«La familia no debe ser la única posibilidad de supervivencia» - Semanario Brecha
Con Brigitte Vasallo

«La familia no debe ser la única posibilidad de supervivencia»

La escritora española ha publicado varios libros en los que investiga acerca de la construcción de la alteridad, la monogamia como método de organización social, las diversas formas en las que la violencia de género se relaciona con el capitalismo. En esta oportunidad, conversó con Brecha acerca de la idea de familia, sus contradicciones y paradojas, sus posibilidades de transformación de cara al futuro.

GENTILEZA DE B. VASALLO

—¿Qué es la familia? ¿Cómo pensarla de cara al futuro?

—Cuando decimos «la familia», tenemos que situarnos en un contexto geográfico, en un contexto económico. En la idea de familia hay un antes y un después radical con la llegada del capitalismo, que va de la mano de los procesos coloniales. Podemos usar esos términos casi como sinónimos, ¿no? El capitalismo y los procesos coloniales. Eso transforma todo, también el significado de eso que llamábamos familia. Con la llegada de la familia burguesa, centroeuropea, nuclear, se tiende a una disgregación social; pero ahora, en este tiempo de neoliberalismo, incluso esa familia es molesta para un sistema que nos quiere todavía más solos.

—Los feminismos cuestionan la idea de familia heteronormada como mecanismo de sujeción de las mujeres a lo doméstico. Pero, a su vez, la idea de mesa familiar, es decir, un espacio de intercambio y discusión en el que se encuentran las personas que conviven, está cada vez más desvirtuada, y en ese proceso también se pierden elementos de socialización importantes. ¿Cómo transitar esa dicotomía?

—En los tiempos en que se me preguntaba mucho sobre la monogamia, la gente llegaba y me decía: «Queremos romper la monogamia». Y yo les preguntaba: «¿Por qué?». Ahí se acababa la conversación. Y en esto es lo mismo; ¿por qué cuestionar la familia? Es necesario definir qué partes de eso no queremos, porque no sé si es necesario un cuestionamiento a la totalidad, sobre todo si planteamos la familia como una comunidad de apoyo mutuo, que puede ser sanguínea o no, o puede ser una cosa mixta. Un hermano, por ejemplo, puede partir de ser un vínculo sanguíneo, pero también puede incluirse dentro de una familia más amplia, que incluya vínculos no sanguíneos. Entonces, no es algo tan dicotómico, tan binario: lo sanguíneo, lo no sanguíneo. Ahora estoy trabajando mucho sobre sociedades precapitalistas campesinas, a partir del ejemplo de mi familia, que se tuvo que marchar de una sociedad de este tipo en los años cincuenta porque fue expulsada por los procesos del capitalismo liberal. Estoy volviendo a vivir a una zona donde todo el mundo está emparentado conmigo en algún grado.

Cientos de personas, de hecho. Entonces, ¿cómo piensas la familia desde ahí? Me parece interesante. Si queremos desmontar la familia, pero, a la vez, construirla de otras formas, tenemos que pensar en cuáles son las marcas de pertenencia y cuán flexibles son esas marcas. Y, sobre todo, algo que me preocupa siempre es cómo ese núcleo, una vez construido, se va a relacionar con los demás. Si va a ser una relación de vecindario horizontal, de colaboración con otros grupos, una forma de organización social desde pequeños núcleos que se relacionan entre ellos o va a ser con una lógica de confrontación, que es a lo que nos aboca el mundo. Al mismo tiempo, al definir eso, también tenemos que definir las estructuras internas, por la teoría esa que yo llamo del brócoli, que, hablando en fino, se dice fractal: esa figura matemática por la cual las partes de un todo se reproducen. Entonces, viniendo de la sociedad y del mundo del que venimos, cualquier grupo que construyamos va a tender a reproducir el material del que está hecho. En ese núcleo de apoyo mutuo, sanguíneo o no sanguíneo, hay que ver cómo son las dinámicas de poder y cómo es posible gestionarlas. Porque las familias también siguen siendo espacios primarios de violencia, una violencia apenas nombrada, de la que no se puede hablar. Son muchos los hilos de la cosa, pensar la familia no tiene una respuesta tan sencilla como decir estoy a favor o en contra, porque, en realidad, es una vasija que podemos llenar de muchas cosas, para bien y para mal.

—En Uruguay se dice que nos conocemos todos. Y es verdad y mentira al mismo tiempo, porque si bien somos poquitos, hay una desigualdad enorme en términos estructurales que nos hace habitar espacios muy distintos. Muchas veces no existen verdaderas garantías de movilidad social. También está el acceso cultural, el capital cultural, concepto que utilizás mucho. Eso, en mi país, tiene mucho que ver con la familia, porque es difícil romper las lógicas vinculadas con la herencia. Aún tiene mucho peso ser «el hijo de alguien».

—Es que uno de los problemas de esta estructura «familia» es que, por una cuestión sistémica, acaba siendo la única estructura posible. Antes del capitalismo existía, por ejemplo, la vecindad, que no era solo un contexto, no era un decorado, como es ahora en las ciudades. Ahora no sabes bien quiénes son tus vecinos, pero, además, no tienes ninguna responsabilidad para con ellos. ¿Quién es esa persona que te encuentras en la cuadra o en el ascensor? Con la llegada del capitalismo, la familia queda certificada por los apellidos, pasa a ser la única estructura comunitaria de sustento. Eso es problemático. Luego, lo que tú estás apuntando de las herencias yo no lo llamaría familia, lo llamaría legado. El legado familiar. Pero eso ya tiene no tanto que ver con la familia como idea, sino con los modos en los que se imbrican la familia y el capitalismo a través de esas herencias. Eso históricamente está claro, porque, por ejemplo, los matrimonios, hasta la llegada del capitalismo, eran muy pocos, solo interesaban a las clases dominantes, que eran las que tenían herencia. El resto de la gente, pues, iba viviendo sus vínculos y ya. ¿Qué importancia tenía explicarle al Estado con quién estabas o con quién no estabas? Me encanta esa frase, «ser el hijo de alguien», porque, efectivamente, todos somos hijos de alguien, pero no todos somos hijos de alguien: es una frase maravillosa porque contiene toda la paradoja de la cosa. Esa ya es una conversación sobre el capitalismo, sobre cómo nos organizamos en términos de herencia económica y cultural, y cómo esas herencias afectan las oportunidades en la vida y la posición social. Fíjate que, desde los feminismos, cuando pensamos en desmontar la familia, lo pensamos mucho desde un imaginario en el que, dentro de ella, hay desigualdades de género, hay una interdependencia jerárquica. Eso es lo que yo he llamado monogamia, sistema monógamo, pero me parece que no necesariamente eso es la familia. Creo que la posibilidad de familia desborda ese sistema, pero, incluso dentro del sistema monógamo, la familia nuclear, como centro duro de la cuestión, está ya muy reducida. Ya no existen esas familias extensas, esas sobremesas enormes que tienen que ver con el intercambio intergeneracional, con la transmisión oral, eso de comer con todo el mundo hablando, cada uno contando su versión de los hechos, a veces de hechos que pasaron hace 200 años. Esas prácticas ya pertenecen a otra forma de estar en el mundo, y es muy difícil proyectarlas hacia el futuro.

—¿Y cuál es el papel del Estado respecto a la familia?

—Pensemos en Argentina, por ejemplo: hay un Estado liberal hiperendurecido, y aun así la propuesta que aparece es que el Estado se endurezca todavía más, que tenga una nula intervención en la vida de las personas. Al mismo tiempo, bajo esos Estados que nos dan la espalda, tenemos vidas hiperintervenidas por todo otro juego de poderes, ¿no? La idea de alienación marxista sigue teniendo sentido, porque se refiere a la distancia entre tu fuerza de trabajo y el resultado de tu trabajo. Esa distancia tiene consecuencias tremendas en la manera en la que estamos en el mundo, en la manera en la que hacemos comunidad. Por ejemplo, mis vecinas y vecinos campesinos me cuentan que hacían trabajos durísimos, pero los hacían de manera comunitaria. Además, sabían exactamente el sentido de hacerlos. Sabían que si no cortaban suficiente leña, pasaban frío en invierno. Y eso le otorgaba a su relato, a la vivencia de esos trabajos muy duros, otro matiz, ¿no? En cambio, cuando las vidas, por un lado, están delegadas completamente al Estado y, al mismo tiempo, ese Estado ha renunciado a hacerse cargo de ellas a través del giro neoliberal, lo que tenemos es una alienación hacia decisiones comunitarias que están, que existen, pero que no las tomamos nosotres, ni sabemos por qué se toman, ni entendemos hacia dónde van. Solamente se nos obliga a trabajar, a poner el tornillito, para cumplir con decisiones comunitarias que se han tomado en otro sitio. Digo todo esto porque creo que la discusión sobre hacia dónde va la idea de familia no es una discusión desligada de cómo pensamos el Estado y la vida comunitaria.

—Es que en Estados como los nuestros, que tienen una base familiar, la responsabilidad comunitaria –es decir, sentir que es necesario responder por los demás– se ha vuelto una cosa muy difícil de construir. La familia sanguínea ha cumplido un papel muy importante en esa responsabilidad moral, y hay una carencia de otras formas de comunidad institucionalizadas que sean populares como para sustituir esa idea de lo sanguíneo. Además, todas las instituciones públicas están cada vez más cuestionadas: la educación pública, la salud pública. ¿Cómo evitar que esa orfandad se convierta en una soledad absoluta?

—Es que hay que entender que las cosas que pasan en primera persona no son necesariamente las que me pasan a mí, sino las que le pasan a mi cuerpo social. Lo que está pasando en Palestina y en Israel me está pasando a mí. Las elecciones en Argentina me están pasando a mí, ¿cómo no? Ese nosotres es el que hay que seguir defendiendo. Yo soy un mal ejemplo para hablar de la familia, porque vengo de un núcleo familiar violento. Al mismo tiempo, cuando veo compañeres, amigues que han tenido un entorno familiar amoroso, incluso entornos familiares que no se entienden entre ellos, pero que igual son amorosos, en los que ese no entenderse no lleva a la violencia, me parece que hay algo muy valioso, hay un aprendizaje del que se pueden extraer enseñanzas comunitarias muy importantes. Por otro lado, hay formas de convivencia y apoyo comunitario que no pasan –o no deberían pasar– por que la gente nos caiga bien. Estoy muy obsesionada con eso, con la posibilidad de hacer alianzas con quienes no nos caen bien. La gracia está en pensar en cómo conseguimos aliarnos con gente que piensa diferente a nosotres, en alianzas que nos van bien para ejercer resistencia a grandes males y así lograr vivir con un poco de tranquilidad, porque necesitamos acabar con esta guerra constante en la que vivimos. Entonces, más allá de la familia, hay que pensar en cómo hacer para que esas otras formas de tejido social, que no se consiguen institucionalizar, cojan el peso social que realmente tienen que tener. Porque no es que esas formas no consigan institucionalizarse porque nosotras no lo hagamos bien o porque no nos esforcemos; las redes de apoyo están, la vida humana ya se hubiera extinguido si solo estuviésemos en manos de las transnacionales, de los señores de la guerra, de los gobiernos neoliberales. Lo que pasa es que la modernidad urbana y el capitalismo están totalmente en contra de esas redes de supervivencia. Se nos hace difícil vivir en comunidad, encontrarnos, porque no tenemos tiempo, porque estamos trabajando constantemente. Hay toda una propaganda de que lo individual convertido en pareja es lo único bueno, lo único posible, que si no tienes eso, nadie te va a ayudar, te vas a caer muerta. Pero así como hay una maquinaria inmensa que está contra las redes de apoyo comunitario, también hay otra maquinaria –que no es tan pequeña y que está construyendo a favor– que continúa sosteniendo esas redes a lo largo de los siglos, porque aquí estamos y si no, no estaríamos, no podríamos sobrevivir.

—Es que el problema también es ese: ¿cómo utilizar o resignificar la idea de familia a nuestro favor?

—Se me ocurre que hay que hacerle las mismas preguntas que le hemos hecho a todo lo demás, como por ejemplo, a la idea de amor. Las feministas hemos preguntado: ¿el amor, cuál?, ¿el amor hacia dónde? Pues la familia puede ser un concepto al que hacerle esas mismas preguntas: ¿qué familia?, ¿en qué condiciones?, ¿cuál es ese contrato que queremos firmar de manera temporal y que suponga un conocimiento situado? Necesitamos pensar una idea de familia que tenga contexto social, contexto geográfico, contexto histórico. Y lo otro que me parece una apuesta clara es que, de todas formas, la familia no debe ser la única posibilidad de supervivencia. Tenemos que construir una sociedad en la que no sea el único refugio, sino uno más de múltiples refugios en los que acogernos.

—Que la familia no sea la única chance de tener un vínculo comunitario… ¿Y eso cómo se hace? ¿Cómo se socializa ese conocimiento?

—Pues ejerciéndolo, como todo. Ejerciéndolo como podemos y recordando siempre que no somos nada, que somos un trocito de una cosa más grande. Mira, en mi pueblo… Siempre estoy hablando de mi pueblo, ¿no? Pues para mí ha sido un gran hallazgo, emocional e intelectual. En mi pueblo, cuando tú preguntas cuántas vecinas hay, aunque haya cinco personas no te digo cinco, te digo dos. Porque hay solamente dos casas abiertas, y una persona no se contabiliza como una unidad. La unidad mínima de significado no es la persona, sino la casa, que ya es algo comunitario. Eso me parece un gran aprendizaje social: entender que cada una de nosotras en verdad no somos nada, somos un trocito. Ese trocito que somos tiene que hacer lo que tiene que hacer, como decía Audre Lorde. «Porque soy una poeta negra lesbiana que está haciendo su trabajo te pregunto: ¿estás tú haciendo el tuyo?» Entonces, se trata de ejercer ese conocimiento, de construir ese mundo que queremos, aun con todas las limitaciones que sabemos que tenemos y siendo conscientes de que la posibilidad de que ese mundo realmente suceda no depende solo de nosotras, porque nosotras no somos nada, somos parte de una cosa mayor. Eso me llena de esperanza.

—¿Por qué nos resulta tan difícil pensar en el futuro?

—Es que depende de a qué le prestamos atención. Ya hace años, yo decía: «Para la no monogamia me interesa mucho más cómo nos relacionamos con nuestra vecina, por ejemplo, que hace varios días que no la vemos salir de casa, que pensar con cuánta gente nos acostamos». Es decir, con quién te acuestas no es tan importante socialmente, es más importante lo que pasa con tu vecina, con la gente que te cae mal. ¿Qué pasa cuando te separas de toda esa gente con la que te has estado acostando? ¿Abandonas esos vínculos o los continúas? Yo creo que haciéndonos esas preguntas es que construimos cosas, no necesariamente nuevas, cosas que tal vez ya han existido y nos han arrancado, cosas que construyen un mundo más apetecible de habitar.

—Y en términos de política pública, ¿qué tipo de políticas te parecen interesantes para desmontar la familia como único refugio, o para construir otras institucionalidades posibles?

—Me gustaría un Estado que diese mucho espacio a las organizaciones más pequeñas. Un Estado que fuese una red de microuniversos que pudiesen decidir por sí mismos cómo les gusta vivir, cómo les apetece vivir. Y que hubiese toda una variedad intrínseca a la cuestión. Y que, además, ninguna de esas variedades se quisiera imponer sobre las demás, que es el problema que tenemos en general, que una de las variedades se pretende universal. En materia de políticas públicas, hay infinidad de cosas que hacer para favorecer la vida, para mitigar esas desigualdades a las que apuntábamos al principio. Políticas que reconozcan, por ejemplo, que las desigualdades de clase nunca vienen solas, que la clase está racializada, que la clase tiene género, que la clase tiene orígenes. Las fronteras son un gran lugar para empezar a desmontar, también, este tinglado de la familia. Hoy, los Estados marcan cuál es una familia legítima y cuál no, a quién le dan papeles y a quién no, a quién disparan y a quién no. Eso, definitivamente, tiene que cambiar.

Artículos relacionados

Cultura Suscriptores
Alfonsina Storni (casi) inédita

De este lado del río

Cultura Suscriptores
Poesía de mujeres uruguayas publicada entre 2022 y 2024

Distancia de rescate

Cultura Suscriptores
MARJANE SATRAPI, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS

Dibujar de memoria