No es corriente que a lo largo de un mes los títeres invadan los escenarios montevideanos. Sin embargo, del 27 al 31 de mayo se llevó adelante en la sala Zavala Muniz del teatro Solís y en el Auditorio Nelly Goitiño del Sodre el Segundo Ciclo Internacional de Teatro de Títeres con compañías de Uruguay, España y Argentina, y sólo unos días antes, entre el 13 y el 20 de mayo en la Terminal Goes, los muñecos habían protagonizado el festival internacional de títeres El Yorugua 2017, con nueve elencos nacionales y nueve extranjeros.
En la actualidad, y en el imaginario social, el teatro de títeres ha quedado principalmente asociado a una actividad para niños que muchas veces se intuye demasiado inocente incluso hasta para entretener. Si a esto le agregamos que los niños se alejan cada vez más de la tridimensionalidad de un muñeco para acumular experiencias visuales de juegos mediados por una pantalla, y que el vuelco de imaginación que pueden hacer acude cada vez con más ahínco a la bidimensionalidad de una imagen en escenarios de juegos precodificados, la hipótesis de la ingenuidad del teatro de títeres parece confirmarse por sí sola. Sin embargo, el espacio llamado imaginación, que invita a la ilusión y a la expectativa, motor, de alguna manera, para habilitar el espacio donde dejamos que el arte nos seduzca y conmueva, no ha podido verse del todo desarticulado por el impacto de la imagen y su capacidad de superponer conceptos e impresiones.
De hecho la experiencia teatral, para muchos teóricos y artistas actuales, sigue siendo la búsqueda de esa magia que recupera la capacidad de asombro del niño para envolverlo en una ilusión donde los límites, si los hay, son la fantasía y la sensibilidad individual.
El muñeco tal vez tenga, en su humilde y rudimentaria materialidad, la posibilidad de recoger esa ilusión y de convertirse en todo lo que la imaginación pueda permitirle. De hecho, tuvo siempre la capacidad de ser, al igual que el dibujo hecho con la propia mano, el contenedor de la experiencia buscada, de los miedos y los deseos.
El teatro de muñecos ha acompañado la formación del hombre y la elevación de su espíritu a lo largo de la historia de la humanidad. Los ejemplos pueden remontarse a las civilizaciones más antiguas. El ritual del teatro, como algunos expertos en la materia continúan definiendo, estaba cruzado por la religión, el pensamiento mágico, místico y lo esotérico. En aquel entonces la subjetividad atravesaba más niveles dentro del sujeto, y perseguía otros fines que la pura experiencia estética.
Las marionetas, en otros tiempos, supieron o bien representar la voluntad de los dioses en la Tierra, o ser el médium para manifestar las necesidades humanas a los seres superiores. El historiador Heródoto, por ejemplo, describe cómo, durante una ceremonia para propiciar la crecida del Nilo que aseguraba fertilidad a los campos, la estatua de Osiris movía la cabeza y los brazos mientras una voz que procedía del interior de la imagen invitaba a los fieles a postrarse en oración.
Por su parte, en los fascículos titulados Gran teatro del Burattini. La magia del teatro d’animazione, se registran testimonios de que “entre las paredes domésticas, en las mismas civilizaciones antiguas, se usaban pequeñas figuras esculpidas en madera o marfil realizadas con pericia y elegancia, de brazos articulados y móviles, para divertir durante los banquetes a los comensales con bailes, pantomimas y composiciones poéticas; en suma, un auténtico repertorio teatral”.
Al parecer, este tipo de espectáculos era tan disfrutado que los gobernantes de Atenas permitieron que el Teatro de Baco, privilegiado con las representaciones de las grandes tragedias de autores como Eurípides, fuera escenario de las marionetas.
En Roma tanto el vulgo como personajes ilustres compartían la afición por este teatro. Su popularidad era tal que los poetas, escritores y filósofos de diferentes épocas –como el historiador Livio, los poetas Horacio, Persio, Juvenal, Ovidio, el escritor Petronio y el emperador Marco Aurelio– hablaron en sus escritos de este género teatral y, en especial, de la fascinación y admiración que la marioneta suscitaba en los espectadores.
Como las variedades son muchísimas –el títere de guante; el títere de hilo o marioneta; el títere de varilla; el títere llevado (como su nombre lo indica, el titiritero lo lleva sobre los hombros por ser de tamaño casi humano); el tirisiti (que se mueve desde abajo del escenario); el bunraku llamada antiguamente ningyōjōruri (una técnica japonesa milenaria en la que los manipuladores, vestidos de negro ante un escenario también de color negro, accionan los muñecos a la vista del público); los títeres de dedo (que investigan las posibilidades expresivas de los dedos de las manos y de los pies); los títeres objetuales (la manipulación en el escenario de objetos cotidianos), entre otros–, las posibilidades expresivas de este teatro se vuelven infinitas y abundan los lenguajes para sorprender.
En nuestro país el títere ha sabido tener escuelas y se ha conservado como un arte que articula la sensibilidad del artista teatral con la del artesano. El grupo Coriolis y Maru Fernández son un ejemplo de ello. La tradición de Títeres Cachiporra, que estará con Don Quijote de la Mancha en el teatro El Galpón a partir del 10 de junio también testimonia esta tradición, sin contar los grupos de titiriteros que mantienen vivo este tipo de teatro fuera de Montevideo, como la Compañía Guidaí, Títeres Amairú (ambos de Canelones) y Títeres del Timbó (de Parque del Plata), Aquinomás Sombras y Muñecos (de Montevideo), que participaron del festival internacional de títeres El Yorugua 2017 a principios de mayo.