En los grandes centros de reclusión las condiciones sanitarias y edilicias son tétricas. Es difícil pensar en lograr un buen ambiente laboral en algunas unidades como el Comcar, donde las ratas nadan en las aguas servidas, mientras que las cucarachas alfombran los pisos. La tuberculosis aísla por días a algún preso pero también a los guardias. La sarna es una constante en cualquiera de las poblaciones que se ven como opuestas, pero que conviven por semanas y que son presas de una lógica que les genera estrés continuo, ansiedad y depresión.
En Uruguay los policías penitenciarios se abren el pecho con sus propias armas de reglamento dentro del área que el Ejército custodia. Las personas privadas de libertad se cortan los brazos o se perforan el cuello a la altura de la yugular con lo que tengan más a mano.
TÉTRICA TENSIÓN. “No conozco ningún guardia al que un recluso no le haya pegado por detrás. Te queman con agua caliente. Los insultos son constantes y el destrato es diario. No se respetan entre ellos, menos a nosotros. Trabajamos con un tipo de persona muy especial”, cuenta el agente Sergio Ceriani.
Él hace 15 años que se desempeña como guardia carcelario y dice que “se necesita apoyo, porque el estrés que sufrimos en las condiciones en que trabajamos es continuo y abundante”. Considera que en el Comcar, donde trabaja, son muchos reclusos para pocos guardias. “En el año 2000 ya se hablaba de falta de personal, pero fácil había el triple de lo que hay ahora.”
“Trabajas bajo presión y te están sancionando por tonterías”, agrega el agente, para quien el régimen de turnos es otro factor que crea problemas. Trabajan una semana y descansan la siguiente. Están 12 horas diarias, pero por falta de personal algunos días tienen que hacer 18. “Estás al mango, pero es una semana”, se consuela. Luego de pasar siete días en la cárcel llegan a sus hogares. La mayoría de sus compañeros son de lugares fronterizos con Brasil, y esto se repite con los policías del penal de Libertad. Es que, como Ceriani, muchos ingresaron a estas funciones por falta de mejores ofertas de empleo, aunque si se mira la relación formación educativa-sueldo, no resulta ser tan mala.
Para el agente los problemas que afectan la salud mental de los policías vienen por no generar una disociación del trabajo respecto de la vida personal. “Yo cruzo el portón del Comcar y dejo ahí esos problemas, pero no todos tenemos la posibilidad de hacer eso.” Hace diez años él mismo tuvo que recibir tratamiento psicológico: “Me noté mal y fui al médico. Pero con el tiempo aprendí a dejar esas cosas adentro, si no, acá realmente te enloquecés”.
No todos advierten a tiempo su malestar. El lunes 1 de junio, caminando por la calle que lleva de los módulos a la compañía donde duermen, un guardia decidió quitarse la vida con su arma de reglamento. Tenía más de cinco años de experiencia y era compañero de Ceriani. “Toda la semana estuvo dando señales; nadie lo llevó al médico o le retuvo el arma. Con una clínica para el estrés dentro del Comcar esto se pudo haber evitado.” Siete días después la escena estuvo a punto de repetirse, pero como en muchas otras ocasiones, “medio que a la fuerza”, los compañeros se llevaron al guardia al Hospital Policial.
EN DEFENSA PROPIA. En el Hospital Policial se atiende a los guardias carcelarios que manifiestan angustia o depresión, y si viven en el Interior, lo hacen en los centros auxiliares sanitarios de cada departamento. La Dirección de Salud Mental (Dsm) de Sanidad Policial tiene a la Unidad de Estrés (Ude), que se encarga de atender a los policías que ven su salud mental afectada por el trabajo. La psicóloga encargada de esta unidad, Laura Gómez, dijo que en promedio en el Hospital Policial consultan unos diez guardias por mes, y que llegan por decisión propia, por sus compañeros o por derivación de superiores.
Un hecho puntual, como un motín, puede generar un trauma concreto y nunca ser tratado. También la acumulación de situaciones “menores” puede terminar generando una angustia profunda. Pueden pasar meses, años e incluso décadas sin resolverse, y el guardia termina acostumbrándose a vivir con estrés crónico. El psiquiatra Osmio Curbelo, director de la Dsm, explicó que todos los funcionarios que ingresan a la Ude por estrés laboral son atendidos por un psicólogo y un psiquiatra, quienes evalúan inicialmente la situación, lo derivan al área o profesional que mejor los puede asistir y se estudia cuál puede ser el mejor tratamiento.
Las razones por las que una persona llega al extremo de intentar dejar de vivir son muchas: “El suicidio es multicausal y tiene que ver con las características de cada persona. Toman una medida desesperada, porque ingresan en una visión de túnel y lo ven como la única salida al dolor. La gente no se quiere matar, quiere dejar de vivir así”, explica la psicóloga Silvia Araújo, directora del servicio de la Dsm. Aunque en estas decisiones drásticas pesa mucho la singularidad del individuo, los encargados de la Dsm explicaron a Brecha que luego de que se dan estos episodios se aborda lo grupal, por las consecuencias que quedan en los compañeros, y que muchas veces hacen intervenciones con un equipo que estudia el entorno laboral.
El personal de cárcel está expuesto todos los días a situaciones donde su vida se ve comprometida. El presidente del Sindicato Único de Policías del Uruguay, Roberto Cardozo, dice que es fundamental tener presente esto para entender por qué es urgente la atención psicológica de los policías. Cardozo se exalta cuando dice que “los guardias son más presos que los presos” y que “al Ministerio del Interior no le importa el policía de cárcel”. Por eso no sólo reclama la asistencia psicológica sino que exige que las condiciones en las que trabajan los guardias penitenciarios se mejoren, porque “violan los derechos humanos”. “Están viviendo peor que los chanchos, entre las ratas”, enfatiza.
La creación de clínicas de atención psicológica en las unidades penitenciarias es algo esencial para el presidente del sindicato policial, porque la mayoría de los guardias no son de Montevideo, son del norte del país, y atenderse en el Hospital Policial no es algo que les resulte fácil. Pero a Cardozo también le preocupa cómo va a ser la atención, porque ahora cuando un funcionario está en tratamiento “le dan una certificación médica y no pueden hacer servicio de 222. Entonces lo que termina pasando es que el policía no va a estas clínicas”.
El Instituto Nacional de Rehabilitación (Inr) ya está generando espacios para que los guardias puedan tener asistencia psicológica. Inicialmente éstos funcionarían en Libertad y en el Comcar. El director de la Dsm dijo que “ni bien el Inr nos avise que están listas las policlínicas vamos a enviar psicólogos”. Curbelo enfatizó en la asistencia psicológica, y dijo que desde la Dsm se prioriza la atención en esta área de la salud mental en primera instancia, “porque no todas las personas necesitan medicación, lo que sí debe existir es una fácil derivación a psiquiatra”.
Silvia Araújo explicó también que en distintos puntos del Interior están ingresando nuevos profesionales para la labor dentro de las cárceles. “En Florida ya están trabajando, y lo mismo en Durazno, Maldonado, Canelones y Rocha.” La directora del servicio de la Dsm dijo a Brecha que las cárceles del Interior son muy distintas a las dos grandes unidades de reclusión capitalinas, y que en muchos departamentos ya hay psicólogos que van a las prisiones pero “tienen múltiples tareas, y van tanto a las cárceles como a las comisarías o cualquier otra unidad de la Policía”.
Para los encargados de la salud mental de la Policía hay un aspecto claro: lo que los guardias viven en su trabajo se va a trasladar a su vida diaria; la persona no se puede desdoblar completamente. Pero de todos modos, para Curbelo hay algo más visible: “No todos los policías necesitan asistencia. Muchas veces un oficial realiza un buen procedimiento, aunque tuvo que usar su arma o se lastimó, y eso le genera satisfacción e incluso lo fortalece en su labor”.
DOS MUNDOS. Algunos presos dicen que ya pagaron, que dejaron años vividos en una cárcel por algo que compraron. Los guardias reciben un salario, pero todos los días pagan con sus emociones. Es que “pasar por una cárcel no es gratis, los impactos en la psiquis son desestructurantes”, opina el psicólogo Gustavo Álvarez, que trabajó por años en el Ministerio del Interior.
El psicólogo también fue docente de los operadores civiles que trabajan en las cárceles, y explica que luego de que se pasa por un centro de reclusión la decodificación de la realidad cambia, las personas generan otro sesgo perceptivo. “No reaccionás igual a un grito, ni tampoco cuando alguien te toca desde atrás”, ejemplifica.
Las horas compartidas entre guardias y presos “generan una mimetización con determinado repertorio conductual. Pero sobre todo lo que pasa es que hay una normalización de algunas situaciones de violencia”. El psicólogo afirma que el umbral de lo que una persona puede soportar se amplía. Busca poner un ejemplo, pero dice que pasan tantas cosas por día que es imposible reducir la situación a un caso. “Un día te descubrís diciendo como si nada: ‘Qué macana, mirá, apareció colgado fulano’”, pone como ejemplo. Esta banalización de la violencia genera una marca en la psiquis de la persona, que comienza a perder los parámetros que fuera de la cárcel comparte la sociedad, asumiendo un suicidio, una golpiza o un asesinato como hechos habituales.
La realidad carcelaria impone comportamientos, y el psicólogo dice que en el caso de los guardias lo ideal es una adaptación activa a éstos, trabajando con la distancia crítica necesaria, pero que esto no se da siempre. Es común que los guardias usen el mismo lenguaje y tengan conductas antisociales similares a las de los privados de libertad. Es que la relación entre los policías y los presos tiene vacíos, no hay roles claros y en la realidad del encierro todo se mezcla. Álvarez pone un ejemplo: “Un guardia le ve un celular a un recluso y activa el procedimiento de rutina; pero al otro día tiene que volver a cuidar de ese individuo y soportar su hostigamiento”.
Según Álvarez, más allá de los trastornos fóbicos, angustias o depresiones profundas, la rutina diaria de trabajo de los guardias lleva a que vivan con estrés continuo. Ante un evento de estrés la persona se prepara para atacar, para defenderse, o se paraliza; el cuerpo concentra su energía en piernas y brazos, y la retira de los órganos vitales. “El estrés es una reacción adaptativa del ser humano. Está bien que te pase en determinado momento, porque te da impulso y te sirve, pero no todos los días y a cada rato, porque las consecuencias en algún sistema del organismo van a ser directas”, explica Álvarez.
“Los efectos de la ‘prisionización’ están en las dos poblaciones. El fin manifiesto de las cárceles es reintegrar al sujeto, pero hay funciones latentes: los presos deben volverse agresivos y armarse de una cáscara”, y los guardias tienen que generar una adaptación que les permita trabajar. Según Álvarez las instituciones cerradas funcionan con una lógica de guerra, y los policías “siempre tienen que estar a la defensiva y a la espera de que pase lo peor”. Opina además que los guardias necesitarían una formación constante que favoreciera la distancia operativa con los que trabajan, y para no llegar al extremo de querer inundar su cuerpo de pólvora y así darle un corte final a su vida. Las modificaciones del sistema empiezan a mostrar sus efectos en la práctica: el hacinamiento es menor y hay civiles en el contacto directo con los presos, pero de todas maneras Álvarez dice que los costos emocionales de trabajar en una institución cerrada siguen siendo muy altos.
[notice]Las otras cabezas
“Vas caminando por los módulos y te dicen que un compañero está mal, o te piden un pase”, cuenta la psicóloga Mónica Rossi, coordinadora de los equipos de salud mental del Sistema de Atención Integral para las Personas Privadas de Libertad, de Asse. Los presos solicitan asistencia o también pueden ser atendidos por derivación del médico de medicina general o de la dirección del centro carcelario.
Para muchos la prisión es un canje: dejan años dentro de una cárcel por un delito que cometieron en el “afuera”, ese lugar distante donde sus hijos crecen, su madre se muere o su padre se enferma. Por eso la psicóloga Rossi es clara cuando habla de lo único que es común a toda la población privada de libertad: “Ellos se pasan años encerrados, pero su vida sigue también afuera”. Las cuatro paredes entre las que ven cómo sus días se terminan, la falta total de privacidad; la violencia que reciben de los guardias, de la institución y de un sistema que los tiene años sin condena, son generadores de estrés que se acumula por años.
Las afectaciones más comunes que tienen los presos son trastornos en el sueño y ansiedad, pero también hay depresiones profundas, intentos de suicido y brotes delirantes. Para enfrentarlas el programa que se conformó en 2009 tiene tres maneras de trabajar: en grupo, de modo individual por una única vez y de forma individual con varios encuentros.
Por los pasillos de las cárceles y por los caminos que hay para ir de un sector a otro, el grupo de salud mental hace circular listas para que los internos se anoten en grupos de trabajo: “Volvemos a pasar y hacemos un sorteo, porque la idea es que todos tengan posibilidad de atención”, cuenta Rossi. Los grupos funcionan una vez por semana, con un régimen de una hora y media, y de ellos han salido desde murgas hasta pintadas, pero también talleres que buscan ser “puntales de egreso”.
Rossi explicó a Brecha que no todos los pacientes necesitan medicación, pero hay casos que necesariamente son derivados a un psiquiatra. El programa no cuenta con psiquiatras propios, así que quienes manifiestan conductas autoagresivas o ideas delirantes son enviados a la emergencia del hospital Vilardebó. Hay un proceso de coordinación con este centro. Rossi detalló que la persona puede estar unas horas en emergencia o quedar internada. Pero el problema se presenta cuando hay que hacer un seguimiento, porque si bien el psiquiatra les puede prescribir un tratamiento, el sistema no tiene garantías para entregar la medicación.
A los equipos de atención no les importa por qué la persona está privada de libertad; tampoco hay discriminación por sectores o centros de reclusión, todos son atendidos. En el año 2011 se comenzó a implementar el programa y la cantidad de usuarios pasó de 725 a 2.758 en 2014, según cifras del propio equipo de Asse. Podrían ser más los usuarios, pero a veces no hay guardias suficientes para trasladar a los reclusos hasta el área de salud mental. Y entonces, mientras cientos de presos esperan poder combatir las consecuencias de años de encierro en una charla con un psicólogo, los integrantes del equipo de salud mental se quedan esperado horas sin tener pacientes para atender.
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