La historia abierta - Semanario Brecha

La historia abierta

Abuelas de Plaza de Mayo anunció la semana pasada la recuperación del “nieto 118”, de los alrededor de 500 niños desaparecidos en Argentina durante la dictadura. Se llama Martín Ogando, es hijo de una pareja de militantes del Erp y hermano de Virginia, quien lo buscó durante toda su vida hasta que a los 38 años, en 2011, se suicidó.

Ombú

Hoy, viernes, Martín debería hablar por primera vez en público, según anunció hace un par de días la agencia argentina Télam. Lo que hasta ahora –jueves 12– se sabe públicamente de él es muy poco: que sus padres fueron Stella Maris Montesano, abogada laboralista, y Jorge Ogando, bancario, secuestrados el 16 de octubre de 1976 en La Plata; que nació en cautiverio el 5 de diciembre de ese año, y que a los 38 sospechó ser hijo de desaparecidos y se contactó con Abuelas de Plaza de Mayo. Se sabe también que el test sanguíneo se lo realizó en el consulado argentino en un país extranjero en el que vive desde hace 15 años, y que apenas se le dijo su identidad se comunicó con su abuela paterna. “Hola, abuela, soy tu nieto”, escuchó una noche Delia Giovanola, fundadora primero de las Madres y luego de las Abuelas de Plaza de Mayo. Hace 39 años, por sobrevivientes del centro clandestino, Delia supo que su nieto había sido llamado Martín por Stella Maris y que había nacido en el Pozo de Quilmes, adonde la muchacha había sido trasladada. Supo también que Stella Maris dio a luz con los ojos vendados y que quien asistió en el parto fue una compañera de cautiverio, Graciela Pujol, estudiante de medicina. Tres días después de nacer, Martín le fue arrancado a su madre, pero Stella Maris conservó el cordón umbilical, que se las arregló para hacerle llegar a Jorge. Graciela Pujol también está desaparecida y también estaba embarazada: secuestrada junto a su pareja, habría sido vista en la Esma, donde habría nacido su hijo.

Martín tenía una hermanita, Virginia, que en el momento del secuestro de sus padres apenas llegaba a los 3 años. La patota que se llevó a Stella Maris Montesano y a Jorge Ogando en la madrugada del 16 de octubre de 1976 tras destrozar su casa la dejó sola en su cuarto, de donde fue rescatada por una vecina. Virginia fue criada por su abuela Delia, y vivió obsesionada por encontrar a su hermano. “Sabía” que Martín vivía y presentía que algún día se reunirían. Desde su adolescencia empezó a buscarlo. Le escribía cartas, que colocaba en un perfil de Facebook aún abierto, “Virginia Ogando busca s su hermano”, y en un blog, llegó a participar, en el 97, en Gente que busca gente, un reality de la televisión argentina, y años después fue protagonista, junto a su abuela, de Hermanos de sangre, un documental en el que aceptó participar más que para denunciar, o más que sólo para denunciar, para “acelerar el encuentro con Martín”. Fabián Vittola, un estudiante de periodismo que dirigió la película, recuerda a Virginia y a su abuela revolviendo fotos y a ella afirmando que después de todo había sido más favorecida que su hermano. En el documental Virginia dice: “Mi hermano fue una persona concebida con amor, querida por la familia, y que la realidad le hizo vivir otra historia. La consecuencia de la dictadura hizo que Martín no tuviera una crianza como la mía, y poder compartirla”. Según Vittola, Virginia se enteró durante el rodaje, en diálogos con su abuela, de fragmentos de la historia de sus padres.

Las cartas que le escribía a Martín las encabezaba invariablemente con un “Querido hermano”. Llegó a escribir ocho, contándole de su vida, de lo que había ido conociendo con el paso de los años sobre la historia de sus padres, de su abuela Delia, de sus dos hijos (los sobrinitos de Martín), Malén y Nico, “Duele su ausencia –le decía sobre Stella Maris y Oscar–, pero el dolor cede cuando miro a la abuela a los ojos y, al hacerlo, me envuelve su ternura y veo en sus pupilas sus sonrisas y en ellas me veo y, por ese milagro del amor, te presiento y te siento. Sé que estamos tan cerca que pronto, en esos mismos ojos, nos veremos juntos y compartiremos esa ternura que tornará en felicidad”, le escribió en 2010. Y también: “Lo único que falta para que este contacto virtual se haga real es que coincidamos en tiempo y espacio frente al monitor y que, entonces, aquel sentimiento de duda se haga realidad y el camino del encuentro se inicie. Pronto nos vamos a reunir en un abrazo cada vez más impostergable”.

Desde chica Virginia acompañó a Delia en las rondas de las Madres –“me quedaba mirando las palomas” de Plaza de Mayo, contó en el documental–, luego se acercó a Hijos y participó en la creación de Hermanos. Allí la conoció Esteban Soler, que empatizó con ella de inmediato. “Virginia era una piba divertida, muy activa. Siempre estaba haciendo cosas locas: se iba de viaje, hacía deportes extremos, andaba en moto; si le pintaba, se tiraba en paracaídas. No se mostraba deprimida. Dicen algunos compañeros que no estaba bien últimamente. Recuerdo cómo nos golpeó la desaparición de Julio López. Tuvimos miedo. Pero a pesar de ese miedo, Virginia no dejó de hacer lo que ella sentía que debía hacer: buscar a su hermano.”

El 14 de agosto de 2011 Virginia Ogando se suicidó. “Arrastraba una larga depresión”, dijo uno de sus amigos. Su abuela contó que unos pocos días antes Virginia le había dicho que tenía miedo de sí misma. Se tiró del piso 20 de un edificio en Mar del Plata, justo cuando su pareja llegaba en ascensor al apartamento. Dejó una cartita, llena de tachaduras, en la que decía que iba a encontrarse con sus padres.

En octubre pasado Delia Giovanola, que tiene 89 años, estuvo en Europa presentando el documental Hermanos de sangre. Martín no había sido aún identificado. “Hay que pensar que aquellos nietos son hoy adultos que vivieron las peripecias de muchos argentinos y que, como tantos otros, pueden haber emigrado. Tal vez estén por aquí, por Europa”, dijo entonces. Dijo también que cuando se reuniera con Martín le diría que tuvo una hermana que se pasó la vida buscándolo y que en ese trance se perdió. Y algunos cuentan que también dijo que nada es gratuito y que unos reverendos hijos de puta, apañados por otros reverendos hijos de puta, fueron los causantes de tanto desastre.

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Una de las cartas de Virginia a su hermano Martín

 

Querido hermano, me viene a la mente aquella frase de Galeano que dice “Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan. Ese lugar es mañana”. ¿Y sabés qué? Siento que ese mañana nuestro se aproxima.

 

En estos días, en ocasión de los festejos por el bicentenario, fui viendo los distintos eventos que se llevaban a cabo en Buenos Aires y me fui deteniendo, con particular interés en algunos; entre los que me llamaron la atención me detuvo la serie de canciones que conformaban el homenaje al rock nacional e, inevitablemente, el tránsito que por ese derrotero se llevó a cabo me condujo al recuerdo de papá y mamá, los imaginé entonces jóvenes, alegres, esperanzados, asistiendo a marchas, actos o simplemente disfrutando de esos temas tan ricos en sus letras, y me sentí transportada en el tiempo y los vi, y los oí cantar ese himno que es “La balsa”, subiéndose a la locura de partir hacia la búsqueda de un mundo mejor, yendo a naufragar.

 

Y, por esas cosas que tiene la magia del pensamiento, al ver tanta y tanta gente festejando, me vi y nos vi, cantando entre esa multitud, y sentí que estaba junto a vos alegre y feliz y que, como consecuencia de tanta memoria acumulada, aquel naufragio se había transformado en dulce reencuentro.

 

Como me gustó mucho, y sintiendo que, de alguna manera, habla de nosotros, te incluyo en esta carta el pensamiento que a mi amigo José le generó la actuación de Los Olimareños cuando cantaban “Hasta siempre, comandante”. La copié de su perfil de Facebook y dice así: “Y entonces… revivió de repente aquel tiempo de ideales compartidos, de sueños de un futuro de igualdades, de tanta palabra, canto y poesía proclamando una nueva era, y la tormenta se disipó, el río Olimar se hizo canción y una entrañable transparencia se hizo consistente presencia a través de 30 mil ausencias que, por un breve y mágico momento, reaparecieron, cobijadas en un manto de miles de pañuelos blancos cruzados por un cielo empecinadamente azul, y 400 esperanzas de reencuentro se percibieron un poco más cercanas”.

 

Creeme que cada una de estas cartas que escribo me provoca una profunda emoción y que resulta imposible evitar que las lágrimas bañen la costa de mis ojos, cuando las releo o cuando las comparto con los seres que más amo, pero no son lágrimas de dolor, ¡son de esperanza!, esa empecinada esperanza que me provoca la certeza de que pronto nos vamos a reunir en un abrazo cada vez más impostergable.

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