La izquierda palaciega - Semanario Brecha

La izquierda palaciega

Las intrigas filtradas desde las oficinas palaciegas del gobierno del Frente Amplio, o la incontinencia viperina de las declaraciones de algunos de los personajes de la corte, no hacen más que exponer una y otra vez esa característica que, por ejemplo, ha hecho sangrar a las izquierdas europeas.

Ministros por Ombú.

Hace ya un buen tiempo que se viene describiendo el fenómeno de la llamada izquierda institucional. El sociólogo de la Unam Massimo Modonesi la define como aquella que asume la forma de partidos de elites y sufre una “hemorragia de militancia”. Es la que, identificada con el corsé de la cúpula dirigente o las vestiduras de un solo líder, se mueve y actúa cada vez más en las estrechas paredes de las instituciones (no sólo estatales, sino también económicas). O dicho de otro modo, su margen de maniobra pasa a ser el de los límites del palacio. Ningún observador atento dejará de advertir que las intrigas filtradas desde las oficinas palaciegas del gobierno del Frente Amplio, o la incontinencia viperina de las declaraciones de algunos de los personajes de la corte, no hacen más que exponer una y otra vez esa característica que, por ejemplo, ha hecho sangrar a las izquierdas europeas.

A falta de preocupaciones más sólidas, una vez más hay que ruborizarse frente a los exabruptos de una ministra y preguntarse por las razones de las permanencias (ya no de los nombramientos, relegados en el tiempo como los pecados originales). Los respaldos de los presidentes hacia sus ministros parecen ser tan obstinados como el poder. De otro modo es difícil comprender por qué dos funcionarios como Eleuterio Fernández Huidobro y María Julia Muñoz continúan en sus cargos. Quizás sean fieles, alineados, leales soldados de la tropa, o integren el equipo “del corazón”, pero la cuestión es que sus acciones no se despliegan solamente en el teatro de la Torre Ejecutiva, o en el de la disciplina de los mandatos internos. El problema es que los ministros, ellos y sus discursos, teóricamente tienen que rendir cuentas no sólo ante un presidente, sino ante esa cosa tan difusa y polisémica, pero esa cosa al fin, que es la ciudadanía.

Quienes conocen al presidente Tabaré Vázquez dicen que jamás cobrará al grito, lo cual parece ser cierto, salvo cuando fue impiadoso con la entonces ministra del Interior Daisy Tourné y su clic algo indiscreto, aquel que permitió divisarla en su cuenta de Facebook con su cabello mojado, mientras recibía el frescor de una ducha posplayera. Eran tiempos en que se inauguraban las redes sociales, con ese halo de misterio y de fascinación propio de los juguetes tecnológicos estacionales. No existían cuestionamientos generalizados hacia Tourné dentro del elenco frenteamplista, y en todo caso la ministra era objeto de todo tipo de descalificaciones puertas afuera del partido. Había protagonizado alguna sobreactuación incorrecta, con munición gruesa dirigida hacia la oposición, pero en todo caso las diferencias con blancos y colorados parecían más que nada ideológicas, como lo habían sido con el también socialista José Díaz.

En el caso de Fernández Huidobro y de Muñoz, quienes deberían estar conduciendo profundas reformas de izquierda, la pregunta es: ¿qué resto de legitimidad social y política les queda para seguir en el gabinete?

Al primero se le pueden entablar cuestionamientos en el plano de la acción (o la no acción), y también en el del discurso, que al fin de cuentas es lo mismo. Inacciones, especialmente en sus primeros años al frente de Defensa, que obstaculizaron el avance de las investigaciones judiciales sobre crímenes de lesa humanidad. Un estudio del Observatorio Luz Ibarburu desmenuzó el cariz de las respuestas que ese ministerio dio a los 114 oficios con solicitudes de información recibidos entre 2011 y 2015 (Brecha, 9-XI-16). Ni falta hace recordar los reiterados insultos dedicados a todo el movimiento uruguayo de los derechos humanos. Se podría ingresar en aspectos operativos y repasar cómo los cuarteles fueron burlados una y otra vez por modestos asaltantes motorizados. Pero sobre todo, habría que detenerse en el letargo de la ley de defensa, un punto de partida que se planteaba como la madre de una gran reforma progresista de las Fuerzas Armadas, que prometía el avance del poder civil sobre estamentos endogámicos que durante décadas hicieron lo que quisieron y entregaron escándalos como los de la Armada (a propósito, Graciela Gatti y Jorge Díaz comentaron recientemente que fue el caso de corrupción más complejo que les tocó abordar en los juzgados de crimen organizado). ¿Era el objetivo del Frente Amplio, cuando ganó las elecciones, llevarse como trofeo que las jerarquías militares distinguieran al inevitable Fernández Huidobro como el mejor ministro de “1985 para acá”?

En cuanto a Marita Muñoz, llueve sobre mojado. Ni siquiera vale la pena centrarse sobre las palabras utilizadas para denostar a quien fuera su director de Educación, porque caen bajo su propio peso. En el plano de un análisis político instrumental, si estuviésemos obligados a tomar en serio su verborragia, sus bocadillos no harían más que reforzar entonces los supuestos errores de designación de su presidente, que eligió a un “maestro de sexto de escuela” para una de las principales direcciones del Mec y a un “sociólogo” para acompañarlo en la gestión. Claro que dicho en esos términos, el intento de argumentación naufraga fatalmente, y todo vuelve a remitir al error original de haber colocado a la epidemióloga Muñoz en ese ministerio, reforzando la perplejidad que propios y ajenos experimentaron con esa designación. Si la interlocución con el sistema ya había quedado severamente dañada en los tiempos de la esencialidad, qué márgenes quedarán ahora después de la enésima entrega de su descacharrante estilo (“yo soy bárbara, bárbara”, desparramó en Búsqueda). Para terminar, si en las acciones de los príncipes modernos, como dijo Maquiavelo, sólo debe atenderse a los resultados, los signos que se abren son de interrogación. Y si es que empiezan a notarse algunos tímidos avances en Secundaria, no podrían asociarse ni a los últimos dos años ni a su ministerio.

Lo peor de la frivolidad es que relega, ningunea, los aportes del puñado de dirigentes frenteamplistas que aún hacen esfuerzos por colocar en el centro a las ideas, a aquellos que por lo menos evitan un oficialismo acrítico y dejan en evidencia la fractura cada vez más pronunciada entre las cúpulas y las porciones sociales crecientemente desencantadas. La semana pasada, por ejemplo, el sindicalista Óscar Andrade esbozaba que en el Frente Amplio, justamente, va ganando la idea de que sólo se puede cambiar desde la institucionalidad. Desde lo alto de la institucionalidad, se podría agregar. Aunque ya la metáfora más atinada no debería bucear en términos que remitiesen a la altura. De repente sería más interesante repasar, cuando se piensa en las desgastadas incursiones de estos ministros, el historial de algunos personajes que se dejaron entrever en las cortes dieciochescas, tan bien recreadas por Alejandro Dolina en las noches de insomnio.

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