La entrevista se aplazó porque Di Candia estaba terminando Los pobres no van al paraíso, su última ficción. Explicó que necesitaba concentrarse para llegar al punto final. El encuentro terminó ocurriendo el 12 de julio de 2022, en el escritorio de su apartamento de Malvín.
Que la pieza estuviera intransitable de libros, prensa y papeles era imaginable. Lo que sí llamaba la atención era la gran osamenta de quién sabe qué bicho. Había que andar con tino para esquivarla y sentarse sin provocar un zafarrancho.
—Tiburón –explicó–. Y es solo un pedacito que llegó en un barco de arrastre. Lo tenía un pescador.
César Di Candia (Florida, tal vez, ni él mismo lo supo, 24 de octubre de 1929) conoció unos cuantos, sobre todo después del naufragio del penúltimo medio de prensa que timoneó, el diario Hechos, otra víctima olvidada de1968.
—¿Qué hizo después?
—Déjeme pensar… Estuve trabajando en La Paloma, pescando tiburón. Con un amigo compramos un barquito: 13 metros de eslora, 13,50. Nosotros no salíamos, en realidad. Contratábamos a la tripulación. Salían al mar entre cuatro y siete horas. Llegaban a las siete u ocho de la noche y teníamos que estar ahí para ver qué se había pescado. Generalmente eran 3 o 4 mil quilos. Había que vigilar la pesada y la lonjeada. Un negocio muy complicado porque te robaban. Yo le agarré la onda después, no de entrada, así que me robaron bastante.
Una de las que hacían era que, al bajar a la bodega, agarraban, con una mano, un tiburón grande y, con la otra, un par de chicos. Entonces, en el camino del muelle hasta la balanza, en algún punto, le pasaban los animales chicos a otro, que estaba atracado ahí, esperándolos. La otra era dejar un montón de pesca de la bodega sin sacar. Podían ser 500 quilos. Después de trabajar todo el día, cuando gritaban: «Terminó, terminó», era cuestión de agarrar las cosas e irse. Pero un día me dio por investigar y me encontré con la bodega al tope. «Ah, nos olvidamos. Ahora te lo sacamos», se atajaron.
Y después de eso había que estar en la lonjeada. Están los tiburones ahí y unos señores con unos cuchillos que te dan espanto van despostando el bicho y echando los trozos a la sal. Y era igual. Había que quedarse hasta las dos o tres de la mañana, vigilando que alguna de esas lonjas no tuviera otra salida. De modo que lo que parecía una cosa muy de patrón, de quedarse mirando cómo los demás trabajaban, no era tan así. Llegaba a casa todo sucio. La sangre del tiburón tiene un olor impresionante. Te cae una gotita y perdiste. Y hay que ver que eso se desarrollaba en julio, agosto, setiembre, en La Paloma, con un frío que te taladraba. Yo volvía del puerto en una motito –ni motito era, ciclomotor–. Una vuelta se me apagó la luz y anduve a oscuras unos cuantos metros, hasta que me reventé contra una piedra. Reventé la moto y me reventé yo. Tuve que volver hasta mi casa, que quedaba bastante lejos, con la motito de arrastre. La pesca me estaba dando unas cuantas amarguras, algún peso también, pero no como para tirar cohetes. Tuve suerte y un día un señor me compró el barco.
—¿Fue entonces que se vinculó con Marcha?
—No. Ahí me llamaron para sacar un diario que se llamó Ya. Yo era el redactor responsable. El diario era de José Luis Baumgartner. Y en un principio, de Wilson Ferreira también. Me acuerdo de haber asistido a una reunión, en un boliche, en la que Baumgartner y Wilson tironeaban a ver cuál tendría mayor porcentaje en el capital de la sociedad. «Cincuenta y uno para mí», decía Wilson. «No, el 51 es mío», decía el otro. «Pero mire que pongo la plata.» «No se preocupe, que la plata la pongo yo», respondía Baumgartner, que se decía blanco, pero terminó preso por tupa. Por el diario Ya fui al mundial de México y, cuando volví, el medio para el que me habían contratado ya había fallecido. Wilson ya se había ido y aquello estaba lleno de tupas.
Di Candia estudió Derecho, pero empezó su vida profesional haciendo el horóscopo de El País. A la larga empezó a redactar «La página de los lunes» –que el diario dedicaba al humor–, pero el espacio empezó a quedar corto.
—Primero sacamos Lunes reporter, una revista de humor. En el 59 cerramos. Lunes se fue agotando porque las revistas de humor siempre se mueren solas. Y de ahí salió Reporter.
Dicen que en Buenos Aires los sesenta empezaron en el 62, cuando Jacobo Timerman empezó a publicar el semanario Primera Plana. Podría argumentarse que en Montevideo esa época nació el 30 de noviembre de 1960, cuando, bajo la dirección de Daniel Scheck, Carlos María Gutiérrez en la secretaría de Redacción y Di Candia en la planta, apareció Reporter.
«El Cacho encuentra una nueva vida: la música» fue el titular en la tapa de ese primer número. Era un reportaje a Zelacio Durán que definió la categoría de infantojuvenil cuando en 1954, con un auto robado, atropelló a un bombero «para ver qué ruido hacía», dicen que dijo. Llevaba tres años cumpliendo condena en el penal de Punta Carretas. «Podría afirmar que está completamente recuperado», decía el jefe del establecimiento. «Una inteligencia adormecida parece habérsele despertado al contacto con los textos de estudio y los últimos test indican que su capacidad intelectual supera ampliamente los términos medios», aseguraba el autor de la nota, que era Di Candia. «Cuando era chico rodé de escuela en escuela sin poder completar ni segundo año porque de todas me echaban. Y muy juicioso no era», le había dicho el Cacho.
En mayo del 61, Di Candia sucedió a Gutiérrez en la Secretaría de Redacción.
—En el 62 me calenté y me fui. Habían traído de Buenos Aires a un muchacho que era muy malo, que no daba en la tecla. Uno al que después, durante el gobierno de [Jorge] Videla, hicieron harina. Estaban haciendo una revista de ultraizquierda y para mí ese no era el fin.
* * *
—¿Pero Reporter no era de El País?
—No. Se imprimía en El País. Se le pagaba al diario por imprimirla. La revista era de un grupo de socios: dos o tres de los hermanos Scheck, yo y algún otro.
Fue Carlos María Gutiérrez el que le presentó a Zelmar Michelini, que entonces era el diputado más brillante de la lista 15, conducida por el expresidente Luis Batlle Berres. «Le hice una entrevista para Reporter y quedamos muy amigos», le contó Di Candia a Lucas Silva (La Diaria, 23-XII-16).
La ruptura entre Zelmar y don Luis se concretó en el otoño de 1962. Di Candia, de nuevo en El País, volvió a entrevistarlo. «Michelini creía que la candidatura de Batlle era inoportuna», explicaba el periodista. «Batlle, en cambio, que solo a su alrededor y bajo su enorme prestigio personal podían aglutinarse los votos colorados con los que se intentará dar una batalla decisiva. Michelini piensa que el Partido Colorado perdió las elecciones por factores ajenos y por errores propios; Batlle no admite esto último y se asombra de que el entonces diputado Michelini no haya intentado reaccionar desde su banca de legislador contra esos supuestos errores. Michelini sostiene que se le echa del quincismo porque no se le permite discrepar con el jefe. Batlle, que no es posible discrepar con el quincismo, señalar sus defectos pasados y utilizar el magnetismo del número para provecho electoral», sintetizaba Di Candia en la introducción.
Ese noviembre a la 99, a la lista de Zelmar le fue muy bien: obtuvo siete diputados y dos senadores. «En un momento [Zelmar] me llamó a casa, a las siete de la mañana (era de los que te llamaban a cualquier hora), y me invitó a desayunar. Y me propuso irme de El País y empezar a dirigir un semanario. Era una decisión difícil, pero me fui igual, más que nada por adhesión personal al tipo», le contó a Silva. El semanario se iba a llamar Hechos. El primer número salió el 23 de julio de 1963.
—El modelo era la revista Primera Plana, de la que todavía tengo cinco tomos encuadernados por ahí.
El semanario duró apenas siete meses, pero dejó cosas recordables. Entre otras, una nota del futuro fundador de Cinemateca, Manuel Martínez Carril, que en Hechos cubría problemas sociales. Era sobre la Unidad Casavalle. Se llamaba «Un barrio que nació viejo». Salió el 9 de setiembre de 1963. Que Martínez Carril abordara esos asuntos no se debía a que el semanario no tuviese espacio para los llamados culturales, pero de esa área se ocupaba Emir Rodríguez Monegal. El secretario de Redacción no solo condujo un equipo que quiso abarcar desde la política hasta el fútbol pasando por la economía y los sindicatos, sino que arbitró, además, los intensísimos debates políticos que los lectores mantuvieron en las páginas del correo y también escribió piezas memorables, como el artículo que hizo acerca de la lamentable situación del Hospital Fermín Ferreira (que existía donde hoy es el Montevideo Shopping), cuyas ironías deben continuar atormentando a Aparicio Méndez, entonces ministro de Salud (y más tarde presidente civil de la dictadura), en el círculo del infierno que su dios le tenga asignado.
El semanario se fundió, pero en el último número anunció que había comprado la imprenta de El Bien Público, de la que el diario católico se había desprendido para embarcarse en la renovación que lo llevaría a salir en offset como BP Color. En esas máquinas viejas se iba a imprimir, también con Di Candia en la Secretaría de Redacción y Michelini en la Dirección, el diario Hechos, entre 1965 y 1968.
—No creo que hayamos hecho un número 0. Era algo muy caro. El número 1 salió bien. En el segundo se rompió la máquina y estaba quedando una cosa espantosa. Me acuerdo al canilludo esperando. No nos quería aguantar porque íbamos a salir después de El Diario de la Noche, que era el último que pasaba a buscar. El canilludo era el Loco Pamento. Todavía lo veo sentado en el escalón de la entrada del diario, en Ciudadela casi 25 de Mayo, contando plata con un ayudante. Eran las doce de la noche, la una. El lugar era tenebroso. Plena zona de malandraje. Y el Loco Pamento ahí, contando plata…
—Algunos experiodistas de Hechos me han dicho que el acierto fundamental de aquel diario fue el equipo de gente que usted reclutó.
—Yo designé a los primeros siete u ocho periodistas, el núcleo central. Me trabajé a [Luis H.] Vignolo, que era el secretario de Redacción de El País. Me costó un triunfo. Semanas de conversar con él. Después traje a Fernando Aínsa, que después se fue a Europa a trabajar para las Naciones Unidas. Traje a Mario Jacob para hacer cine. Traje a Jorge Pignataro para hacer teatro. Traje a un muchacho, Alberto Carbone, con el que quedamos amiguísimos. No lo conocía; me lo recomendaron. Era secretario de Redacción de El Telégrafo de Paysandú. Se había venido a Montevideo y estaba sin trabajo.
—¿Y a Franklin Morales quién lo incorporó?
—Yo había visto un reportaje que había hecho cuando era bedel (de la Facultad de Derecho, creo). Lo había publicado en La Gaceta de la Universidad. Yo lo había leído, me había parecido muy bueno y lo tenía en el cajón de escritorio. Cuando empezamos a hablar del tema de la página deportiva, dije: «Tengo un buen reporter, pero no lo conozco». «¿Cómo se llama?», preguntó alguien. «Franklin Morales, trabaja en la universidad.» «Yo lo conozco», dijo uno, y allá fue a buscarlo. Y apareció Franklin. Era un tapecito. «Contrátenme, que no se van a arrepentir», decía. Hizo unas notas preciosas. El tipo tenía un gran talento para hacer reportajes. Le terminaron dando más premios que a mí. Así, de a poco, fui trayendo a otros. Me traje nada menos que al tipo de las carreras del diario El País, al Petizo [Agustín] Rodríguez Larreta.
—¿Al que embocó las ocho carreras un domingo?
—Sí, un fenómeno. Lo que pasa es que había un grupito que después que terminaban era… Bueno, a mí eso tampoco me interesaba. Me interesaba que trabajaran bien. No lo que hicieran después. Te hago un cuento que es de las tres o cuatro de la mañana: el Petizo se aparece en lo de Carbone, que vivía en un segundo piso a la calle. Le tiraba piedras a la ventana. «¡Che, Carbone, bajá!», le gritaba. Al final Carbone bajó. Y hay que tener en cuenta que hacía poco Carbone le había regalado un tocadiscos a la mujer, un tocadiscos importante, todo un mueble. Andaba mal con la mujer y con eso la calmó. Entonces, cuando Carbone le preguntó al Petizo para qué lo precisaba a esa altura de la madrugada, el Petizo le preguntó a su vez: «¿Me vendés el pasadisco?». «¿Cómo te lo voy a vender si es de ella?», le decía Carbone. «Pero mirá que tengo un comprador acá, un comprador que te puede dar el doble de lo que le pagaste. Porque yo necesito plata, ¿sabés? Tengo una fija fantástica para el domingo que no puede perder y nos vamos a llenar de oro.» «No, no, estás loco», retrucaba el otro. Al final le bajaron el pasadiscos a la pobre mujer de Carbone. Me acuerdo que Carbone decía: «¿A quién se lo vas a vender a esta hora?». «A un judío que dice que me da mucha plata», contestaba el otro. «¿Y cómo lo vas a encontrar?» «Lo tengo acá conmigo», le contestó.
La cosa es que al final vendieron el mueble. Y cuando el Petizo va a jugar, dice: «¿Sabés una cosa? No me acuerdo del dato. No me acuerdo del nombre del caballo». «¿Y dónde lo conseguiste?», pregunta el otro. «Me lo dio un tipo que encontré en un hotel. El caballo era de él. Pero no me acuerdo en qué hotel.»
—¡La tapa que se perdió Di Candia! ¿Y cómo era que se hacían las tapas?
—Se hacía entre dos o tres personas. Generalmente, Vignolo era el que venía más a hablar conmigo y me decía: «¿Qué te parece esto, esto y esto?». Liquidar el tema era bastante sencillo. Un día no había nada para poner y Carbone tituló: «Franceses desmienten que haya tanques en la calle». La nota tenía 4 centímetros, pero la expresión «tanques en la calle» llamaba la atención. Él nunca había llamado a ninguna fuente. «Pero decime», me decía, «si alguien llama a Francia, ¿qué le van a decir? ¡Que lo desmienten!».
* * *
La vida del diario Hechos fue intensa. Llegó a empatar a otro de la tarde, Acción, el tradicional medio quincista que había quedado en manos de Jorge Batlle. Su sección sindical, en manos del veterano dirigente textil e intelectual de la clase obrera Héctor Rodríguez, se extendía por bastante más de una página cuando el gobierno blanco imponía medidas prontas de seguridad y había represión que denunciar. Esas coberturas eran bien acompañadas por la producción de la sección política. Zelmar y el equipo de la página editorial analizaban y planteaban las consignas del momento. Las sátiras sobre el tema, a cargo del secretario de Redacción (que ya firmaba como Dic), tampoco faltaban.
Cuando las medidas de diciembre de 1965, Hechos tuvo el honor de ser parte de la reprimenda que el embajador estadounidense le hizo al consejero de gobierno del Partido Colorado, Alberto Abdala. Decía Henry Hoyt que los ataques que el vespertino dirigía al gobierno «habían rebasado las disposiciones de las medidas prontas de seguridad». «Remarqué que mientras clausurar diarios comunistas era una cosa, otra era forzar al gobierno a un acto políticamente serio como clausurar la prensa colorada», informó el diplomático al Departamento de Estado.
Probablemente aquel diario no hubiera sobrevivido a las clausuras en cadena de los tiempos del pachecato, pero se fundió cuando este apenas despuntaba. Di Candia le echó la culpa al tipo que humanamente más admiró. Zelmar no sabía negarle trabajo a nadie que lo necesitara.
Del periplo posterior de Dic se mencionó su aventura con los tiburones o el diario Ya. En algún lapso de desempleo recordó haber trabajado con Ettore Pierri, otro excompañero de Hechos, en la televisión rochense.
—Se nos ocurrió hacer un programa largo, los sábados de 8 a 12 horas. Nunca nos pagaron nada. Nos pagaron con ropa. El realizador de la audición, que era propietario de una importante tienda. Me traje un juego de sábanas, una campera. ¡Nos pagaron con ropa! Habían tenido que levantar el programa porque el intendente vino a decir que entre los conductores había «un tupa malo».
Probablemente después de eso fue que empezó a escribir columnas de humor en Marcha. Figuran allí en 1972 y a principios de 1973. En la página 12 normalmente, junto a la de Juceca (Don Verídico) y a la histórica «La mar en coche».
—Y un día me llamó [Carlos] Quijano, que nunca hablaba con nadie, que era un viejo muy antipático. Me llamó por teléfono y me dijo:
«Di Candia, no me traiga más notas». Y yo le pregunté ¿por qué? Y me dijo: porque nos estamos hundiendo cada vez más, y yo no quiero hundirme. Con sus notas me hundo, igual que con las notas de Juceca. Así que vamos a sacar todo lo que sea humor y que pueda herir los sentimientos de los golpistas.
Ya se sabe que al final a Marcha la cerraron por un cuento, que Di Candia volvió al ruedo con el equipo de El Dedo para corroer la autoridad de los uniformados y sus socios, que, entre otras muchas cosas, siguió enseñando a hacer periodismo con las entrevistas que hizo para Búsqueda, como la que se publicó en ese medio, a Hugo Medina, general de la dictadura y primer ministro de Defensa del primer gobierno de Julio María Sanguinetti.
Silvana Tanzi hizo bien en recordar en su obituario en Búsqueda el relato que el propio Di Candia hizo de aquel diálogo: «Cuando me dijo que torturar no había sido un error y que él había dado orden de apremiar, apagué el grabador y me fui».