Resultaba gloriosamente valiente, 23 naciones se unieron como un colectivo zombi para emprender una acción bastante inútil en sí misma: la expulsión de diplomáticos rusos o, como prefirieron calificarlos, agentes de inteligencia.
Todo comenzó en Gran Bretaña de manera festiva, cuando la primera ministra Theresa May decidió expulsar a 23 funcionarios rusos tras el envenenamiento de Sergei Skripal, su hija Yulia y el agente de policía Nick Baley. Rusia, en un gesto de reciprocidad, respondió con lo mismo.
Desde entonces ha aumentado la cantidad de estados dispuestos también a reducir los equipos diplomáticos de Rusia.
Este es un tiempo de locuras, y la administración Trump no quiere quedar afuera de cualquier acción de este tipo. Estados Unidos expulsó a 60, incluyendo a 12 funcionarios en las Naciones Unidas. Dieciséis países de la Unión Europea y seis países fuera de ella también se sumaron a la iniciativa.
Siempre hay algún país al que le conviene que tal o cual asunto de inteligencia se politice.
Una prueba de ello fue la invasión de Irak en 2003 por un triunvirato de estados anglosajones que, en su conjunto, parcialmente ignoraron, distorsionaron y fabricaron “material de inteligencia” conveniente en el nombre de la erradicación de armas de destrucción masiva. Hay que tener cuidado con el mal uso o el uso de información sobre armas químicas u otro tipo de armas de destrucción masiva.
Las últimas expulsiones tienen un aire de repetición rítmica. Incluso el portavoz de Jeremy Corbyn, del opositor Partido Laborista británico, dijo notar cierto paralelismo preocupante. Hay “una historia relacionada con las armas de destrucción masiva e inteligencia que es problemática, por no decir más”, recordó.
¿Pero qué importa eso si el canciller británico Boris Johnson estimó que “la petulante y sarcástica respuesta que hemos recibido de los rusos” es prueba de su culpabilidad? Una exigencia claramente baja sobre la carga probatoria. Varios estados están tomando partido encomiando las virtudes de “reglas internacionales” y la “seguridad compartida”, mientras que China e India se han abstenido de hacerlo y ciertos países europeos se niegan a seguir el camino trazado, optando en su lugar por la cautela. Se ha conformado un club de países con posiciones tomadas. Y todo esto se ha hecho con base en la fe.
Theresa May ya está ganando ventaja política al sugerir que hay algo mucho más grande detrás de esos envenenamientos que ocurrieron en el tranquilo Salisbury. El suyo es un gobierno con respiración asistida que pena para implementar el proceso del Brexit. Precisaba un buen espectáculo y May lo está orquestando. Con una inverosímil expresión de seguridad afirmó a los parlamentarios que la red de espías rusa en Occidente había sido “desmantelada”.
Lo que Gran Bretaña puede hacer Estados Unidos lo puede hacer bulliciosamente mejor. Washington quiso demostrarlo al echar a 60 diplomáticos rusos.
Todo esto se suma a la narrativa emergente de que supuestamente se está urdiendo un gran plan para perjudicar las capacidades rusas de espionaje, para castigarlas por haber usado un agente nervioso en territorio británico. Las expulsiones “hacen a Estados Unidos más seguro al reducir la posibilidad de Rusia de espiar a estadounidenses y de llevar a cabo operaciones encubiertas que amenazan la seguridad nacional estadounidense” (N del E: indicó un comunicado de la Casa Blanca).
Cínicos veteranos conocedores de estos asuntos se verán obligados a señalar que la vigilancia rusa de ciudadanos estadounidenses es menos desarrollada que la amplia capacidad del propio Washington, que cuenta con la ayuda de actores poco modestos en Silicon Valley. Como deslizó el ex presidente George W Bush con precisión no deliberada, los enemigos de Estados Unidos “nunca dejan de pensar en nuevas maneras de dañar a nuestro país y a nuestro pueblo –y nosotros tampoco”.
En el mejor de los casos, limitar las capacidades rusas de trabajo de inteligencia será sólo una medida temporal, más bien una poda del árbol que una destrucción de sus raíces. “Es probable que restablezcan sus capacidades de trabajo de inteligencia muy rápidamente”, sugirió Alexey D Muraviev (N del E: profesor de estudios estratégicos y de seguridad nacional de la Universidad Curtin en Australia) sobre Rusia.
El alineamiento de ciertos países de menor peso internacional supeditados a la línea anglo-estadounidense también fue predecible. El primer ministro australiano, Malcolm Turnbull, y su canciller, Julie Bishop, se sumaron a la iniciativa proexpulsión. La eficacia de la iniciativa de Canberra fue poco impactante. De allí se tuvieron que marchar dos “agentes de inteligencia no declarados”, una expresión de puro formulismo.
Las declaraciones conjuntas de Turnbull y Bishop son una regurgitación casi punto por punto del presumido discurso de Johnson. La medida que tomaron, aseguraron, “corresponde al carácter espeluznante del ataque –el primer uso ofensivo de armas químicas en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, incluyendo una sustancia altamente letal en una zona poblada, poniendo en peligro a innumerables miembros externos de la comunidad”.
La reciente puesta en escena de la indignación moral es peligrosa en un aspecto fundamental: es una muestra de que se está abandonando la diplomacia, y refuerza la imagen de Rusia como el villano impenitente y de Occidente como el actor recto. Este tipo de posicionamiento ignora el rol más constructivo que ha jugado Moscú en debates y asuntos de seguridad sobre cuestiones que van desde Corea del Norte, Irán, a iniciativas antiterroristas. Lejos de disuadirlo para que se retire, el Kremlin indudablemente hará lo opuesto. Por ahora, dominan los dogmas y la política.
Tomado de Counterpunch.org por convenio. Brecha reproduce fragmentos.