La pena es no haber ganado aquella final de 1930. Tal vez, de haberla ganado, habríamos podido quedarnos tranquilos de una vez y para siempre; seguros de que éramos los mejores de todos y listo, que nuestro tan anunciado destino de grandeza habría quedado irreversiblemente asentado. Porque Argentina disputó aquella final, la del primer Mundial de todos, y hasta logró ponerse en ventaja en el marcador del partido. De haber sido no sólo campeones del mundo, sino los primeros campeones del mundo, los campeones inaugurales, los fundadores del ser campeón, es seguro que se habría establecido definitivamente la evidencia de la tan anhelada superioridad nacional, ese señaladísimo destino argentino de imperar en América y el mundo. No son pocos los factores que alimentan esa creencia: el milagro ...
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