En 1990, el poeta y coleccionista de cine Fernando Pereda editó su primer y único libro: Pruebas al canto.1 Se trata de una antología poética preparada por el propio autor, que corona una vida de escritura, ya que, aunque publicaba en revistas desde muy joven, se había resistido a reunir su producción en un volumen. Finalmente lo hizo cuando superaba los 90 años. El crítico Alberto Zum Felde, quien además era su amigo, explicaba esta reticencia por el «plano de perfección» al que aspiraba el poeta: «Cada poema ha de ser exacto como un teorema; el libro todo ha de ser un ajuste perfecto, intachable en todos y cada uno de sus versos».2 José Bergamín, por su parte, señala en la contratapa: «Sus poemas no se leen, se leerán o se han leído, sino que se están leyendo siempre. Así estos, los que conocía y los que no». Y agrega: «Su voz, su acento, hiere y acaricia a la vez con ese, su mágico, diabólico encanto de poesía “sin final” posible». El título del libro anticipa el carácter no conclusivo de la obra, que reivindica su constante estado de búsqueda, de prueba.
Como antecedente, se puede mencionar la grabación en 1968, en voz del propio Pereda, de 19 composiciones de su autoría destinadas al Archivo de la Palabra del SODRE. Al igual que el disco, el libro se abre con «Entrada a la poesía», un ensayo en el que se despliega una manera personal de concebir la literatura y el oficio de poeta. Allí el autor reflexiona sobre las ventajas y los perjuicios de las modas y las generaciones literarias: «El poema vive a medida que se le está leyendo o se le escucha. Ningún poema verdadero deja de ser por obra de los años». También expresa sus reservas sobre la oposición entre la poesía pura y la de temática social: «Nada le está prohibido al poema salvo contradecir sus condiciones, sin las cuales no existe: el canto, el encantamiento, la justicia, el gozo, la libertad, sabemos que están entre ellas; por eso el elogio de un tirano fracasa como poesía, además». En la agitada década del 60, elige cultivar el equilibrio, creando un espacio propicio para problematizar los dilemas entre tradición y ruptura, formas puras y compromiso político.
La composición que abre el libro –lo anteceden el ensayo ya mencionado y un arte poética en verso– es un soneto que se titula «El bailarín» y está dedicado a Vaslav Nijinsky. En una nota al pie se enfatiza el componente autobiográfico: «Yo había visto bailar a Nijinsky en 1917». Este aspecto vivencial es importante para el autor, que, no por casualidad, elige dividir su libro en secciones bajo el nombre de «Corresponden a los hechos». Como su esposa, Isabel Gilbert, que, además de ser una destacada crítica e investigadora, dejó fascinantes registros fotográficos de bailarinas, Pereda encuentra lo duradero en el cuerpo en movimiento hecho palabra: Nijinsky es el símbolo vivo del orden y la sincronía. La atracción por su figura radica en el hecho de que, como expresa el poeta en su ensayo, «todo poema es, y aun sin proponérselo, una lucha contra el caos». «El bailarín» es un elogio de la sensualidad del cuerpo masculino y de su carácter de «lámpara» de los misterios del mundo: «¿Su gran cuerpo profundo/ bailaba entre las manos solitarias de un dios?/ Miré la curva tensa de su torso veloz/ como si revelase el misterio del mundo».
En la cuarta sección, dedicada a los «parajes singulares», el poeta recala en distintos puntos de Europa y encuentra la inspiración en plazas e iglesias, cementerios y ruinas. En «Sibila (Cumas)», se deja ver un deseo por superar las barreras que impone el tiempo, al dirigirse a la sibila, una de las figuras de la Antigüedad encargadas de profetizar lo venidero. Enfrentado al «silencio de alto riesgo» de las ruinas de la antigua ciudad de la Magna Grecia, termina por asumir su incomprensión de lo absoluto. Como Gilbert en algunas de sus fotografías, Pereda contempla lo destruido y detiene la belleza del paso del tiempo. Del mismo modo, en «Arquímedes ustorio (¿Víctima de una hipótesis?)», la estadía en Siracusa y el contacto de las manos con el agua del mar Jónico invita al diálogo con Arquímedes, inventor de un espejo –el espejo ustorio– capaz de concentrar el poder del sol en un rayo mortal. El arribo de la muerte es un tema central en la poesía de Pereda, y en este caso se traduce en un reclamo al genio griego: «Guías rápidas llamas/ para incendiar de lejos,/ ¿y cómo no dialogas/ tu muerte de tan cerca?».
La ruina y los lejanos mitos reverdecen en ese cruce con los tiempos personales del poeta. En «Latomía», por ejemplo, se habla de la visita a las latomías de Siracusa –cuevas que en la Antigüedad clásica se utilizaron para encarcelar esclavos–, lo que lleva a preguntarse por los ecos íntimos que tienen en él estos parajes singulares: «Las estrofas de Eurípides/ hoy se escuchan distintas,/ aquí, en estas prisiones,/ que se han vuelto jardines». Pereda proyecta una interna voz lejana que, en versos de Bergamín, podría expresarse del siguiente modo: «En el ahora y el hoy/ tiembla el ayer y el mañana./ Y tiembla la eternidad/ en el momento que pasa».3 Pero quien lo dijo con mayor claridad fue Antonio Machado, que considera «evidente que la obra de arte aspira a un presente ideal, es decir, a lo intemporal. Aunque esto de ninguna manera quiere decir que pueda excluirse el sentimiento de lo temporal en el arte. La lírica, por ejemplo, sin renunciar a su pretensión a lo intemporal, debe darnos la sensación estética del fluir del tiempo».4
Pruebas al canto presenta, a lo largo de sus más de 70 poemas, una potente «intuición de tiempo, de experiencia vivida personal y única», como dice Dámaso Alonso en un canónico estudio sobre la poesía machadiana.5 Pereda encuentra que al hablar de lo circundante habla también de sí mismo, pues la palabra comporta una doble dimensión esencial y existencial. Cuentan que la incansable pesquisa que llevó adelante el poeta a partir de 1935 para consolidar su valiosa colección fílmica de cine mudo –que terminó donando al Estado– era, según afirmaba, un intento por no dejar morir aquello que ha pasado para siempre. Con la misma tenacidad se consagró a la escritura y fue fiel a una permanencia por fuera de los mandatos del presente. Pese a esto, y como afirmó Emir Rodríguez Monegal hace más de medio siglo, su lírica sigue habitando «una zona limítrofe, casi fantasmal, de nuestra literatura».6
1. Pruebas al canto, Arca, Montevideo, 1990.
2. Proceso intelectual del Uruguay, Claridad, Montevideo, 1941, pág. 587.
3. «Íntima voz lejana», Rimas y sonetos rezagados, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2017. Disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra/rimas-y-sonetos-rezagados-782038/.
4. Los complementarios y otras prosas póstumas, Losada, Buenos Aires, 1957, pág. 28.
5. «Fanales de Antonio Machado», Cuatro poetas españoles, Gredos, Madrid, 1976, pág. 167.
6. Literatura uruguaya del medio siglo, Alfa, Montevideo, 1966, pág. 122.