Cada tanto la discusión sobre la laicidad reaparece en Uruguay. Dicen que somos el país más laico de América Latina. Y seguramente lo somos. La separación de la Iglesia y del Estado, la prohibición de imágenes religiosas en los edificios públicos y hasta la denominación de “Semana Santa” como “Semana de Turismo” tienen más de un siglo. Y si bien no se oye a ningún uruguayo abogar por un estado confesional y a todo uruguayo se lo escucha defender la libertad y la igualdad de culto, cada tanto la discusión reaparece. En estos días lo hace a través de la propuesta de la Iglesia Católica de instalar la estatua de la virgen María en la rambla de Montevideo.
Desde el punto de vista arquitectónico y urbanístico son los técnicos de la Intendencia quienes tienen la palabra. Está lejos de cerrarse la discusión en torno a la pertinencia de una imagen religiosa claramente identificada con la Iglesia Católica Apostólica y Romana en un espacio público.
Tal vez los antecedentes más cercanos, y con varias similitudes, sean los referidos a la instalación de la cruz y la estatua que recuerdan la visita de Juan Pablo II al país.
En la década del 80, en pleno centro de Montevideo, se instaló la enorme cruz que hoy parece indiscutida parte del paisaje. En ese momento la sangre no llegó al río, pero sí la discusión al Parlamento. El entonces presidente Julio María Sanguinetti defendió su instalación argumentando que el monumento recuerda un hecho histórico, la primera visita de un jefe de Estado cuya presencia es significativa para buena parte de la población.
En 2005, Tabaré Vázquez inauguraba su primera presidencia con el traslado de la estatua del mismo papa al pie de la ya entonces ex controvertida cruz de Tres Cruces. Se reavivaron antiguas discusiones y se ventilaron casi idénticos argumentos. En defensa de la laicidad algunos encontraban legítimo y deseable este uso del espacio público. En defensa de la misma laicidad otros encontraban que era un atropello. La Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay (Fieu) envió una dura carta el 25 de abril de ese año al presidente Vázquez. En ella se refería a dos hechos. En primer lugar, a la misa organizada en la embajada de Uruguay en el Vaticano con motivo de la muerte del papa Juan Pablo II, que calificaba como “una falta de respeto a la ciudadanía uruguaya”. En segundo lugar, se refería al traslado de la estatua del espacio privado de una parroquia de Montevideo al público de Tres Cruces. A esto la carta lo calificaba como: “una violación al espíritu de respeto en el marco de la laicidad que queremos vivir”. No tengo noticias sobre ninguna manifestación de la Fieu todavía sobre este hecho pero puedo suponer que el razonamiento sea parecido.
Argumentos los hay para todos los gustos. El cardenal Daniel Sturla y quienes defienden la colocación del monumento de la virgen sostienen que el espacio público debe mostrar la diversidad de la población y señala que la Iglesia Católica –él dice “la Iglesia”– “es partera del Uruguay”. Existió antes del nacimiento del Estado, fundó las primeras escuelas, lo cual es obvio por una cuestión histórica. Pero a decir verdad, con todo respeto y la amistad que nos une con el pueblo católico, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Otro de los argumentos es que ya existe una imagen de Iemanjá en la rambla, una de Confusio y otra que recuerda al primer rabino del Uruguay. Con ese criterio la Iglesia Luterana podría en 2017 ocupar una parte del espacio público con un monumento a Martin Lutero considerando los 500 años de las 95 tesis que la historiografía marca como el nacimiento de la Reforma Protestante. Y seguiríamos. Quienes para defender esta instalación utilizan el argumento de dar cabida a la diversidad religiosa y cultural en el espacio público, creo que no tienen idea de lo diverso de esa diversidad. Vamos a tener que triplicar la extensión de la rambla para dar cabida a todos los monumentos.
MI PREGUNTA ES POR QUÉ SE QUIERE. Mi opinión, no generadora de corrientes, por supuesto, es que no me parece pertinente levantar ese monumento. Pero no es lo que más me interesa, sino más bien preguntar por qué la insistencia en hacerlo. ¿Qué le agrega al anuncio del Evangelio de Cristo algo semejante? Y doy por sentado que la razón de ser de toda iglesia cristiana es el anuncio del Evangelio de Cristo. ¿Se oirá con más fuerza su mensaje? ¿Habrá más personas dispuestas a ser sus discípulos porque tengamos una estatua de cuatro metros de altura en uno de los lugares más lindos y frecuentados de Montevideo? Me tomo el atrevimiento de ir un poco más allá y preguntarme si realmente ésta es una búsqueda de defender la pluralidad de expresiones o más bien se trata de una pulseada por “marcar presencia” y de últimas ver quién domina el espacio público. Y visto así es una lucha de instituciones humanas de un vuelo mucho más rasante que el de los discursos.
Como protestante, evangélico y particularmente valdense, soy visceralmente crítico de la construcción de imágenes y monumentos que lo que hacen es perpetuar no la memoria, sino una versión de ella, generalmente la de quienes quedaron en condiciones de contar la historia. Manifiestan una necesidad de permanecer como personas y como instituciones cuando, en realidad, como cristianos nos sabemos vocacionados a pasar y que la Palabra de Dios sea la que permanezca. En el relato del Evangelio según san Lucas, María se define a sí misma como “humilde esclava” de Dios quien la ha hecho dichosa porque puso sus ojos en ella. Es Dios quien ha hecho grandes cosas, dice en el mismo cántico, y se considera un instrumento en sus manos, muy lejos de la figura venerada y mucho más lejos todavía de identificarse en esta “lucha” por la visibilidad de una institución humana como me parece que estamos en peligro de caer. La tentación es grande.
No presumo de profeta, pero estimo que nada va a cambiar con la construcción de este monumento. A lo sumo algún “ego” saldrá más fortalecido, lo que para la causa del Evangelio no será gran aporte.