Desde fines de los años noventa América Latina viene transitando lo que a falta de términos más precisos se ha definido como pos-neoliberalismo, y que el presidente ecuatoriano Rafael Correa denominó “cambio de época”. Se trata, sin duda, de una variedad de experiencias difícilmente reductibles a la extendida clasificación de las “dos izquierdas”. Este clivaje, que Álvaro Vargas Llosa sintetizó –apelando a metáforas maniqueas– como “izquierdas vegetarianas” (Chile, Brasil, Uruguay) contra “izquierdas carnívoras” (Venezuela, Bolivia, Ecuador), corre el riesgo de congelar imágenes demasiado acotadas de procesos atravesados por una gran diversidad de pliegues y ángulos de análisis –y tampoco capta las convergencias entre ambas orillas–. Problemas similares encontramos con quienes, desde la izquierda radical, realizan la misma disección pero colocando del lado correcto a los gobiernos revolucionarios y del negativo a los reformistas. Que recientemente un largo artículo en The New York Times elogie la gestión macroeconómica de Evo Morales con el término “prudente”, que La Nación –“el diario de la oligarquía argentina”– titule un artículo “Bolivia da la nota”, o que el programa Dinero de la Cnn le haya entregado la “medalla de oro” al país andino diciendo que “Bolivia está mejor desde 2005” constituyen ilustrativas advertencias tanto para los antipopulistas furibundos como para quienes creen que en el bloque bolivariano se estaría transitando la salida del capitalismo. Lo mismo ocurre con el interesante proceso ecuatoriano, que combina transformaciones profundas –e incluso refundacionales– con un nacionalismo dolarizado.
En el análisis de las experiencias de las izquierdas en el poder no puede dejarse de lado el hecho de que esos gobiernos de cambio son precisamente pos-neoliberales porque, si bien buscan revertir los efectos de la “larga noche” del Consenso de Washington, se proponen recuperar el rol del Estado en sociedades profundamente modificadas por esas reformas estructurales y por el actual capitalismo globalizado, individualista y consumista, que el italiano Raffaele Simone ha llamado “el monstruo amable”, y en general se busca evitar volver al viejo estatismo cuya crisis habilitó las privatizaciones. En casos como Bolivia y Ecuador, los gobiernos populares han hecho del crecimiento y la estabilidad económica dos de sus banderas. Por eso Evo Morales acumuló uno de los stocks de reservas internacionales más altos del mundo con relación al Pbi, uno de los logros que precisamente resaltaban The New York Times y el Fondo Monetario Internacional. Esto, sin duda, distingue a estas dos naciones bolivarianas de Venezuela, donde parte de la complicada situación que atraviesa Nicolás Maduro se vincula a un manejo de la economía con fuertes tendencias redistributivas pero también derrochadoras y desinstitucionalizantes.
EL FIN DEL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI. Después de más de una década del giro a la izquierda (15 años en Venezuela y ocho en Bolivia y Ecuador), la “etapa heroica” ha quedado atrás: se visualiza un “amesetamiento” de la integración antiliberal –por ejemplo en el caso de la Unasur–, y las izquierdas han perdido el monopolio de las banderas del cambio. Una nueva derecha, capaz de combinar populismo securitario, liberalismo cultural y una “cara social”, ha comenzado a desafiar al bloque pos-neoliberal en el terreno regional (por ejemplo mediante la eficaz instalación simbólica de la Alianza del Pacífico como una mejor y más moderna alternativa para la región) y en los espacios nacionales: Sergio Massa y Mauricio Macri en Argentina, Henrique Capriles en Venezuela, y Mauricio Rodas, quien acaba de ganarle al correísmo la alcaldía de Quito, en Ecuador.
Esto no significa que la izquierda no conserve posibilidades de ganar en varios países (Evo Morales, Dilma Rousseff y Tabaré Vázquez corren hoy con ventaja para ser reelegidos de manera consecutiva o con delay, y la propia Michelle Bachelet derrotó por amplio margen a la derecha en diciembre pasado). Pero lo que en algún momento se imaginó como un tránsito lineal a algún tipo de socialismo del siglo XXI estaba más ligado al hiperactivismo voluntarista de Hugo Chávez que a un consenso regional, y la crisis venezolana ha dejado el camino libre a un Brasil que promueve un capitalismo desarrollista muy vinculado a sus empresas trasnacionales. Brasil juega a la vez el rol de “locomotora regional” y de subpotencia con sus propios intereses en el juego global. Parte de este rol se puede ver en el aumento de su influencia en Cuba, donde ha incrementado notablemente su presencia económica (y política) de la mano del aura de Lula. Si Fidel Castro era un estrecho aliado –político y emocional– de Chávez, no es sorprendente que los más fríos militares cubanos –que controlan los sectores estratégicos de la economía– y la elite tecnocrática “raulista” tengan más afinidad con los brasileños, aunque por el momento sigan dependiendo del petróleo venezolano. El diario El País, por ejemplo, informó que Lula llevó en uno de sus viajes a La Habana al llamado “Rey de la Soja”, el ex gobernador de Mato Grosso Blairo Maggi, para enseñarles a los cubanos a producir la oleaginosa con mejor calidad.
Tampoco el ex sindicalista de San Pablo se privó de aconsejar –no sin una dosis de paternalismo– al presidente venezolano: “Maduro debería intentar disminuir el debate político para dedicarse enteramente a gobernar, establecer una política de coalición, construir un programa mínimo y disminuir la tensión”.
EL CONSENSO NEODESARROLLISTA. En todas partes las izquierdas en el poder han combinado una ampliación de las fronteras extractivas con un despliegue de políticas sociales en el marco de un cierto consenso desarrollista. Ello ha generado una serie de conflictos ambientales (en Argentina, Perú, Ecuador, Brasil y Bolivia) y numerosos debates acerca de la reprimarización de las economías, la creciente influencia china, las infraestructuras y explotaciones en áreas protegidas (como el caso del Tipnis en Bolivia y de Yasuní en Ecuador) y los problemas del extractivismo en la propia integración regional. En los casos argentino, brasileño y paraguayo se suma al debate la sojización, que desde hace años ha transformado profundamente la producción agraria y la vida rural, precisamente impulsada por la demanda asiática.
Pero este imaginario desarrollista no opera sólo en las grandes economías regionales. Rafael Correa viene de inaugurar, con lágrimas en los ojos, la Ciudad del Conocimiento Yachay. Concebida en su inicio con apoyo surcoreano, esta “ciudad” busca fomentar la economía del talento en estrecha alianza con varias empresas y centros de investigación del exterior. Evo Morales, con la misma emoción, siguió desde China el lanzamiento del satélite boliviano Túpac Katari (Tksat-1), en el que el Estado invirtió 300 millones de dólares; en una reciente entrevista nombró tres veces a Corea del Sur, a la que se mira con interés en Bolivia y Ecuador.
Frente a estas ilusiones desarrollistas han surgido algunos discursos impugnadores con un peso político relativo. Una parte de ellos refiere a los conflictos socioambientales realmente existentes y busca deconstruir un “consenso de los commodities” que habría remplazado al Consenso de Washington de los años noventa. Otra parte, no siempre en relación directa con la primera, enarbola el discurso del “buen vivir”, supuestamente vinculado a las cosmovisiones indígenas, pero que debido a su carácter demasiado genérico y “filosófico” carece de apoyo social significativo frente a la integración vía el consumo que predomina desde Brasil hasta Bolivia y genera la base social de los gobiernos progresistas.
Pero la duda de fondo es si estos países podrán superar la actual dependencia de las materias primas.
¿PROGRESISTAS O POPULARES? En el terreno ético-moral, los nuevos gobiernos se enfrentan a otra tensión: a menudo son más populares (y antiliberales) que progresistas. Si en Argentina el kirchnerismo mantiene su oposición a discutir el aborto, pero avanzó de manera inédita en los derechos de las diversidades sexuales, en el resto de la región las izquierdas en el poder se mostraron más cautelosas en la ampliación de los derechos civiles a este sector de la sociedad.
Un ejemplo es Rafael Correa. Aunque en diciembre de 2013 se reunió con colectivos Lgbti, en la primera cita de un mandatario ecuatoriano con ese sector, poco después lanzó un virulento alegato contra los “excesos de la ideología de género”. “De repente –dijo Correa– hay unos excesos, unos fundamentalismos en los que se proponen cosas absurdas. Ya no es igualdad de derechos, sino igualdad en todos los aspectos, que los hombres parezcan mujeres y las mujeres hombres. ¡Ya basta!” Fiel a su adhesión al catolicismo, amenazó con renunciar si proseguía la discusión sobre el aborto en su propio partido, donde varios dirigentes defienden la despenalización. A pesar de esto, desde fines de 2012 se promueve como política de Estado la “píldora del día después” en los hospitales públicos, dejando ver que todos estos procesos no se resumen solamente en las declaraciones de los líderes.
En Bolivia, Evo Morales mandó a callar a los ministros y ministras que apoyaron la apertura del debate sobre la interrupción del embarazo. Y más recientemente el parlamento aprobó un nuevo Código del Niño y la Niña que establece que la vida comienza desde la concepción. Aunque en casos de violación se puede solicitar a la justicia una interrupción del embarazo, el código introduce un nuevo candado para discutir el tema. En cuanto a la diversidad sexual, aunque se ha creado una Unidad de Despatriarcalización dependiente del viceministerio de Descolonización, los avances han sido muy moderados. Sin duda, como decía una de las marchas del orgullo gay de los años dos mil, “Bolivia es más diversa de lo que te contaron”, es decir, la diversidad no se agota en lo étnico-cultural. Pero el Código de Familias en proceso de modificación sigue estableciendo para matrimonios, e incluso uniones de hecho, el requisito de que éstos sean entre un hombre y una mujer.
En el caso ecuatoriano, la nueva Constitución sí avala las uniones civiles: el artículo 68 reconoce “la unión estable y monogámica entre dos personas”, sin especificar el sexo.
En Argentina, las leyes de matrimonio igualitario y de identidad de género –que permite cambiar de género en el documento de identidad con sólo presentarse en el registro civil– se ubican entre las normas más avanzadas del mundo en términos de reconocimiento de derechos. Significativamente, en lugar de quitarle votos al gobierno, esas decisiones dieron lugar a spots de campaña electoral. También el matrimonio igualitario se aprobó en Uruguay y en Brasil (pero por decisión judicial, no política).
Todo ello remite no obstante a la capacidad de movilización social: en muchos países es mucho más fuerte la convocatoria de los grupos católicos y evangélicos que la de los Lgbti (el tema de la expansión evangélica entre los sectores populares sigue siendo poco abordado por las izquierdas). Y a menudo las propias organizaciones Lgbti se encuentran divididas, actúan de manera autorreferencial –con fuertes divisiones faccionales–, y la consigna de la lucha por el matrimonio igualitario genera divisiones internas, todo lo cual contribuye a fortalecer a las tendencias conservadoras dentro de los gobiernos.
PRESENTE Y FUTURO. Con luces y sombras, América Latina cambió en muchos sentidos, y las izquierdas contribuyeron a ello. Hoy, con la experiencia venezolana en crisis y sin capacidad de liderazgo regional, las supuestas “dos izquierdas” parecen converger en una, con tonalidades más lulistas, como ha observado Franklin Ramírez. De este modo se apuesta a un modelo de crecimiento, regulaciones de los mercados y distribución (entre la inclusión y la ciudadanía asistida, según los casos). El pos-neoliberalismo tiende a uniformizarse en una vía menos antisistémica, con más o menos profundidad de acuerdo a las reformas estructurales que cada gobierno ha efectuado: por ejemplo, Ecuador y Uruguay avanzaron en reformas impositivas ausentes en Argentina. Los acuerdos de Evo Morales con la burguesía de Santa Cruz pueden incluirse en esta tendencia. Y en cualquier caso esta deriva lulista reduce los experimentos económicos “poscapitalistas” a un espacio marginal.
El hecho de que las nuevas derechas no tengan abiertamente en su agenda propuestas reprivatizadoras, y a veces incluso compitan con los gobiernos progresistas con planteos de mayor inclusión –más allá de la sinceridad con la que eso se exprese–, da cuenta de un clima de época, que presenta nuevos escenarios y dificultades. Para las izquierdas nacional-populares, la posibilidad de derrota electoral está fuera de su horizonte. El problema para los partidos que se consideran la expresión indiscutida de la sustancia del pueblo es que “no pueden” perder, y ni siquiera pensar en abandonar transitoriamente el poder sin leer el retroceso como una contrarrevolución. En ese marco, cualquier medida institucional para asegurar la alternancia en el poder parece menor frente a las necesidades del pueblo o de la revolución. Pero como las actuales revoluciones (“ciudadana” en Ecuador, “bolivariana” en Venezuela, “democrática y cultural” en Bolivia) fueron habilitadas por triunfos electorales, también los electores podrían quitarles el respaldo. Todo ello obliga a forzar reelecciones indefinidas. El propio Correa, después del traspié en los recientes comicios locales, se mostró dispuesto a rever su decisión de no buscar otra reelección, aunque buena parte de la cúpula de Alianza País se ha pronunciado en contra. En el caso de los gobiernos más reformistas, se buscó resolver la continuidad con mayor institucionalidad en los partidos y con reelecciones no consecutivas: Bachelet ya retornó al poder, Tabaré espera su turno y Lula funciona como reserva y posible candidato a futuro, frente a cualquier traspié de Dilma. Todo esto demuestra que incluso en las izquierdas partidarias más institucionalizadas no hay un nítido proceso de recambio de elites, y que el peso de los líderes es enorme: para decirlo en pocas palabras, más lulismo que petismo.
En cualquier caso, las izquierdas enfrentan hoy el desafío de pensar nuevas agendas para profundizar los cambios: la referencia a la larga noche neoliberal resulta cada vez menos eficaz en la medida en que las generaciones más jóvenes no la vivieron y las otras comenzaron a olvidarla y a plantear demandas vinculadas a los nuevos problemas. Brasil vive precisamente esas tensiones, con un PT más estatizado y anquilosado y una nueva generación que plantea nuevas reivindicaciones con relación al espacio público, la educación, el ambiente, el transporte y los gastos de la Copa del Mundo, en medio de una desaceleración de la economía. En Bolivia, los nuevos sectores incluidos en el consumo pronto serán indígenas de una naturaleza diferente a los antiguos excluidos por el capital étnico del blanco de la piel. El caso uruguayo merece aun más análisis, con su combinación de audaces medidas societales (legalización del aborto y de la marihuana) y políticas económicas más bien convencionales y pro-inversión extranjera.
En síntesis: a diferencia de los primeros años, cuando la oposición era fácilmente asimilable al ancien régime neoliberal, hoy el destino de las izquierdas se juega en su creatividad, su apertura a las nuevas formas de hacer política y su capacidad para mantener la estabilidad y el crecimiento. Y no menos importante: en su habilidad para evitar que la bandera del cambio les sea arrebatada por una derecha posmoderna con nuevas caras, discursos renovados y candidatos más jóvenes y más entrenados para desplegar sus campañas en los escenarios pos-neoliberales pavimentados por las propias izquierdas.
* Jefe de Redacción de la revista Nueva Sociedad.