Existe tan solo un puñado de cineastas en el mundo que ha sabido crear universos propios, al punto de que con solo ver unos segundos de cualquiera de sus películas se reconoce inmediatamente su autoría. Y no se trata de que en ellas haya simplemente una coherencia formal y estilística específica, sino también un registro similar de personajes y de historias. Así, directores como Wong Kar-wai, Guy Maddin, Jessica Hausner, Lucrecia Martel y Tim Burton vienen siendo tan originales en sus creaciones, y persistentes en sus obsesiones, que sus planteos se vuelven inconfundibles. Dentro de esta raza de cineastas cabe incluir, sin lugar a dudas, al ya insoslayable Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum, El Gran Hotel Budapest).
Quizá lo primero que llama la atención de su particular estilo sean los decorados: artificiales, coloridos, de una estética vintage que remite a la orquestación teatral. También sus narraciones en off, muchas veces en tono de cuento de hadas, que activan un entusiasmo casi infantil. Sus personajes –a menudo aniñados, casi siempre geniales e indefectiblemente excéntricos– recuerdan a los personajes de J. D. Salinger: individuos desconectados, a un paso del autismo. El humor absurdo, los vestuarios contrastantes, los planos secuencia laterales que presentan espacios y personajes en hilera, y la estructura fragmentada en capítulos que llevan títulos –e incluso subtítulos y hasta notas al pie– refuerzan la idea de un mundo minuciosamente construido. A ello se suma el uso expresivo y siempre llamativo de la música: canciones pop o rock de los sesenta y setenta, piezas clásicas y composiciones originales que refuerzan tanto el tono nostálgico como el juego estético general. Como si todo esto no bastara para encandilar a la audiencia, los repartos suelen ser descomunales: Anderson se permite relegar a personajes secundarios o incluso terciarios a actores que han protagonizado películas por docenas. En esta película,1 por ejemplo, desfilan Benicio del Toro, Mia Threapleton (hija de Kate Winslet), Michael Cera, Riz Ahmed, Tom Hanks, Bryan Cranston, Jeffrey Wright, Scarlett Johansson, Benedict Cumberbatch, Rupert Friend, Mathieu Amalric, Bill Murray, Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg.
El que siga su obra con cierta regularidad sabrá que nada de esto es novedoso y que cada un par de años el cineasta entrega otra de estas obras atractivas, refinadas, compactas y repleta de detalles. Son nutridos microcosmos semejantes a maquetas, con elevadores y pequeñas luces led. Sin embargo, por momentos, su propio estilo se vuelve limitante: su anterior película, Asteroid City, pecaba de una frialdad excesiva, que podía rozar lo pretencioso. En otras ocasiones, con todo lo insensible que sus personajes pueden llegar a ser, surge de ellos una inesperada nota humana que resquebraja la rigidez imperante y terminan por conmover, dando una nueva dimensión a sus historias. Aquí resulta especialmente interesante que el protagonista (Benicio del Toro) tenga un perfil cuestionable –más cercano a un oportunista o a un mercader que al héroe clásico–, al que se le plantea una forma de redención inesperada. Su periplo, que tiene mucho de sacrificado, le da a El esquema fenicio una vibración distinta, como si entre el cartón pintado y la coreografía perfecta se filtrara finalmente una corriente de autenticidad.
Anderson tiene todo para ser genial: talento, rigor y sensibilidad. Es algo que no pasa desapercibido y que reluce especialmente en esta película. De todos modos, quizá le haga falta detenerse un poco, respirar a fondo y dejar que ese mismo aire –menos controlado, más vital– se contagie a sus películas. Lo verdaderamente inolvidable también está ligado a lo espontáneo, a lo auténtico, y rara vez se ejecuta con la precisión de los autómatas.
- The Phoenician Scheme, de Wes Anderson. Estados Unidos, 2025. ↩︎