alejado del pueblo, despierta desconfianza entre sus propios patrones, incluso de la Casa Blanca, como se desprende de la afanosa búsqueda de méritos que expresa en la Oea su canciller, el estronista Eladio Loizaga, fanatizado por asociarse al secretario general, Luis Almagro, en la cruzada contra Venezuela.
Cartes, prometedor futbolista en su rutilante adolescencia, desde muy joven hábil piloto para todo servicio transfronterizo con nexos en la intimidad estronista, devino empresario exitoso luego de estafar en varios millones de dólares al Banco Central, por lo que, según crónicas de la época, terminó condenado a prisión. El dinero siempre ha sido su principal aliado y el motor de su vida, pero parece que habría entrado a traicionarlo en su aventura de aprendiz de político.